viernes, 10 de junio de 2016

UN RELATO LLENO DE PEQUEÑAS HISTORIAS



La niña de los Femia colgaba los pantalones mojados, en una cuerda en el patio de la casa. Su madre Carlota la miraba desde la ventana con satisfacción. Habían pasado unos años separadas mientras la niña estudiaba y ahora que ya tenía su carrera y su trabajo, debía pasar muchas horas en una oficina y volvía a casa solo para cenar y dormir. Los sábados (que trabajaba hasta las dos) y los días de fiesta, comía en casa y hoy sábado su hija volvía del trabajo para comer con su familia. Ya no era la niña de hacía unos años, seguía tan bonita, educada y cariñosa como siempre, pero tenía su propia vida, y aunque la madre no quisiera que pasaran los años, la chiquilla debía seguir su camino. Una vez acabada la labor, la chica preguntaba:
–¿Ha vuelto Carlos, mamá?
Su madre abrió la ventana de la casa y contestó:
–Ha dicho esta mañana que vendrá más tarde, espero que no se retrase mucho.
La chica subía la escalera de la casa, al tiempo que su padre entraba con su bicicleta por la puerta del patio, llevaba los bajos de los pantalones sucios de barro, arremangados y cogidos con dos pinzas de colgar la ropa.
–Hola hija, ¿qué tal te ha ido la mañana? –dijo el padre al encontrarse con ella–. ¿Ha llegado Carlos? Acabo de oír en la radio que ha habido un accidente en esta dichosa carretera, ¿tú has visto algo?
 –¡Vaya pinta que traes papá! Cuando yo venía, he visto allí a la policía, no se lo digas a mamá y no te preocupes. Mi hermano hoy pensaba venir más tarde. Con lo que ha llovido, entre una cosa y otra, es fácil que le haya cogido el atasco en la carretera, seguro que vendrá enseguida –contestó su hija.
–¡Vaya que si ha llovido!, he tenido que refugiarme en un bar en el pueblo de abajo.
–¡Esa bicicleta mejor la guardabas, cualquier día nos puede dar un disgusto! –decía la madre a su marido desde la cocina–. Cuando queráis, podéis venir a comer.
–No te preocupes mamá, papá está acostumbrado y es muy responsable, pero ya vamos a comer que hoy tengo que volver a la oficina, he dejado un pequeño trabajito sin hacer, ¡ah, mamá! mañana no me esperes he quedado con Luis para cenar, igual llego un poco tarde.
Los tres se disponían a comer cuando una llamada de teléfono les sobresaltó: –Sí, sí, ahora mismo vamos –decía la chica colgando el teléfono–. Papá, mamá, Carlos está en el hospital, han dicho que no nos asustemos, tiene una pierna rota, tendrán que operarlo, pero no es grave.
–¡Madre mía, espero que así sea! –decía el padre.
 –¡Dios mío que desgracia! –decía la madre.
 –Vamos, vamos, tranquilos, no os preocupéis, ya le vamos a ver dentro de un rato –decía la chica.
Entraron en el garaje, montaron en el coche y salieron carretera adelante, camino del hospital. No habían andado mucho, cuando encontraron a la orilla de la carretera, los coches accidentados y bastante deteriorados, algunas piezas de ellos y cantidad de cristales rotos; uno de los coches era el de Carlos. La chica paró el coche, pero la policía se encontraba regulando el tráfico y les hacía señales para que siguieran, ella se acercó a uno de los guardias, le dijo que uno de los coches era el de su hermano y querían saber lo que había pasado.
–Señorita, será mejor que vayan al hospital, su hermano les contará lo que ha pasado y se alegrará de verlos, del coche ya se encargarán luego –dijo el guardia.
Llegaron al hospital, Carlos estaba en el quirófano, los médicos les contaron que tenía una pierna rota, pero había tenido mucha suerte, no tenía ningún otro golpe y parecía un milagro, en unas horas podrían verlo y quizá fuera pronto a casa.
La familia dio las gracias a los médicos, y esperaron hasta que el accidentado saliera de la operación. Pasado un tiempo (que se les hizo eterno), sacaron al chico en la camilla camino de la habitación y allí fueron los tres rápidamente.
A los pocos días Carlos ya estaba en casa con sus muletas, pero tendría que hacer reposo unos días y tener paciencia, después poco a poco con rehabilitación quedaría bien. La madre cuidaba y mimaba a su hijo como si fuera un niño; y con el cuidado de todos, Carlos estaba trabajando a los pocos meses, como si nada hubiera pasado (después de comprar un nuevo coche y un piso en la ciudad). El coche accidentado que quedó para la chatarra, se encargó de recogerlo una grúa y de llevarlo al desguace.
La chica iba y volvía de su trabajo como de costumbre y un buen día le dijo a su madre que ya estaba cansada de tanto viaje y quería ir a vivir con su novio a la ciudad, donde los dos tenían sus trabajos.
Carlota no le puso objeciones, sabía que un día u otro pasaría y aunque se puso un poco triste, se alegró por la muchacha. Ahora el matrimonio se iba a quedar muy solo, su hija era muy alegre y el tiempo que estaba en casa era como la luz en una noche oscura.
Y Carlota recordaba cuando ella, con su ya marido, salieron de su pueblo buscando una vida mejor. Llegaron a este pueblo y a esta casa: al principio vivían de renta, luego pensaron que con lo que pagaban de renta por ella, poco a poco podría ser suya, sacaron un dinerillo del banco y la compraron. Con los niños y todos los pagos, tuvieron que hacer muchos sacrificios, ellos no tuvieron viajes de vacaciones, ni comidas, ni cenas en restaurantes, no ganaban mucho y se conformaban con poco. Su marido trabajaba en la ciudad y con su bicicleta hacía todos los días el camino de ida y vuelta hasta que se jubiló.
El matrimonio Blasfemia (como les llamaban en el pueblo), iban y venían ahora como alma en pena, en poco tiempo se habían quedado solos. Lo que tenían que hacer no era mucho y estaban un poco aburridos. Aquel pueblo tenía dos bares, pero a Blas no le gustaban y no tenía ningún otro sitio donde distraerse; de vez en cuando iba con la bicicleta a la ciudad y compraba algunas cosas, otras veces iban a pasear por el campo y algunos días venían sus hijos, esa era su mayor y mejor distracción.
Hoy llueve y el matrimonio ha vuelto pronto a casa: después de comer se quedan un rato de sobremesa en la cocina y repasan su vida. Añoran a sus hijos y recuerdan su juventud, el día de su boda y el nacimiento de los niños. Lo mal que lo pasaron cuando éstos eran pequeños y se les detectó una enfermedad que podía haber sido peligrosa, pero a Dios gracias estaban curados; también el día que la niña se cayó y se rompió un brazo, <<esas cosas entre los niños son muy normales>> –dijeron los médicos.
Y se acuerdan de aquel día de la inundación: cayó una gran tormenta con granizo, el río subió como nunca lo había hecho, se metió en alguna casa y tuvieron algún destrozo, pero sobre todo, se llevó a un anciano que vivía en una casa cerca del río, el hombre apareció ahogado cerca de la casa, y ya no hubo remedio. O cuando un niño de la escuela tuvo meningitis, les dijeron que podía ser contagioso y todos en el pueblo pasaron unos días de preocupación, al final fue el único que lo pasó, todo salió bien y al chiquillo no le quedaron secuelas.
Pero cuando peor lo pasaron fue el día que una de las amigas, murió bajo las ruedas de un coche, cuando disfrutaba de un paseo con su marido y su niño: ellos iban por el paso de peatones, el conductor del coche tuvo un despiste y se metió encima de ellos, la madre al verlo venir empujo como pudo a su hijo para que el coche no lo tocara, pero a ella no le dio tiempo a escapar y fue arrollada.
Para todos, pero sobre todo para el padre y los niños fue una gran conmoción: vinieron los padres de la fallecida a ayudarles y estuvieron mucho tiempo sin salir de casa, todos los amigos acompañaban a la familia el mayor tiempo posible, pero al padre desde entonces le dio por ir a los bares y “no levantó cabeza”.
Luego se fueron todos a vivir al pueblo que les vio nacer, donde seguían viviendo los otros abuelos de los niños y sembrando las pocas tierras que todavía conservaban.
Unos años después supieron que los abuelos habían fallecido, el padre se había casado con una señora soltera y vivían todos en casa, pero los niños no la querían, el padre seguía con la bebida y tenían muchas discusiones. Al final el padre agobiado por todo, acabó suicidándose colgándose de una cuerda en el balcón de su casa. Para los chiquillos que ya eran más mayores fue otro gran golpe, la mujer se marchó y ellos se quedaron solos. Vendieron lo que les quedaba en el pueblo y volvieron otra vez al pueblo en el que habían vivido de pequeños, a buscar casa y trabajo. Los chavales eran un encanto y todos se alegraron mucho de verlos, les ofrecieron su ayuda y les arroparon en todo lo que necesitaron. 
Pero también hubo muchos días estupendos, como las primeras comuniones, las fiestas del pueblo y los cumpleaños, sobre todo los de los niños, que se juntaban todos los amigos para tomar chocolate y disfrutar de los dulces que siempre hacía alguna de las amigas. Y los domingos y días de fiesta pasaban las tardes con sus chiquillos, hablando, paseando o jugando a las cartas. Cuando hacía buen tiempo marchaban al campo, y con una radio se montaban un guateque, bailaban y merendaban todos juntos.
Una de las vecinas era muy simpática y graciosa, aún recuerdan el día que se conocieron; cuando esta vecina supo sus nombres, se partía de risa, bromeaba con ellos y decía: <<Ja, ja, ja, vuestros padres hubieran merecido un premio, seguro que se quedaron calvos pensando los nombres que os iban a poner; con esos apellidos, ¿cómo os pudieron llamar así? Menos mal que vuestros hijos tienen unos nombres bastante normalitos>>, y seguía riendo a carcajadas. Cantaba y bailaba ella sola a cualquier hora, y solía contar anécdotas o chistes tan malos como este: <<Mira chica, cuando yo llegué aquí, apenas tenía dos alpargatas rotas… ¡Y ahora tengo millones!, ¿y para qué quieres tantas alpargatas rotas?>>. O este otro: <<Desde que mi marido se fue, la casa está vacía ¿Tanto lo echas de menos? ¡No!, se llevó todos los muebles>>. Y ella sola se reía a grandes carcajadas, al final, todos acababan riendo como ella. También contaba una anécdota como ella la llamaba de “la alfombra voladora”: <<Yo conocía a una señora que vivía con su marido en el primer piso de una casa, no tenían hijos, su marido era mayor y estaba enfermo. Tenían dinero, una casa muy arregladita y en el salón con unos buenos muebles, destacaba una hermosa alfombra. Entonces no había aspiradoras y un día la señora, sacó su bonita alfombra, para ventilarla y sacudirla a una de las ventanas que daba a la carretera.
En aquel momento su marido la reclamó y ella fue en su ayuda: cuando hubo ayudado a su marido volvió para terminar de hacer el trabajo, pero la alfombra ya no estaba; no se veía por la calle ni se sabía lo que había pasado con ella. Una vecina de la casa de enfrente, había visto como la alfombra caía sobre un camión que pasaba por la carretera, llamó por teléfono a una amiga suya, que vivía en la misma casa que la dueña de la alfombra y todo se aclaró. Imaginaros la sorpresa del camionero cuando descubrió aquel estupendo hallazgo. Aunque la alegría no le duró mucho; la dueña de la alfombra indagó y enseguida apareció el camión, el camionero y el objeto de tanta algarabía. Al día siguiente venía en el periódico este titular con la noticia: ALFOMBRA VOLADORA. Y la verdad que fue una risa, me hubiera gustado tener ahora aquel trozo de papel>>.
Otras veces, con mucha guasa le solía decir a Blas: <<Oye, ¿no os han contado vuestros padres por qué os bautizaron con esos nombres? Tú te llamas Blas y tu hermana Eufemia, con el apellido Femia, ¿de verdad, no os parece gracioso y un poco de mala baba?>>. Y Blas con mucha paciencia le decía: <<Mira en mi casa había tres Blas Femia, yo me llamo como mi padre y mi abuelo y mi hermana se llama como la abuela, la madre de mi madre. Cuando yo tenía cinco años, un domingo en la misa el cura entre otras cosas, decía en su sermón: <<¡La blasfemia es un pecado y los que dicen blasfemias irán al infierno!>>. Yo que siempre había oído las palabras ‘Blas Femia’, fue con lo único que me quedé; pensativo y preocupado fui a casa y le pregunté a mi madre, ¿madre, por qué dice el cura que ‘blasfemia’ es un pecado?, ¿nosotros iremos al infierno?, mi madre se echó a reír y me dijo: <<Al infierno solo van los malos, nosotros somos buenos>>.
Y verás, ya estamos acostumbrados desde siempre a nuestros nombres y un poco a la guasa de la gente, Y la vecina seguía diciendo: <<Ya digo yo, que no se devanaron mucho los sesos, ¡anda que vaya pareja se juntaron!>>, al final con aquella mujer todos terminaban riendo.
Pero el tiempo va pasando y los Blasfemia ahora pueden disfrutar de su merecido descanso, después que sus hijos se fueron, las cosas están cambiando y este pueblo ha mejorado mucho. Han hecho nuevas carreteras y llegan autobuses para ir a la ciudad. Hay varias fábricas grandes, empresas pequeñas y ha venido mucha gente en busca de trabajo. Muchas parejas son jóvenes con niños y trabajan, cada uno anda a sus cosas y no tienen tiempo para nada. Hay un estupendo parque con árboles y jardines, nuevas escuelas, una guardería, muchas casas, incluso algunos rascacielos. También hay un supermercado, cine, muchos bares, un hotel-restaurante, tiendas, y pronto abrirán varios establecimientos más.
Parte de los antiguos vecinos ya no están, la nueva gente es mucho más aburrida, y muchas tardes el matrimonio toma el autobús para visitar a sus hijos y las pasan con ellos y sus cuatro nietos. 
EN ESTE ESCRITO HAY PEQUEÑAS HISTORIAS,  MEZCLADAS UNAS CON OTRAS .

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