viernes, 18 de julio de 2014

ENRIQUE Y ESTER

   ENRIQUE Y ESTER
   
 
 Paisaje castrillano, inigualable su cielo.

Enrique Rico solo tenía de rico el apellido, vivía con su mujer Ester Colero en una casa que parecía un corral. El hombre había venido de otro pueblo, era taciturno y antipático, tenía los hombros caídos, decía que le daba alergia el sol y lo mismo en invierno que en verano llevaba un sombrero de paja, viejo, raído y cochambroso. No tenían hijos pero tenían cuatro gallinejas y dos tierrillas (como ellos decían) y los dos iban a cavar sus pobres finquillas con dos azadas. Si llovía o hacía mucho calor, decían que así no se podía trabajar y se quedaban en casa. Él era tan raro que no tenía amigos, siempre iba hablando solo y no se llevaba bien con nadie, por eso no pedían ayuda ni nadie se la ofrecía. Lo que sí llevaban los dos era una buena compañía de piojos, tal vez fuera por eso por lo que nadie quería ser su amigo.
   Cuando llegaba el tiempo de recoger la cosecha, ellos terminaban enseguida. No sé como lo convertían en grano, seguramente como tenían poco, ellos mismos lo trillarían con sus propios pies, y como lo cogían, lo volvían a gastar. Para sembrar, Enrique llevaba un zurroncillo: con aquello sembraba sus pequeñas tierrillas y luego recogía poco más que lo que había echado; eso, cuando venía buen año. Cuando los vecinos terminaban de segar, ellos iban a espigar a las fincas de los demás y así juntaban un poco más, aunque los demás recogían todo lo que podían y a veces no quedaba nada.
   El hombre se puso malo y como no podían pagar médico ni medicinas pronto acabó en el cementerio, la mujer se quedó sola y a veces iba a pedir por algunos pueblos cercanos.
   Cuando se hizo mayor no podía ir muy lejos y entonces iba a pedir por el pueblo a las casas de sus vecinos. A todos les daba pena y aunque la mayoría de la gente no tenía nada para regalar, siempre le daban patatas, pan y alguna otra cosa. En las matanzas, bodas o fiestas, casi todos le daban un platito con carne.
   En el invierno, en su casa debía hacer mucho frío y cuando iba a pedir, la dejaban entrar en las casas y pasaba un rato al calor de las glorias, a pesar de la compañía tan desagradable que seguía llevando.
   Cierto día dejó de ir a pedir y la gente se dio cuenta de que estaba enferma, decidieron cuidarla entre todos los vecinos y llamaron al médico. El buen hombre después de auscultarla y recetar algo, salió de allí zumbando y la pobre mujer dejo de existir a los pocos días. Cuando el alcalde, el secretario y el juez, tuvieron que entrar en aquella casa para hacer los papeles de defunción y todas esas zarandajas, se llevaron lo poco que dejó en herencia la pobre Ester, una legión de piojos, y aún quedaron unos cuantos más, para los convecinos caritativos que la sacaron de la casa y la llevaron a la iglesia y al cementerio.
   Y así, la ropa que todos llevaban ese día, tuvo que ir directamente al fuego. El que compró aquella casa debió tener que echarle un buen bote de desinfectante para quitar toda aquella miseria.
   ¡Cuantos sinsabores, desazones, vergüenzas y sofocones, tuvieron que pasar aquellos pobres!

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