miércoles, 28 de mayo de 2014

DOS ANÉMONAS AZULES

El relato “Dos anémonas azules” es el comienzo de un libro escrito en castellano, por la escritora Esther Zorrozua para el VI Premio literario BizcaIdatz “2013- 2014”  ESTA HISTORIA LA ESCRIBES TÚ. Convocado y patrocinado por la Diputación Foral de Vizcaya.
   El mismo concurso también era convocado en euskera, con el comienzo de otro libro de la escritora Yurre Ugarte, cuyo título es Ordezko Kazetaria. El plazo de recepción de las obras fue el 20 de febrero.   
   Fuimos muchos los participantes y después de ser valorados todos los relatos por el jurado competente,  estos fueron los premiados en castellano: Elena Fernández, primer premio. Jose Ignacio Ceberio, segundo premio. Sorkunde Barandiarán y Pilar Pallarés finalistas ex aequo.
   La ganadora del primer premio en la convocatoria de euskera fue Uxue Aguirre Madariaga.
   Como dicen que lo importante es participar, otra compañera y yo nos animamos. Sabíamos que era difícil pero no obstante lo intentamos. Los relatos ganadores (muy merecidos) están recogidos todos juntos en un libro, tanto el de castellano, como el de euskera. A continuación y con el permiso de su autora voy a escribir su estupendo relato.


DOS ANÉMONAS AZULES

Llevaba un buen rato merodeando por la zona sin decidirse. Era un sábado de octubre. Hacía un calor inusual para la época del año. Habían caído cuatro gotas gordas que dejaron el aire de un color sucio, con vaharadas intermitentes de fondo de cueva en la que los hongos aprovechan el silencio y la oscuridad para medrar a su gusto. La tarde se fugaba de puntillas en una carrera sigilosa, antes de que los habitantes de la ciudad lo notaran.
   De vez en cuando hacía tintinear las llaves en el bolsillo como quien rasguea las cuerdas de una guitarra que ha perdido el don de los acordes. El contacto frío del metal no acababa de convencerle. En realidad, no quería volver a aquella casa en la que no había sido feliz. Pero tenía que ir. Su madre había fallecido una semana antes en el hospital. El desenlace se había producido de manera rápida y urgente, con las prisas que suponen una llamada atropellada al 112, la llegada de la ambulancia, los camilleros que manipulan el cuerpo con pericia, la búsqueda nerviosa de la documentación más inmediata y cerrar la puerta sin mirar atrás para seguir al furgón que se abre paso entre el tráfico de hora punta a golpe de sirena. Después, la entrevista con la asistente social, el certificado de defunción, la funeraria, el funeral, el estupor y la nada. Todo ello a un ritmo vertiginoso, como el descenso por un tobogán de pendiente muy pronunciada. Sin tiempo ni para tomar aire.
   Pero ahora, una semana después, resultaba inevitable volver para una limpieza de emergencia. Retirar las sábanas de aquella cama que recibió los últimos estertores de su madre, vaciar el frigorífico y todos los restos de comida que pudiesen quedar en los armarios, la fruta en el frutero. Terminar con todo signo de vida ahora que la inquilina se había ausentado. Irene suspiró hondo, apretó las llaves dentro del bolsillo hasta hacerse daño en la mano y encaró lo inevitable.
   Llego frente al portal, introdujo la llave, la hizo girar y empujó la enorme puerta de hierro, tan pesada como la de un castillo medieval, con un muelle tan tenaz como una máquina de tortura. La asociación no era gratuita. Recordaba haberse pillado el dedo meñique cuando tenía siete años por no haber retirado la mano a tiempo. Un dolor insoportable, frío y calor intensos y simultáneos, sensación de mareo, necesidad perentoria de gritar e impotencia. Alguien, no sabía quien, se le había nublado la vista, abrió la puerta y liberó su dedo. La primera falange colgaba sin voluntad como el lagrimón blando de una vela. Hubo que entablillar el dedo, la uña se volvió morada, luego negra y terminó por caerse. Fue un proceso largo y doloroso en que el más mínimo roce suponía un tormento. Todos los niños sufren terrores nocturnos. Durante su infancia, aquella puerta se convirtió en un monstruo con vida propia que la acechaba en cuanto se descuidaba. Pero no se refería solo a ese episodio al estimar que su vida en esa casa no había sido feliz.             
   Tomó el ascensor y pulsó el cuarto. Ya frente a la puerta del piso, introdujo la llave de seguridad, aquella llave que tenía truco porque desde el principio funcionó mal y, para hacerla girar, había que estirar del pomo hacia fuera con fuerza para que los engranajes se insertasen en sus goznes y permitieran abrir. Se oyó el clic, luego dos vueltas y la puerta cedió. Irene suspiró hondo otra vez, se limpió disciplinadamente las suelas de los zapatos sobre el felpudo y entró.
   Estaba oscuro, ya casi había anochecido. Antes de pulsar el interruptor de la luz, aspiró el aire cerrando los ojos un momento. Cada casa tiene su olor, no hay dos casas que huelan igual y uno puede percibir los olores de todas casas excepto el de la suya propia. Es uno de esos misterios sin resolver que ocupan nuestra mente durante un momento, nos hacen levantar las cejas con gesto de perplejidad y pasamos a otra cosa sin que la observación interfiera con lo siguiente.
   Aquella casa, como todas, tenía su olor. A Irene le gustaba pensar que no era solo fruto de la destilación de los guisos, los productos de la limpieza utilizados, los efluvios de los habitantes y las partículas de polvo en suspensión, sino que entre los ingredientes también se incorporaban las palabras y hasta los pensamientos y sentimientos de todos los que alguna vez compartieron aquel espacio. Por eso resultaba tan difícil de definir aquel tufillo entre dulzón y acre, con notas de flores secas y resabios de incienso.
   Encendió la luz. La araña del recibidor se iluminó para dar cuerpo y volumen al entorno tan familiar desde su infancia. Irene se sintió rara entrando ahora sola en aquella casa en la que su madre no lo volvería a hacer. Avanzó por el pasillo con cuidado, sin hacer ruido, para no despertar a los fantasmas que estaba segura de que dormitaban en las esquinas esperando poner de pie escenas y momentos que era mejor olvidar. Se detuvo ante la habitación de su madre y encendió la lámpara. No había otro remedio: se le fueron los ojos a las sábanas revueltas de la cama.
   Si un artista hubiese buscado representar la urgencia y el apremio del momento vivido, no hubiera conseguido un efecto tan plástico. Irene suspiró hondo por tercera vez, era un gesto aparentemente inútil que le servía para ir asumiendo la nueva etapa. Le dio la impresión de que el aire estaba especialmente enrarecido allí. Abrió la ventana de par en par, retiró y dobló la manta, hizo un hatillo con las sábanas y las metió en una bolsa de basura. Dejo el colchón desnudo, apagó la luz y se dirigió a la cocina.
   Llevaba un buen rato desechando alimentos caducados, tarros vacíos, recipientes con sustancias difíciles de identificar, cuando sonó el timbre de la puerta. Sintió cierto fastidio. Le había costado decidirse y quería acabar con aquello de una vez. Si le interrumpían ahora, a saber cuando volvería a reunir las fuerzas. Se incorporó de mala gana y fue a abrir.
   En el umbral encontró a un mensajero que portaba un paquete plano, grande y apaisado. Venía a hacer una entrega.
   –¿Vive aquí Anunciación Ledesma?
   –Vivía, sí; pero murió…
   –Es un envío a portes pagados. ¿Podría firmarme usted el recibo?
   –Es que…, ya le he dicho que murió –el repartidor cambió el peso de una pierna a otra con un gesto de cansancio.
   –Mire, si me voy ahora, le llamarán a usted de mi empresa, intercambiará información con el encargado y, después de muchos sí pero no, usted terminará por aceptar el envío y yo tendré que volver otra vez. Siempre pasa lo mismo. Usted verá, pero nos podríamos ahorrar un viaje –Irene dudaba–. Oiga, que no es un paquete bomba; no es más que un cuadro.
   –¿De dónde viene? –el mensajero ladeó el paquete y miró el remite.
   –De Oviedo –ella todavía tardó unos segundos en decidirse.
   –Está bien. Deme que le firme –firmó el resguardo, recogió el paquete, despidió al repartidor y cerró la puerta.
   Lo llevó a la sala de estar y le quitó el envoltorio. En efecto, era un cuadro de formato más bien grande. Un óleo, ¿o un acrílico?, ella no dominaba las técnicas pictóricas. Prevalecían los tonos azules. De hecho, parecía un fondo marino con unas criaturas llenas de tentáculos. En el extremo inferior derecho, con pintura roja y trazo inclinado, Ignacio P. Examinó la parte posterior del lienzo por si traía alguna nota. Nada. Volvió a mirar el envoltorio y buscó el remite: Ignacio Posada, Calle Covadonga nº 23, 6º, 33002 Oviedo.
El nombre y la dirección no le indicaron nada. Habían vivido en Oviedo unos años, cuando ella era muy pequeña y la empresa trasladaba  a su padre cada cierto tiempo, pero hacía de eso más de cuarenta años. Todos los contactos se habían perdido, o eso creía Irene. Volvió a contemplar el cuadro. De pronto, sintió la necesidad de tomarse un respiro y dedicar a aquel asunto el tiempo que requería.
  Sin muchas esperanzas, buscó en los armarios bajos de la cocina. A veces, su madre guardaba cosas interesantes mezcladas con un montón de morralla. Tuvo suerte. Muy al fondo, encontró una botella de vino. Era un Pesquera Reserva de 2005 ¡Hmmm! Localizó el sacacorchos y se hizo con una copa de cristal fino. No podía cometer la irreverencia de beber un vino así en un vaso de vidrio. Descorchó la botella junto a la fregadera, aspiró su aroma, vertió por el desagüe las primeras gotas y se sirvió media copa. En la sala, colocó el cuadro de pie contra la pared y se sentó en frente, en postura de yoga, con la copa en la mano. Quién será Ignacio. Por qué le enviaba a su madre aquel cuadro con un paisaje extraído del fondo del mar. El vino estaba para morirse. Retuvo un sorbo en la boca, lo paladeó y lo fue tragando poco a poco, disfrutando de cada gota. No tenía claro si aquello del cuadro eran animales o plantas. Se estiró hasta alcanzar el bolso, sacó el móvil y le hizo una foto. Cuando llegase a su casa, miraría en Internet.
   Cogió de nuevo el envoltorio y rasgó con la mano el trozo en que figuraba el remite. Lo dobló y volvió a guardar en el bolso el móvil y el trozo de papel. ¿Tenía su madre una aventura con el tal Ignacio? ¿A su edad? ¿La había tenido en el pasado? Se quedó con los ojos fijos en el cuadro esperando que éste le diese alguna pista hasta que terminó la copa, pero no ocurrió nada. Aquellas criaturas abisales llenas de patas habían quedado congeladas en el fondo marino.
   Recogió todo lo que había considerado que debía ir a la basura, lo metió en dos bolsas y abandonó la casa cerrando con dos vueltas de llave. En el contenedor más próximo quedaron los restos orgánicos y el hatillo de sábanas desechadas.
   Irene no era la misma que cuando entró. Entonces iba llena de aprensión; ahora la dominaba la curiosidad. Su madre había sido siempre muy rígida con ella. Implícitamente, se había puesto a menudo como modelo de moral y buenas costumbres. Resultaría paradójico y extravagante que hubiese estado ocultando una historia secreta. Porque si no, qué otra explicación cabía.
   Esa noche, Google que todo lo sabe le informó que el motivo del cuadro eran anémonas marinas, que “son consideradas las flores del mar y aunque parecen plantas, son animales invertebrados que se adhieren a las rocas y corales. Las anémonas tienen una boca central rodeada de tentáculos, éstos contienen unas células llamadas nematocistos que paralizan a los pequeños animales marinos que pasan cerca y los empujan con sus tentáculos hacia la boca para alimentarse de ellos”. La información continuaba  durante cuatro o cinco páginas, acompañada de imágenes a color en distintas fases o distintos momentos de su actividad. Bueno, pues éstas eran dos anémonas azules. ¿Podía tener eso algún significado oculto? Tal vez representaban a alguien. Quizá se representaban a ellos mismos.
   Irene volvió varias veces a casa de su madre, aquella casa a la que ésta nunca regresaría. Una casa  con historia en la que la recién fallecida había vivido casi cincuenta años, en la que Irene no había sido feliz y su madre puede que tampoco. La casa de aspecto corriente que seguramente escondía voces y sombras de escenas que se procuran olvidar porque su simple evocación recorre la espina dorsal como una descarga eléctrica. Aquella casa que tenía su propio olor, como todas, un olor entre dulzón y acre con resabios de flores secas y de incienso.
   Cada vez que iba, repartía el tiempo entre reunir cosas que había que ir tirando y sentarse a contemplar el cuadro de las dos anémonas azules. Y cada vez que se colocaba ante el lienzo, lo hacía acompañada por una copa de vino. No sabía qué haría cuando se terminase la botella. Las anémonas seguían mudas. Las contemplaba con terquedad, esperando contra todo pronóstico que su fuerza de voluntad les insuflase al menos una ilusión de movimiento.
   El día que se acabó la botella, Irene descolgó el teléfono y marcó un número. Sonó doce veces al otro lado sin que nadie contestara. Luego, se cortó la línea. Repitió la operación dos días más con idéntico resultado. Llamó a la compañía telefónica para hacer la comprobación. El número era correcto, le dijeron. No podían añadir ninguna otra información. Se quedó desconcertada.
   Oviedo no estaba tan lejos, pero debía decidir si quedaba justificado el viaje con tan pocos indicios. No tenía ni idea de con qué o con quién se iba a encontrar. Volvió a sentarse frente al cuadro. No le quedaba vino y eso la desasosegaba. Se había convertido en una costumbre escudriñar las formas y los colores de la tela al tiempo que paladeaba a sorbos el contenido de la copa. Se diría que ya no concebía ambas cosas por separado.
   Analizó con detenimiento la firma, demasiado esquinada, muy abajo y muy a la derecha. Ignacio P. El punto casi escapando del lienzo. ¿Falta de seguridad? Pero el color era de un rojo encendido, casi exhibicionista. En cambio el pincel tenía un trazo muy fino, como si hubiese pasado por la tela sin pretender dejar una huella excesiva. Caracteres sueltos, pero estilizados. Las iniciales, la I y la P, eran casi tres veces más altas que el resto de las letras, en un intento de darse impulso para salir del fondo a la superficie para tomar aire. ¡Que estupidez! Ella no tenía ni idea de grafología. Se trataba de conjeturas infundadas.
   Se puso de pie y estiró los músculos sin desviar la vista del cuadro. La tenía enganchada. No el cuadro mismo, sino la historia que podía esconderse detrás. Se descubrió repasando una película con imágenes de su madre y tratando de desentrañar algún instante en que se delatara. Era inútil. Si hubiese tenido algo que esconder, jamás se hubiese descuidado. Buena era ella.
   También podía olvidarse del asunto. Una vez hecha la selección de lo que había que tirar y lo que pensaba quedarse, pocas cosas en realidad, algunas fotos y poco más, llamaría a una de esas empresas que vacían los pisos. ¡Que se llevasen ellos las dos malditas anémonas azules! Para qué dedicarles más tiempo.
   Pero no era tan sencillo. Irene no podía pasar por alto la fiscalización a la que había sido sometida hasta hacía unas semanas en nombre de unas normas y costumbres que quizá la propia legisladora se había saltado a la torera. Si era así, tenía que saberlo. No era lo mismo haber vivido bajo la férula de una fundamentalista que bajo el yugo de una impostora. Ya estaba muerta, sí, y nada podía cambiar. Pero Irene era de los que sostenían que alguien no muere de verdad mientras se mantenga en la memoria de los vivos. Y no significaba lo mismo recordarla de una manera que de otra.
   Compró una botella de vino idéntica y dedicó varias tardes a la semana a marcar el número que nunca respondía y a contemplar el cuadro de las anémonas azules mientras paladeaba su dosis de buen vino. Hasta que un día, al otro lado de la línea, alguien descolgó el auricular.
   –Mi padre murió inesperadamente hace poco más de un mes. Era pintor, no muy famoso, pero con cierta proyección aquí, en Asturias. Dejó el cuadro embalado y con la dirección escrita, listo para ser enviado. No nos dimos cuenta hasta pasado un tiempo, cuando empezamos a ordenar sus cosas. Yo no conocía de nada a la destinataria, pero parecía todo tan premeditado que realicé el envío. Supongo que es lo que él hubiera hecho de haber vivido un poco más.
   –¿Qué día falleció su padre exactamente?
   –El 29 de septiembre.
   –Igual que mi madre. ¿Existen las casualidades?
   –Yo prefiero llamarlas coincidencias. Ocurren y ya está. Por cierto, ¿qué representa el cuadro que ha recibido?
   –Dos anémonas azules.
   –¿Está segura? ¿Lleva título?
   –No, pero he hecho mis averiguaciones en Internet. Son dos anémonas, eso seguro, y son de color azul.
   –Es muy extraño. Él nunca pintó motivos marinos. Era retratista. Recuerdo que mi madre le pidió durante años que le pintase una marina. Estaba un poco harta de tener tanta gente que le miraba desde las paredes, espiándola, decía ella. Pero él jamás mostró interés. Le daba largas y, por fin, se fue sin darle ese gusto.
   –¿Vive su madre aún?
   –No, ella falleció hace doce años. Se cansó de esperar.
   –¿Le parece que las anémonas pueden tener algún sentido simbólico?
   –¡Qué va! Era un pintor realista. Pintaba lo que veía –en este punto, a Irene le pareció que su interlocutor se comportaba de una forma cerril. Cualquiera que haya tenido un mínimo contacto con el arte sabe que un pintor nunca reproduce con exactitud lo que ve; siempre interpreta; de otra manera, no sería arte lo que hace. Pero el hijo de Ignacio Posada debía de tener el cerebro más cuadriculado que una hoja de cálculo de Excel. No llegaría a ningún lado por ese camino, así que intentó otra vía que pudiera tentarla más:
   –Yo no puedo quedarme con el cuadro sin saber qué relación existía entre ellos. No sé tampoco si se trataba de un encargo, si estaba pagado, si le debo algo. Le propongo que mire despacio entre sus papeles. Yo haré lo mismo y dentro de un tiempo contactaremos de nuevo para ver si hemos encontrado algo. ¿Está de acuerdo?
   A Carlos Posada le pareció bien. Irene se empleó a fondo. Su madre había sido de esas personas que lo guardan todo “por si algún día lo pudiera necesitar”. En los últimos tiempos incluso había llegado a rozar el síndrome de Diógenes. Claro que era de esperar que si escondía alguna historia más personal, hubiese sido más discreta. Pero eso solo significaba que lo habría escondido mejor, no que lo hubiese destruido.
   Salieron a la luz papeles anodinos de toda clase: presupuestos, facturas, informes médicos, recetas de cocina, patrones de corte y confección… y al fondo de una caja, entre calendarios antiguos y postales enviadas en vacaciones por gente que Irene desconocía, dos billetes de autobús con Oviedo como destino: uno fechado en 2006 y otro en 2008. Eran viajes de los que Irene no había tenido noticia, viajes que su madre había realizado en secreto.
   Siguió revisando, buscó con denuedo un fajo de cartas. Quizá no atadas con un lazo de seda, sino sujetas por una goma elástica. O en todo caso, alguna carta suelta. Encontró felicitaciones de navidad, cartas de ella y de sus hermanos enviadas desde alejados campamentos de verano, incluso un aviso de desahucio recibido en 1967 del que los pequeños no llegaron a enterarse.
   Las casas que los muertos han tenido que abandonar con premura guardan muchas sorpresas. Pero ni una sola nota que la vinculara con Ignacio Posada de Oviedo, excepto los billetes.
    Un mes más tarde, cuando ya no lo esperaba, recibió una llamada de Carlos Posada, aquel tipo que, por alguna razón, Irene imaginaba frío como un pez e insensible como un mojón de carretera.
                       FIN DEL RELATO DE LA ESCRITORA ESTHER ZORROZUA

  Y AQUÍ VA MI RELATO: COMO PUEDE APRECIARSE, BUENA VOLUNTAD NO ME FALTÓ.
   Irene colgó el teléfono absorta en sus propios pensamientos: Carlos Posada decía que no había encontrado nada de particular, pero sí que había algunas coincidencias que prefería comentarlas con ella cuando pudieran encontrarse. Aunque por ahora, él prefería mantenerse a la expectativa y seguir investigando.   
   –¿Investigando?, ¡y que puede estar investigando! –se preguntaba Irene–, yo quisiera saber si hay algo que investigar, de todas maneras por mi parte haré lo que pueda.
   Seguía yendo a la casa de su madre, cada día buscaba y rebuscaba en cada habitación. No dejaba de revolver los cajones y rincones de cada armario, sin encontrar nada especial.
   Aburrida, decidió descansar unos días hasta ver por dónde salía Carlos, pero cada día le intrigaba más el dichoso cuadro de las anémonas.
   Telefoneó a su hermana mayor para darle noticia y saber si ella conocía algún detalle del tal Ignacio Posada de Oviedo.
   La hermana de Irene no recordaba mucho de aquellos tiempos en los que vivieron en la capital asturiana, pero dada la curiosidad de su hermana pequeña, le prometió que intentaría recordar.
   –¿Por qué no vienes a ver el cuadro? A lo mejor te trae a la memoria algo que ya tienes olvidado y lo vuelves a recordar –dijo Irene.
   Ante su insistencia, la hermana contestó:
   –Está bien, iremos a la casa de mamá un día de estos, ya te avisaré.
   Irene estaba cada vez más nerviosa, seguía yendo a la casa de su madre y revolvía Roma con Santiago, miraba y volvía a mirar el cuadro por delante y por detrás, sin encontrar nada que pudiera delatar el más mínimo detalle de su madre.
   Estaba en su casa cuando sonó su teléfono fijo, corrió pasillo adelante y al descolgar el aparato, dijo:                   
   –Sí, ¿quién es?
   Al otro lado del auricular contestó la voz de su hermana:       
   –Hola Irene: me preguntaba si te encontraría en tu casa, ¿qué te parece si pasamos juntas el fin de semana?, mi marido y los chicos van a la casita del pueblo, a mi me gustaría aprovechar estos días para hablar de lo que te preocupa y seguiremos buscando por la casa para ver si encontramos alguna pista.
   –Me parece bien llámame cuando llegues, iremos juntas a casa de mamá. Supongo que tú no tendrás las llaves.
   –Pues  no, yo no tengo las llaves; hasta el sábado.
   –Hasta el sábado hermana.
   Irene quedó pensativa: aquel cuadro de las anémonas azules debería haberlo colgado en cualquier pared y no haberse preocupado más por él, seguro que no tenía la menor importancia.
   A su madre de vez en cuando le gustaba viajar con alguna de sus amigas, decía que debía estar lo más ocupada posible para no morirse de aburrimiento, que tenía su propia vida y no tenía por qué dar explicaciones a nadie. También algunas veces, compraba cosas poco apropiadas, ¡quien no lo hace alguna vez! Pero… ¿por qué aquél cuadro? ¿Por qué su madre no lo había traído con ella cuando estuvo en Oviedo la última vez?
   Desde que Irene recordaba había oído comentar a su madre muchas veces, que había recorrido media España, con sus hijos y un montón de maletas siguiendo a su marido, que por su trabajo no tuvieron más remedio que cambiar de casa, de colegios y de amistades. Hasta que fueron a Oviedo, allí estuvieron varios años. Se veía en aquella casa que estaba cerca de la catedral. Cuando salían del colegio su madre les iba a recoger y luego jugaban en el parque. Con el buen tiempo también daban un largo paseo mientras esperaban a que su padre saliera del trabajo. Los días de fiesta después de oír misa en la catedral, sus padres se reunían con otras dos parejas de amigos, recordaba (ya muy poco), que una de las señoras le llamaba la atención: era alta, rubia y muy guapa, se sentaban en la terraza de un bar y tomaban una botella de sidra con algún aperitivo; mientras, los niños jugaban cerca del bar y de las personas mayores.
   Un buen día su madre les dijo que volvían a su ciudad, pero su padre se quedaría en Asturias hasta que terminara aquel trabajo. Ella debía tener unos nueve años, preguntó cuándo vendría papá y su mamá malhumorada le dijo que no lo sabía.
   El padre volvió a los pocos meses y ya no volvieron a marchar a ningún sitio. Se diría que esas fechas habían marcado un antes y un después en la familia.
   Desde que llegó de Asturias, su padre pasaba poco tiempo en casa, siempre decía que salía tarde de trabajar. A veces volvía a deshoras y la mayoría de los días llegaba cuando ellos ya estaban acostados. Su madre que antes era muy alegre ahora siempre parecía enfadada. El padre enfermó poco tiempo después, y a los dos años murió.
   La madre siempre decía que, “el buey suelto bien se lame” y que había estado atada demasiados años. Así que cuando pudo, echó raíces en su ciudad y solo viajaba por placer y cuando a ella le apetecía.
   Hacía muchos años que su padre había fallecido y a su madre nunca le hizo falta nadie para nada, o al menos, eso pensaban sus hijos. Pero en los dos últimos años, la mujer le había llamado en alguna ocasión para que le ayudara a hacer algunas gestiones burocráticas, ya no era tan independiente y con las nuevas tecnologías no se llevaba demasiado bien.
   Aunque decía que ella en su casa se entendía perfectamente y no necesitaba ayuda, sus hijos intentaron varias veces, contratar a alguien para que le hiciera compañía, pero no quiso nunca; era orgullosa y muy cabezona, y si ella no colaboraba no había nada que hacer.
   No obstante Irene le visitaba todos los días y sus otros hijos que vivían fuera de la ciudad le llamaban por teléfono muy a menudo. Gracias a ello, Irene pudo llamar al teléfono de urgencias, para que su madre fuera rápidamente al hospital. Pero no pudieron evitar que falleciera, sin que los médicos pudieran hacer nada más por ella.
   El sábado por la mañana Irene madrugó, hizo sus compras de fin de semana y dio un paseo por las calles viendo escaparates. Estaba demasiado nerviosa, el famoso cuadro de las anémonas azules le traía de cabeza, pero… ¿por qué dudaba de la integridad de su madre, si siempre había sido muy sensata?, ahora por todo aquello no sabía que pensar.
   Su hermana vivía en otra ciudad, era seis años mayor, y seguramente sabría de sus padres muchas más cosas que ella. Aunque jamás se les había ocurrido comentar nada sobre la vida que ellos llevaban.
   Al cabo de un rato recibió la esperada llamada de su hermana y fue directamente a la estación. Cuando llegó el tren Irene ya esperaba. La chica bajó las escaleras del vagón, traía una pequeña maleta y vestida con un traje rojo, camisa blanca y zapatos negros de tacón, estaba muy guapa. Irene pensó que su hermana a pesar de tener tres hijos ya mayores, seguía estando estupenda. Se saludaron cariñosamente y pasaron las vías con cuidado, el tren les había dejado en el andén contrario y hablando animadamente siguieron hacia la casa de su madre.
   Llegaron a la casa, abrieron la pesada puerta del portal y al llegar al ascensor encontraron a una de las vecinas, se saludaron y después de cambiar algunas impresiones cada cual se fue por su camino.
   Las dos chicas tomaron el ascensor, llegaron al cuarto piso y metieron la llave en la cerradura, la puerta se abrió y encendieron la luz del recibidor.
   Aquella casa no era muy grande, pero tenía un largo pasillo que desembocaba en la sala de estar y alrededor de ella estaban las tres habitaciones, la cocina y un baño; en el cual seguía la bañera grande, que sus padres cambiaron cuando los chiquillos fueron creciendo. Su madre nunca quiso poner un plato de ducha, a pesar de que para ella hubiera sido mucho más cómodo, pero no soportaba las obras en la casa.
   Las hermanas entraron en la cocina: Irene sacó de una bolsa una fiambrera llena de comida y varios pastelitos, con intención de comer en la casa cuando llegase la hora. De esa manera podían relajarse y no importaba si se retrasaban hablando y mirando lo que a Irene tanto le desasosegaba aquellos días. Desde que apareciera el dichoso mensajero con el cuadro de las anémonas y todo lo sucedido posteriormente.               
   Pasaron a la sala, lo primero que hicieron fue examinar el cuadro, ninguna de las dos entendía por qué aquel cuadro se lo habían enviado a su madre, no era muy dada a poner cuadros en las paredes y la pintura de paisajes marinos no era la más apreciada por ella.
   Pero aquella curiosidad primera de Irene se había convertido en obsesión. Parecía desear encontrar algo comprometedor, para culpar a su madre de cualquier desliz.
   –Por mucho que le estoy dando vueltas al cuadro, a las anémonas y a todo lo que conlleva, cada día lo entiendo menos, igual tú me sacas de alguna duda –decía Irene.
   –Todo esto es un poco raro, pero nosotras no tenemos por qué criticar la vida que hizo mamá antes de casarse, ni después de enviudar. Ella no llevó una vida fácil y aunque a ti te pareciera demasiado rígida, fue una buena mujer que luchó por su familia, y no creo que hiciera nada inconveniente.  
   Irene sacó de otra bolsa un paquete de jamón y una botella de vino que acababa de comprar. Aquel estupendo vino Pesquera que casualmente encontró en la casa. La casa que era de su familia y que tendrían que poner a la venta.
   ¿Para quién compraría su madre aquella botella de vino tan especial? Ella no recordaba haberlo visto nunca allí. ¿A quién estaría esperando? Tampoco recordaba mucho de sus padres juntos y felices, solo veía malas caras y muchas discusiones, por eso y por la maldita puerta del portal, no recordaba la casa con ninguna simpatía. Sacó un platito y un par de copas del armario e invitó a su hermana a tomar un refrigerio, mientras, tranquilamente le podía contar cosas de sus padres. Se sentaron en el sofá junto a la mesa baja de la sala y la hermana de Irene comenzó a hablar:
   –Yo recuerdo como si fuera hoy el día que tú naciste, eras preciosa. Papá y mamá estaban que no cabían en sí de gozo, cuando llegó mamá del hospital yo también estaba encantada, ya tenía una hermanita con quien jugar. El único que estaba un poco enfadado era nuestro hermano, estaba un poco celosillo porque  tú venías a quitarle el protagonismo, pero se le pasó muy pronto y después ha sido contigo lo mejor, solo había que ver como te protegía en todas partes.      
   –Sí, ya sé que mi hermano nos adora, porque tú también nos protegías a los dos. Aunque yo creo, que siempre echó de menos un hermano.
   –Sí, yo creo lo mismo; entonces esta casa era un remanso de paz y felicidad, aunque teníamos que cambiar de domicilio y de ciudad cada poco. Nosotros no lo notábamos demasiado pero mamá en ese aspecto si estaba un poco cansada. Cuando te pillaste el dedo con la puerta estábamos de vacaciones, todos lo pasamos un poco mal y mamá más que nadie, claro que tú fuiste la más afectada. Poco tiempo después volvimos a Oviedo.
   Al principio de nuestra llegada todo fue como la seda, mamá se hizo amiga de la vecina (que estaba casada) y solíamos salir juntos de paseo y de compras, era una chica muy buena y nos ayudó bastante.
   Los días de fiesta salían con otra pareja y después de la misa nos juntábamos en un bar, y entre risas y buena armonía tomaban una botellita de sidra con algún aperitivo.            
   –Sí, de algo ya me acuerdo pero hasta que volvimos aquí, no recuerdo casi nada; está todo en mi cabeza como en una nebulosa.
   Las chicas seguían hablando, mientras seguían sacando los cajones de los armarios, ahora los vaciaron de ropa y buscaron en los espacios huecos que quedaban entre el cajón y el armario. La hermana de Irene recordaba haber visto a su padre cómo alguna vez sacaba de allí alguna cosa, parecía una postal, o quizá una fotografía. Aunque no había vuelto a acordarse ahora lo volvía a recordar, al ver todo el jaleo que estaban montando en la casa, como si fueran dos espías o dos ladronas.
   Se acercaron a la librería, allí había unos cuantos libros. Irene ya los había repasado uno por uno por si encontraba “algo”, pero todo fue inútil. Ahora tomó uno al azar, era un libro de poemas del poeta Blas de Otero, lo abrió sin mirar la página y leyó en alta voz:  
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada;
si he segado las sombras del silencio,
me queda la palabra.
   Cuando más tranquilas estaban, el teléfono repiqueteó sobresaltándolas. Irene se levantó para coger el auricular un poco molesta por la interrupción.              
   –Sí, hola, ¿quién es?, dijo pulsando el botón de manos libres.
   Del otro lado, alguien colgó el auricular inmediatamente.
   Las chicas volvían a repasar los discos, libros y cajones del armario de la sala. Allí estaban también la vajilla y la cristalería que ellos regalaron a su madre hacía mucho tiempo por su cumpleaños. Tenía mucha ropa de cocina: mantelerías, servilletas etc. Que solo usaban cuando se juntaban por Navidad o cuando llegaban los nietos el día grande de las fiestas de Agosto. Irene se preguntaba en voz alta:                  
   –¡Madre de Dios! ¿Para quién compraría esta mujer todo esto?
   –Ya veo que no lo habías tocado, pero…
   Irene iba a contestar, cuando el teléfono sonó de nuevo.              
   –¡Vaya!, espero que esta vez  no se hayan equivocado –dijo la hermana.
   El teléfono seguía sonando, hasta que Irene lo descolgó y contestó:
   –Sí, a ver, ¿quién es?       
   Del otro lado del auricular decía una voz masculina:
   –Hola Irene, soy Carlos Posada, mañana voy a tu ciudad y me gustaría hablar contigo de este pequeño problema que nos han buscado. Voy a trabajar allí el lunes y a lo mejor tengo que estar algún día más.
   –¿Por qué dices pequeño problema? ¿Es que hay problema, acaso?
   –No lo sé, espero que no. No te preocupes ya hablaremos mañana.
   –Me dejas en ascuas; mañana estará mi hermana mayor conmigo, espero que no te importe.
   –No, no me importa, me encantará conoceros a las dos.      
   –Bien, pues ya sabes la dirección, apunta mi número de móvil y llámame cuando llegues.
   –Así lo haré, que duermas bien y hasta mañana.        
   Irene se entretuvo en dar el número del teléfono móvil a su interlocutor, mientras la hermana le miraba con sorpresa al ver su cara de preocupación.
   –¿Quién era?, preguntaba la hermana de Irene.               
   –Era Carlos, el hijo del señor de las anémonas, me ha dicho que vendrá mañana a conocernos, ¿qué te parece?  
   –No lo sé, repito que todo esto me parece un poco raro, a lo mejor ya nos conocemos.
   –No lo creo, por la voz me parece un hombre joven.
   Las dos hermanas seguían revisando y limpiando cajones; mientras comentaban, a quién llamarían para la limpieza del piso y qué harían con algunas prendas de su madre, que ella conservaba “por si acaso”.                   
   La hermana de Irene comentaba:
   –Mamá repetía mil veces, que todo el mundo vivíamos al día y derrochábamos sin pensar en el porvenir, últimamente decía: <<Si hubieran pensado en ello y hubieran ahorrado un poco más, no tendrían tantos problemas>>. Ella en aquellos años de casada no era de las que compraban sin “ton ni son”. Tenía tres hijos y tuvo que mirar bien la peseta. No solían ir a comer ni cenar a ningún restaurante, decía que estaba cansada de viajar y de comer fuera de casa por obligación, como cuando estuvo en el hospital de Oviedo con una pierna rota, durante un par de semanas. Entonces todavía éramos pequeños y gracias a la vecina, que nos echaba una mano todos los días, ella pudo estar más tranquila.
   Después de revolver los cajones en los armarios sin encontrar nada raro, fueron a la cocina, calentaron la comida en el microondas y luego de comer dijo Irene:
   –¿No te parece que ya llevamos aquí demasiado tiempo?, estaría bien que fuéramos a la cafetería,  tomaremos un cafecito y una copa de whisky, celebraremos que estamos juntas y a la tarde iremos al cine. Creo que hoy ponen una buena película en la sala de mi barrio. Así a la noche no tendremos que desplazarnos demasiado, no me apetece andar mucho por esas calles.
   –Vale, a mi tampoco me hace gracia acostarme tarde, entre unas cosas y otras, al final, acaba una para el arrastre, ¿te ha dicho Carlos, más o menos, a la hora que llegará?
   –No, no sabía si podría salir pronto de Oviedo, pero creía que para la hora de comer ya estaría aquí, de todas maneras me llamará cuando llegue.       
   –Bien, pues sería conveniente buscar algún sitio dónde podamos comer los tres, supongo que no se negará a que le invitemos.                  
   –Ya lo pensaremos más tarde, ahora vamos a la cafetería, tengo ganas de tomar mi whiskycito.
   Las dos hermanas recogieron la cocina, cogieron la maleta y sus otras cosas y salieron de la casa. Irene dio un suspiro de alivio al salir por la puerta de la calle, tomó a su hermana del brazo para alejarse de allí lo antes posible y dijo:                        
   –Si fuera por mí, no volvería nunca más.
   –Pues tendremos que volver cuando se venda el piso.
   Irene arrugó el ceño y comenzó a caminar deprisa. De pronto se detuvo y dijo: 
   ¿Tú crees que mamá tuvo algo que ver con Ignacio Posada?, ella criticaba mucho nuestra manera de vivir y no quiero imaginar... aunque ahora recuerdo algo que leí hace tiempo: <<Es más noble engañarse una vez que desconfiar siempre>>.
   El domingo, Carlos Posada llegaba a aquella ciudad en la que había estado muy pocas veces, no conocía demasiado las calles, pero gracias al G P S llegaba sin ningún problema. Su padre decía  que cualquier día  los coches no necesitarían conductor, y le hacía mucha gracia aquel aparato que hablaba y dónde quiera que fueras te guiaba sin ninguna duda. Aparcó el coche y se dispuso a buscar el número de la casa. Irene y su hermana deberían estar esperando, les había llamado por el teléfono móvil antes de bajarse del coche y aquí estaba, nervioso como un flan, sin saber lo que encontraría.
   Fue Irene quién llamó por teléfono la primera vez, parecía que aquella chica tenía mucho interés en saber quién era su padre y por qué enviaba aquel cuadro desde Oviedo. Pero él no tenía la menor idea y, sobre todo, ¡era tan absurdo que su padre hubiera pintado un paisaje marino, cuando su madre se lo había pedido tantas veces y nunca le dio ese gusto! Pensando en ello pulsó el timbre del portero automático, una voz femenina contestó desde el telefonillo de arriba y le abrió la puerta de la calle. Carlos entró y subió en el ascensor. Una chica morena de larga melena lo esperaba en el umbral de la puerta.           
   –Hola, soy Carlos –dijo tendiéndole la mano–, supongo que serás Irene.      
   –Sí –dijo ésta–, supongo que tú serás Carlos Posada, bienvenido a nuestra casa –pasaron a la sala y se sentaron, Irene siguió diciendo–, iré a buscar a mi hermana para que te conozca y traeré algo para picar, después del viaje estarás cansado y seguro que te apetece tomar algo.
   Salió de la sala y fue a buscar a su hermana, ésta no había oído el timbre y no conocía la llegada de Carlos, al darle la noticia Irene dijo:            
   –Es un chico muy guapo, alto y más joven que yo. Me recuerda mucho a alguien, aunque en este momento me es imposible saber a quién.
   El chico un poco turbado reparó en el cuadro y se levantó para verlo. No cabía duda de que el cuadro había sido pintado por su padre, él conocía bien su firma y cualquier trazo o pincelada de aquella mano que tanto le había acariciado y que tanto quería, pero… ¿a qué venían aquellas anémonas azules?
   Enseguida aparecieron las hermanas con una bandeja de jamón, una botella de vino y tres copas. El chico fue a su encuentro a saludar a la hermana de Irene, ésta no pudo evitar un gesto de sorpresa al verle y le preguntó si se habían visto alguna vez, parecía conocerle de algo.
   El chico reconoció haber estado en aquella ciudad pero nunca en aquella calle, y no recordaba haber visto a ninguna de ellas.   
   –Puede que nos recuerdes a tu padre, aunque hace ya muchos años que estuvimos en Asturias –dijo la hermana de Irene.
   –Sí, es muy probable, mi hermana que es un poco mayor que yo, igual lo recuerda mejor, ¿has visto el cuadro? –comentó Irene.      
   –Lo he visto un poco por encima y no tengo ninguna duda de que es de mi padre. Normalmente pintaba retratos y me pregunto el porqué de unas anémonas y un paisaje marino. ¡Creo, que ya nunca podremos saberlo! ¿No habéis vuelto por Oviedo? –preguntó Carlos.
   –No, nosotras no hemos vuelto, pero creemos que mamá sí ha estado por lo menos un par de veces después de enviudar, aunque no nos dijo nada sobre ello pero hemos encontrado un par de billetes de autobús, uno del año 2006 y otro del año 2008. Nunca nos pidió opinión ni nos dio explicaciones, ella era así, no nos tenía en cuenta para ciertas cosas. Se bastaba y se sobraba, según nos decía, así que ya no le preguntábamos nada sobre esos particulares. Vamos a traer el cuadro para que lo veas más detenidamente, a lo mejor tú encuentras algo que nosotras hemos pasado por alto. Aunque yo lo he mirado muchas veces y me he preguntado el porqué de un paisaje marino, mamá no era muy aficionada al mar, le gustaban más los paisajes y temas campestres, ella era de un pueblo, hija de campesinos –decía Irene.        
   Cogieron el cuadro, lo examinaron con atención y por ningún sitio se veía nada anormal, todo estaba en su sitio. Volvieron a dejarlo en el mismo lugar y siguieron hablando de cuestiones más banales. Carlos les contaba, que había vivido con sus padres en la antigua casa que fue de sus abuelos. Su madre falleció hacía unos años, después estuvo con su padre y probablemente, allí seguiría viviendo siempre. Contaba también, cómo su trabajo le había llevado algunas veces a aquella ciudad, siempre había comido en el mismo restaurante (por cierto muy bien) y después de acabado el trabajo había vuelto a su casa.       
   –Hablando de comida, ¿recuerdas el restaurante en el que comías aquí y en la calle que estaba?, pensábamos invitarte y nos da lo mismo que sea en un sitio que en otro, espero que aceptes –decía Irene.  
   –Acepto encantado si soy yo quién paga, pensaba invitaros pero os habéis adelantado –decía Carlos.
   –Está bien, pero no te preocupes por pagar, por eso no vamos a reñir –volvió a decir Irene bromeando.
   –He alquilado una habitación en el hotel para tres días, mañana tendré que trabajar aquí y me quedaré otros dos días más. Me gustaría hablar con vosotras y conoceros un poco más, espero que no os importe. No hace mucho, mi padre me contaba anécdotas de cuando salía con mi madre y otras dos parejas más los días de fiesta, y tomaban un aperitivo en un bar cerca de la catedral. A veces comentaba cosas de unos niños de aquí, que debíais ser vosotros, ¿tenéis otro hermano más? –preguntó Carlos.
   –Sí, ahora vive en otra ciudad, encontró novia y trabajo y allí se quedó –decía Irene.
   –Bien, pues andando, a ver si doy con el restaurante a la primera, iremos en mi coche, pondré otra vez el navegador y llegaremos enseguida.
    Llegaron al restaurante, a pesar de que no eran muchas las veces que Carlos había estado allí, era reconocido por los camareros. Uno de ellos les invitó a sentarse, les sacó la carta y preguntó por el vino que deseaban, al poco rato llegó con el vino y recogió la nota de la comida.            
   –Me parece que vamos a comer estupendamente, este restaurante es famoso por su bacalao al pil-pil y por su pescado, también he oído hablar de sus chuletones y sus postres, aunque yo nunca he comido aquí –dijo Irene.        
   –Sí, seguro que comeremos bien ¿Qué os parece si volvemos a cenar mañana?, pediremos una mesa en un sitio reservado donde no haya ruido, tengo algo importante que deciros –dijo Carlos.
   –Ya empezamos con misterios, nos vas a dejar con las ganas de saberlo, mi hermana quería marchar lo antes posible y hubiera sido mejor que no nos hubieras adelantado nada –decía Irene.
   –Es una forma de que aceptéis, si no, a lo mejor no os vuelvo a ver –dijo Carlos.
   –Está bien, me puedo quedar un poco más, mi familia se arreglará sin mí un día más –dijo la hermana de Irene.
   –Bien, pues no se hable más, mañana os recogeré a las siete para que luego no se nos haga demasiado tarde –dijo Carlos.
   El restaurante estaba a rebosar, era un día de fiesta y a todo el mundo le apetecía pasarlo bien, una pareja de jóvenes reía a carcajadas y Carlos en aquel momento recordaba su niñez y, sobre todo, su adolescencia. Tenía la sensación de que había pasado un siglo, días y días demasiado largos, recordaba haberse encontrado convertido en una piltrafa en aquella clínica de desintoxicación, sentía sobre sus hombros dos manos fuertes que lo sujetaban firmemente y alguien le decía: <<Tienes que luchar por la vida>>. La vida: ¿Qué encantos podía tener la vida para él?, joven sin juventud, envejecido de alma y niño de cuerpo.  ¿Valía la pena vivir así? Y en ese mismo momento decidió cambiar de vida.
   La voz de Irene lo sacó de su ensimismamiento, al preguntar:
   –¿Estás bien, Carlos? 
   Carlos reaccionó y como si fuera una mala pesadilla contestó:        
   –Sí, sí, ha sido un momento, creo que me he quedado un poco traspuesto, ha debido ser el madrugón. 
   Comieron y hablaron sin comentar nada de lo que Carlos había mencionado. Irene no quería recordar la muerte de su madre, ni el cuadro, ni todo lo que vino detrás. Estaban comiendo con alguien que prácticamente no conocían y que podía desvelar algún secreto que a ellas les podía hacer daño. Pero era preferible conocer la verdad, si alguien la sabía y quería desvelarla.
   Veía a su hermana que le miraba con seriedad (seguramente estaría pensando como ella) y a Carlos que les miraba a las dos con curiosidad, pero  hoy dejaría las preocupaciones, intentaría disfrutar de la comida y mañana sería otro día.
   Terminaron de comer con la alegría de haberse conocido y un poco inquietos por lo que les deparase el siguiente día, parecía que los tres tenían algo importante que decir y ninguno de ellos se decidía, por si les hacía daño a los otros. A los postres Carlos pidió la cuenta, café para los tres, una botella de cava y propuso:              
   –Me gustaría brindar por nuestro encuentro, papá me hablaba bastante de vosotros, creo que os apreciaba mucho, pero no me encaja nada el paisaje que pintó en ese cuadro. Tampoco sabemos si lo encargó y pago vuestra madre, o lo hizo él por su cuenta y riesgo para regalárselo, porque yo no he encontrado ninguna factura ni ningún pago que se refiera a dicho cuadro.    
   –Nos estamos preocupando demasiado, por nada, ¡que más nos da lo que haya podido pasar entre ellos, si los dos eran libres! –dijo la hermana de Irene.               
   –Pues a mí, sí me gustaría saber si hay algo detrás, ella era muy severa con nosotras. Con nuestro hermano era más permisiva pero a nosotras no nos pasaba ni una, a pesar de lo que los tiempos han cambiado –decía Irene.
   –Bueno, ya os he dicho que mañana tengo que deciros algo importante, a lo mejor nos llevamos una grata sorpresa –dijo Carlos.
   –Bien, pues no pasemos más tiempo cavilando, salgamos de aquí; hace un hermoso día y podemos aprovecharlo, vamos donde mejor os parezca –decía la hermana de Irene.                                               
   –¿Qué planes tienes para esta tarde, Carlos?, si quieres podemos visitar los museos o pasear por el casco viejo, o dar una vuelta para que conozcas mejor nuestra ciudad –decía Irene.
   –No quisiera molestaros ya me habéis aguantado bastante, pero sí me gustaría conocer un poco más la ciudad, tiene unos edificios preciosos. Los museos ya los conozco, aunque claro, depende también de las exposiciones que haya –decía Carlos.
    –Bien, pues no se hable más y vámonos, que la calle es nuestra –dijo Irene.
Pasaron la tarde tranquilamente comentando la belleza de la ciudad y de sus edificios, descansando de vez en cuando en cualquier parque o tomando un refresco en algún bar. Carlos estaba encantado de la compañía que llevaba, pero estaba un poco cansado y decidió ir a su hotel para cenar y pasar la noche.   
   Al día siguiente a las siete de la tarde volvió a buscar a las hermanas, ya le estaban esperando y sin más tardanza pusieron rumbo al restaurante. El día no era muy propicio para las salidas, llovía y hacía frío y en el restaurante había poca gente. El camarero les dio una mesa separada de las demás y estaban casi solos. Tomaron una cena ligerita y cuando acabaron los postres, Carlos comenzó a hablar.
   –Bien chicas, ha llegado el momento de la verdad. Ayer no quise deciros nada, quería conoceros un poco mejor, para saber si era conveniente hablar del tema que nos va a ocupar el resto del tiempo que estemos aquí. Veréis hace pocos días limpiando la habitación de papá, encontré una carta para vuestra madre, supongo que pensaba enviarla con el cuadro pero como sabéis, no le dio tiempo.
   Después de todo lo que ha pasado, he preferido entregarla yo. Creo que sois vosotras quien debe abrirla y conocer su contenido.
   Pero antes quería hablaros un poco de mi vida, me gustaría que supierais algo de lo que no me siento muy orgulloso, esto os dará una idea de cómo vivió papá.
   Carlos respiró hondo y comenzó a hablar:
   –Puede que esperéis una bonita historia, pero la vida no se detiene y todos somos victimas de nuestras propias debilidades.
   A los diez años, yo pasaba más tiempo en la calle con mis amigos que en casa, y no sabía por qué, algo me atormentaba. En casa se vivía bastante bien, mi padre trabajaba en una galería de arte y cuando acababa su jornada, iba a su estudio que tenía alquilado cerca de su lugar de trabajo.
   Mi madre se pasaba el tiempo entre su oficina y como ella decía, haciendo obras de caridad. Ninguno de los dos llegaba hasta bien entrada la tarde. Total: que yo me pasaba el tiempo en la calle, o solo en casa de la mañana a la noche.
   Los días de fiesta mi madre seguía con sus obras de caridad y mi padre se marchaba a su estudio. Un día  cuando yo tenía doce años, me di cuenta, de que mi madre se marchaba en un coche con algunos amigos, riendo a carcajadas y comportándose de una forma frívola y descarada. Les vi varias veces más y ya no tuve que preguntar nada, fue una gran bofetada que me explotó en plena cara. Dejé la casa y fui al estudio a contárselo a mi padre: pensaba decírselo todo pero enseguida me di cuenta de que mi padre lo sabía y estaba tan resignado, que prefería cerrar los ojos y fingir que no pasaba nada. Fue entonces cuando me refugie más que nunca en mis amigos y lo único que supe fue llorar. Ese día por primera vez, un amigo me dio a probar un porro. Dicen por ahí que los porros no crean adicción y yo digo que están equivocados. Al principio no me gustaba pero poco a poco fui habituándome y a los quince años estaba tan enganchado, que no pude disimularlo más y mi padre se dio cuenta.
   Ahí ya no pudo cerrar los ojos e intentó por todos los medios ayudarme. Lo primero que hizo fue llevarme a un psiquiatra. Yo, ya no quería ocultar nada y allí lo dije todo, desde el principio hasta el fin. El psiquiatra creyó que un trato comprensivo y cariñoso, junto con la abstinencia sería una buena terapia, pero no fue suficiente. Yo ya estaba enganchado y al final tuvieron que ingresarme en una clínica de desintoxicación.
   Mi padre se preocupó mucho por mí, pero mi madre que se había ido de casa hacía un año, ni se enteró. Andaba con sus cosas y ya no hacía falta fingir, todos sabíamos lo que pasaba.
   A los dos años yo salí rehabilitado de aquel hospital y mi madre volvió a casa. Decía que lo sabía todo y venía a cuidarme. Yo me rebelé, pero mi padre le perdonó y poco a poco volvieron las aguas a su cauce.
   Cuando ya parecíamos una familia feliz mi madre se puso muy enferma, entonces fui yo quien se volcó con ella y me prometí dejar por siempre jamás, mi adicción. Gracias a los médicos, a mi padre y a mi fuerza de voluntad pude seguir estudiando. Cuando acabé la carrera mi madre falleció y nosotros nos quedamos en la casa, mi padre seguía pintando y yo le acompañaba al estudio, él me enseñaba a pintar y yo procuraba aprender sus enseñanzas, aunque nunca aprendí todo lo que él sabía.
   Cuando mi padre enfermó y más tarde falleció, me quedé demasiado solo, hubiera bastado muy poco para recaer en mi adicción, pero volví al psiquiatra, el me ayudó de nuevo y se lo agradezco de todo corazón. Ahora ya sabéis un poco lo que ha sido nuestra vida. Gracias por no interrumpirme, no sé si hubiera sido capaz de continuar. Espero que no seáis demasiado críticas conmigo.
   –No te preocupes, cada cual dará cuenta de sus culpas, y el que esté libre de ellas que tire la primera piedra –decía Irene.
   –¿Era muy guapa tu madre? –decía la hermana de Irene.
   –Sí, ella era muy guapa, eso decían todos –dijo Carlos.   
   –Decía mamá que una de aquellas amigas era guapísima, supongo que sería tu madre. Pero la nuestra la tenía un poco de antipatía. Aunque yo no me acuerdo de casi nada –volvió a decir Irene.
   –Ya –decía la hermana de Irene–, yo también tengo todo aquello un poco confuso, han pasado muchos años, pero recuerdo cómo papá miraba a una de las señoras que se reunían con ellos en el bar. Era una chica joven muy guapa, yo creo que su marido (que estaba enamoradísimo de ella), tenía que llevarle unos cuantos años. Mamá empezó a mosquearse y le reprochaba a papá aquellas miradas. Papá se defendía y decía que no era verdad y que aquella tontería eran celos, pero cuando papá estaba con la chica no podía evitar mirarla con un poco de lascivia. La chica que era muy simpática, no sé si se daba cuenta, pero no le hacía ascos a papá; era más joven y mucho más atractivo que su marido.
   Mamá que ya estaba muy enfadada con él, dejó de ir a misa a la catedral y nos llevaba a la capilla del colegio, que era de religiosos. Y en vez de ir al bar dábamos un paseo por el parque, todo esto sin papá.
   La gota que colmó el vaso, fue un día de verano que quedaron las tres parejas para ir a la playa hasta Gijón. Fuimos en coches, cuando llegamos a Gijón, nosotros nos bajamos cerca de la playa y los hombres que llevaban los coches se fueron a aparcar, al entrar en la arena todos nos quitamos nuestras ropas, debajo teníamos el bañador, menos la rubia, que fue a un baño a cambiarse. Al poco rato volvían los tres hombres que acababan de aparcar los coches. Papá llegaba un poco más atrás que sus amigos que venían hablando. En el momento que papá pasaba por el baño en el que se cambiaba la señora rubia, ella salía con su bañador y sus chancletas puestas, le sonrió a papá y éste le dio una palmadita en el hombro.
   Mamá que ya estaba más que harta se enfadó mucho con él, nos cogió a nosotros y nos fuimos de aquel sitio, al rato vinieron los otros amigos y le convencieron para volver, pero ya no fue lo mismo.
   A la hora de comer, tenían la intención de ir todos juntos a un bar, pero todo se torció. Mamá dijo que no se encontraba bien y nosotros volvimos a Oviedo, los demás se quedaron en la playa.
   Luego en casa tuvieron una gran discusión y a los pocos días, mamá hizo las maletas y nos trajo otra vez a esta casa. Papá se quedó allí, dijo que no podía venir porque tenía que cumplir con su trabajo y nosotros vinimos en autobús.
   Creo que a papá no le importó demasiado que nos marcháramos. Al poco tiempo mamá se enteró (no sé cómo), que papá había estado con la rubia de vacaciones.
   Después de las vacaciones volvieron a Oviedo y ella fue a su casa como si nada hubiera pasado. Su marido que ya estaba enterado de todo, la perdonó y le acogió en su casa. Papá volvió aquí al año siguiente y ya no se marcho, pero mamá aunque lo acogió en casa no le perdonó a papá. Cambió la cama de matrimonio por dos camitas pequeñas (dijo que eran mas cómodas) y dormían separados en su cuarto para que nosotros no nos enteráramos de nada. Creo que aquel matrimonio estaba ya más que roto.
   –Perdonad que mi relato haya sido tan largo, ya no me acordaba de vuestra carta –decía Carlos.
   –Tienes razón, ya casi la habíamos olvidado, tu historia ha sido muy conmovedora –decía Irene.
Carlos entregó la carta a Irene, ésta rasgó el sobre y apareció un papel de color azul escrito con letra grande, bien trazada y muy clara.
   La carta decía así:
   Apreciada Anunciación: Supongo que estarás bien y seguirás tan activa como siempre. Ya sé que no te gustaba que te llamáramos así, decías que era un nombre demasiado largo y demasiado serio.
   ¿Recuerdas la alegría que tuvimos el día que nos encontramos paseando frente a la catedral?, me contaste que venías de excursión con unas amigas, que ellas se fueron a Covadonga a ver a la Santina, y tú preferiste quedarte aquí para recordar tu casa y los viejos tiempos. Fue una gran casualidad aquel encuentro y me alegré inmensamente por ello. Me preguntaste por mi esposa ya fallecida, y te agradecí que la hubieras recordado, porque sé que no comulgabas demasiado con ella; tú eras demasiado seria y ella demasiado alocada y casquivana, como tú decías.
   Esta carta que yo te envío, junto con ese cuadro, también es demasiado seria, y enseguida lo comprenderás.
   Pues verás: cuando te dije que quería regalarte un cuadro, yo te dejé el número de mi teléfono por si volvías y tú me dejaste tu dirección por si me animaba a mandártelo. Pues bien: ya ha llegado el día. Hoy después de hacerme mil preguntas lo he embalado y lo tengo dispuesto para su envío, solo tengo que escribir esta carta y llevarlo a la oficina de mensajería y a correos, espero que te llegue enseguida. No tendrás que pagar nada, es un regalo que yo quiero hacerte.
   Tú como yo sabíamos lo que era mi esposa. Cuando te fuiste de aquí, ella me dijo que se iba unos días donde su madre, yo no tenía por qué dudarlo y así lo creí, al mismo tiempo tu marido dejó de acudir a nuestras citas de amigos, pero yo no tenía por qué sospechar nada malo. Un día quise dar a mi mujer una sorpresa y se me ocurrió llamar a la casa de su madre. El sorprendido fui yo, me dijo que su hija le había mandado una postal desde Benidorm. A las dos semanas volvió, entonces apareció también tu marido. Venía muy moreno, nos dijo que había estado con vosotros, pero luego supimos que alguien de aquí, les había visto paseando por la playa de Benidorm.
   Al mes siguiente supimos que íbamos a ser padres y la noticia nos impactó, llevábamos mucho tiempo casados y ahora, nos venía un niño que ni siquiera habíamos buscado. El niño nació sano y todo fue muy bien, aquello nos unió más, hasta que el niño empezó a ir a la escuela. Ella empezó a alejarse de todos sus deberes y a salir sin tener en cuenta ni a mí ni al niño. 
   Poco tiempo después fui a hacerme una prueba médica, todo salió muy bien, pero me dieron una noticia que me llegó al alma. Me refugié en mi trabajo y en mi pintura y desde entonces todo fue de mal en peor. Mi hijo cayó en la droga, mi mujer andaba con cualquiera, y yo no sabía a quien acudir. Al final llevé a mi hijo a un psiquiatra, yo lo necesitaba tanto como él y nos ayudó a los dos.
   Poco a poco fuimos saliendo del atolladero, yo me repuse, mi hijo dejó la droga y mi mujer volvió; pero ya venía enferma y no duro mucho. Y ya ves, aquí me encuentro confesándome con una antigua amiga a la que hace mucho tiempo que no veo. ¿Sabes cuál era la noticia que me dio el médico?, me dijo: <<Enhorabuena señor, está todo muy bien, menos una cosa; es usted estéril. Por si no lo sabía, nunca podrá ser padre>>. Entonces me acordé de las vacaciones de mi esposa y de la ausencia de mi amigo, que aquellos días no acudía a nuestras citas del grupo. Pero el regalo que me dejaron era demasiado importante para odiarlos.
   ¿Cuál de los dos fue culpable? De enfocar el tema con justicia, pienso como Don Quijote: <<Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia>>.
   Pero tú tenías razón cuando decías: fuimos dos pececillos, atrapados por dos deslumbrantes y venenosas anémonas llenas de tentáculos, en un mar del que no quisimos, ni pudimos escapar.
   De ahí y por eso, las anémonas azules, espero que te guste.
   Tu amigo de siempre
                      Ignacio Posada
   Los tres se miraron asombrados, era una noticia de verdad impactante e inesperada. Ahora las chicas ya sabían a quién se parecía Carlos Posada, solo faltaban las pruebas de ADN.