viernes, 2 de mayo de 2014

ROBUSTIANO

Robustiano
Relatillos de un pueblo en ruinas

   CASAS  CASTRILLANAS
El señor Robustiano Lero era el hombre más rico del pueblo, tenía dos rebaños de ovejas y media docena de mulas, que necesitaba para arar y sembrar la mitad de las fincas del pueblo, que también eran suyas. También necesitaba a los dos pastores que trabajaban para él, y a los que pagaba “dos reales” como decían sus padres, aunque él decía que le salían “bien caros” porque algunas veces su mujer les daba la merienda y les regalaba algunos tomates, lechugas y pimientos de su huerta.
   También tenía un criado todo el año y un agostero para recoger la cosecha en el verano (aunque él siempre iba a trabajar el primero) y solía decir: <<Casa y hacienda, que tu amo te vea>>.
   Robustiano, además de ser el más rico, era el hombre más bruto del pueblo: era medio tratante y no se perdía una feria, casi siempre iba solo, pero si llevaba la compañía del algún vecino, más pronto que tarde salían discutiendo; él siempre quería llevar “la voz cantante” y decía: <<Yo quiero la razón cuando no la tengo, porque cuando la tengo, no me hace falta>>. Y así, siempre se salía con la suya.
   La mujer de Robustiano se llamaba Dulce Melo Cotón y era más conocida como la Pecas, porque tenía la cara llena de pecas: grandes, pequeñas y medianas. Era una mujer de “armas tomar” (justo lo que el “señorito” Robustiano necesitaba). Llegada de un pueblo cercano vivía aquí desde que se casó, hacía ya unos cuantos años. Robustiano y la Pecas no tenían hijos, tuvieron uno que se llamaba Servandín y se lo llevó Dios a los seis años. Desde entonces la Pecas andaba un poco mustia y tristona pero su marido pronto la hizo espabilar, la llevaba con él a las fincas y le decía: <<Para olvidar las penas lo mejor es el trabajo, y ahora que no tienes que cuidar de nadie, es bueno que vengas conmigo a todas partes>>. Aunque él no cogía una escoba ni siquiera para barrer la era, nunca lavó ni un moquero y jamás ayudaba a su mujer a hacer el pan, la comida o llevar la ropa al río, y decía siempre: <<¡Eso es cosa de mujeres!>>.      
   La madre de Robustiano se llamaba Clara Boya y el padre Servando Lero y a la familia los llamaban “los Bandoleros”.
   Cuando Robustiano era niño, las vecinas de don Servando comentaban que, aquel chiquillo era de la piel del diablo y no tenía “tajada” buena. Su madre decía que le tenían manía, pero no salía de una, cuando ya se metía en otra. Tendría unos diez años cuando un día jugando a la “tala” con los mayores de la escuela, no se cargó a un chiquillo por puro milagro. Uno de los niños mayores estaba sacando punta a la “tala”, con una pequeña navaja, la dejó un momento en el suelo y Robustiano aprovechó el momento para coger la navaja y fue donde otro niño que estaba tumbado sobre un montón de paja, se la puso en el cuello y dijo: <<Así mata mi padre al cochino>>. Justo en aquel momento le vio el dueño de la navaja y corrió a quitársela dándole un fuerte golpe en la cara. El chaval que se vio agredido con la navaja y que era mayor que él, le dio una patada en el pecho tirándole al suelo, además se levantó rápidamente y le pegó al pobre Robustiano una buena tunda. Cuando su padre (que era tan bruto como él) se enteró, le bajó los pantalones, le arreó una buena flagela y no pudo sentarse a gusto en todo un mes.
  (“Tala” se juega entre dos niños o dos bandos). La tala es un palito corto con dos puntas, que con otro palo más largo, lo golpea fuerte uno de los bandos para dejarlo lo más lejos posible, y que el otro bando lo devuelva tirándolo con fuerza con la mano, para meterlo en un círculo, pintado por ellos en el suelo.
   Pero Robustiano no era mala persona, si se le daba la razón se llevaba bien y hacía un favor a cualquiera, solo le tenía un poco de “tirria” al médico, porque decía, que cobraba mucho por las recetas.
   A los maestros, tampoco no los tenía mucha simpatía: cuentan que una vez llegó un inspector a la escuela y no se le ocurrió otra cosa mejor, que preguntarle al bueno de Robustiano, que era uno de los mayores: <<¿Qué te gustaría ser de mayor?>>. El chiquillo contestó: <<Médico>>. <<Me parece muy bien, ¿tú sabes, con que otro nombre se conoce al talón?>> –preguntó otra vez el inspector. Y el niño después de pensar un poco contestó: <<Pues señor maestro, p’a eso no hace falta ser muy listo, mi padre también lo llama cheque>>.
   Y se comentaba que una vez le decía a su abuelo: <<¡Abuelo, dicen mis amigos que a usted le llaman el interesado!>>. Y eso, ¿por qué? –preguntaba el abuelo. <<Si me da una peseta se lo digo>> –contestaba el “nietecito”. Como se ve, el chico ya apuntaba “maneras”.            
   También solían decir, que cierto día en el recreo los niños jugaban al escondite; cuando le tocaba esconderse a Robustiano, llamó el maestro para entrar a clase y el chaval les dijo a sus amigos: <<Después de la “escuela” seguimos jugando al “esconderite”, hoy no os vais a reír de mí, os apuesto una peseta a que no me encontráis>>. Los niños se negaron y añadió: <<Sois unos gallinas, no queréis jugar porque sabéis que vais a perder>>. Uno de sus amigos aceptó la apuesta de Robustiano y le dijo: <<Vale, pero no vale marcharse lejos porque hay que ir a comer; y si pierdes quiero ver tu peseta en mi bolsillo, no hagas lo de siempre, ya lo sabes>>. <<Tú cuenta hasta cien y no te preocupes>> –dijo Robustiano. 
   A la salida de la escuela se juntaron todos los amigos apostando a que perdería Robustiano y se fueron a sus casas. El amigo que aceptó la apuesta empezó a contar y Robustiano salió corriendo a esconderse. Después de una hora de buscar al escondido, el amigo ya cansado, se marchó a su casa.
   Mientras, los padres de Robustiano le esperaban para comer; viendo que tardaba mucho y no era normal, su madre se asomó a la ventana para llamarle, pero no se le veía por ningún sitio y era muy extraño que no apareciera a la hora de la comida (era la única hora que no se retrasaba), hoy tenían gallina para comer (que le gustaba mucho) y él lo sabía, por eso era doblemente raro. El padre decía: <<Vamos a dejarle sin comer, que espabile>>, pero su madre ya preocupada, salió a la calle a buscarlo. En el camino se encontró con el maestro y varios chiquillos que ya volvían a la clase de la tarde, les contó lo ocurrido y todos se pusieron en marcha. Lo buscaron por todo el pueblo dando grandes voces y como Robustiano no era sordo pensaron que algo malo tenía que haberle pasado. Lo buscaron hasta en el río (por una peseta era capaz de cualquier cosa), revolvieron Roma con Santiago y no aparecía. Al final, su madre toda llorosa fue a casa y subió al alto a por el farol del carro, para seguir buscando por la noche.  
   De repente vio en el suelo ropa vieja y libros que tenía dentro de un arcón, era algo extraño y se le ocurrió acercarse y abrirlo, allí estaba su hijo dormido y haciendo compañía a las polillas, se le había cerrado el arcón por fuera y había gritado tanto que ya no tenía fuerzas para nada. Después del susto, su madre fue a avisar a todo el pueblo de la aparición de su hijo, todos se alegraron pero cuando su padre  llegó a casa, lo primero que hizo fue darle un buen “cintazo” y mandarlo a la cama sin cenar.
   Al día siguiente cuando Robustiano fue a la escuela, le faltó tiempo para pedirle la peseta a su amigo ya que no había sido él quien lo encontró. El amigo le dijo, que nunca más jugaría ni apostaría con él, que era un tramposo porque no valía esconderse en las casas, se negó a darle la peseta y Robustiano fue a casa hecho una “fiera”.
   Su padre le echó a la calle sin contemplaciones y sin comer si no quería llevarse una buena somanta. A los pocos días le hizo madrugar, lo llevó con él a la feria de otro pueblo, compró cincuenta ovejas le regalaron un perro y le dijo a su hijo: <<Para que te entretengas y no hagas fechorías, prepárate si las ovejas se meten en un berzal o en alguna finca sembrada de trigo o cebada, y no se te ocurra volver a casa si se te pierde alguna hasta que la encuentres, así que ya puedes aprender a contar>>. Y todos los días le decía a su mujer: <<Mándale a la loma con un cacho de pan y un cacho pequeño de chorizo en el zurrón, que empiece a saber lo que es bueno y si tiene sed que beba agua de los charcos p’a que espabile>>.
   Pero cuando peor lo pasó Robustiano fue cuando hizo el servicio militar: él pensaba que no pintaba allí absolutamente nada. Además, ¿para qué servía hacer tanta instrucción ni tanta gaita?, el sargento solo le daba órdenes y si hacía alguna cosa que no les gustaba le cortaban el pelo, o lo mandaban al calabozo, o lo ponían delante de un montón de patatas en la cocina hasta que las pelara. No le gustaba comer el rancho, escribía a su casa, siempre pedía dinero y su padre decía: <<No le doy dinero, que se lo va a gastar a lo tonto>>, y su madre le mandaba un paquetito con tocino y chorizo, pero como era más “agarra’o” que un chotis no lo compartía con nadie. Un día le desapareció el paquete y aunque se quejó a sus superiores, nadie le hizo caso. A los pocos días de este suceso, aburrido y enfadado porque nunca le mandaban dinero, escribió una carta a su padre y solo ponía en ella: DINERO, DINERO, DINERO. Y su padre pocos días después le contestó diciendo: NO QUIERO, NO QUIERO, NO QUIERO.
   Como no tenía “perras” se buscó un trabajo, y por cierto lo encontró enseguida, pero no dijo nada a sus padres para no perder el regalito, que le mandaba su madre de vez en cuando. Y como todo se sabe, alguien les dijo a sus padres, que su hijo había entrado a trabajar de jardinero en la casa del director de un banco, y la madre que no había entendido bien, decía a las vecinas toda orgullosa: <<¡Para que digáis que mi hijo es malo, mira si será bueno, que trabaja en un banco para dejar dinero!>>.  
   Si el médico y los maestros no eran santos de su devoción, al cura no podía verlo ni en pintura. Antes no se llevaba muy bien con él, pero una vez le pidió por favor que lo llevase en su coche a un pueblo cercano, ya que no le costaba nada porque le pillaba de camino, el sacerdote le dijo que cuando lo viera en la misa ya se lo pensaría para la próxima vez y se quedó “tan ancho”.
   Para una vez que había sido educado y pedía algo por favor… y el pobre Robustiano salió zumbando hacia aquel pueblo, echando pestes contra el cura.
   Pero si el cura quería convencerlo para que fuera a la iglesia, no era esa la mejor manera y cuando Robustiano lo veía, era muy capaz de dar un rodeo (aunque tuviera prisa) para no encontrarse con él.
    El día de viernes Santo, cuando el cura llegó a la iglesia para rezar el Vía-Crucis, se encontró un papel pegado en la puerta que decía: “Cerrado por defunción del hijo del Jefe”. A todos los hizo mucha gracia menos al cura, y Robustiano se cargó con la culpa; aunque juraba y perjuraba que él no lo había puesto.
   Tampoco tenía muy buen concepto de los abogados: siempre le oía decir a su padre que algunos no eran muy honrados, que tuviera mucho cuidado de no caer en sus manos, y a veces solía añadir: <<Un hombre entre dos abogados es como un pescado entre dos gatos>>. Y cuentan las malas lenguas, que en una ocasión fue a la capital para acompañar al funeral de un amigo (habían estado juntos haciendo “la mili”).      
   Al pasar cerca de la fosa donde iban a enterrar a su antiguo compañero, él se quedó boquiabierto leyendo una lápida que rezaba así: <<Aquí yace un abogado, un hombre honrado, una persona íntegra>>. Robustiano se santiguó y le dijo asustado a otro amigo que lo acompañaba: <<¡Dios mío, fíjate, aquí han enterrado a tres hombres a la vez, en la misma fosa!
   Tenía algunos manzanos en una pequeña finca junto al río, pocos años recogía nada, pues si las manzanas no se helaban, los chiquillos se encargaban de ellas aún cuando estuvieran verdes y eso le sacaba de quicio. Aunque, algunos vecinos le recordaban, que una vez cuando era niño, se rompió una pierna al tirarse de un nogal en el huerto del cura, porque llegaba su dueño con un perro; él se sulfuraba, decía que solo había sido aquella vez y que le salió muy caro, ya que su padre le dio una paliza, porque además del médico y las boticas tuvo que pagar una buena multa y añadía enfurecido: <<¡ya veremos cuando coja a alguno de esos ladrones, me las va a pagar todas juntas!>>.
   Robustiano y su mujer la Pecas, se iban haciendo mayores: él tenía que ir a menudo a los médicos y con la burra resultaba pesado recorrer ahora unos pocos kilómetros. Ya les costaba hasta ir a ver los trigos, vendieron poco a poco las ovejas y pensaron vender las fincas y comprar un piso en la ciudad.
    Pocos meses después, despidieron a sus criados y vendieron las mulas y las fincas. Después de pensarlo mucho y ya que no tenían hijos, se decidieron por hacer testamento y dejarse el uno al otro lo que poseían. Así, un día que tenían tiempo y ganas, fueron con su burra a la ciudad. Hacía mucho calor, entraron en el primer bar que vieron y se tomaron un vasito de vino con un trozo de pan, chorizo y queso que ellos llevaban. Buscaron un notario y llevaron a cabo su decisión, hicieron algunas compras y se fueron camino de su pueblo. Después de haber andado un buen trecho, el cielo empezó a nublarse y unos nubarrones negros y espesos hacían presagiar una buena tormenta. Ya se veían relámpagos y se oían truenos a lo lejos, azuzaron a su burra intentando llegar a casa antes de que empezase a llover y cuando estaban a un kilómetro de su casa, un relámpago cercano rasgó el cielo, a los pocos segundos un fuerte trueno y varios granizos sueltos, hizo que la Pecas que iba montada sobre su burra, al ver aquel panorama, empezase a decir en voz alta algo que se decía por su pueblo: Relampampliega Dios de los cielos, para ver coger las uvas, pero no hagas turruntuntún que se me espante la burra, arreó a la burra y como una posesa se puso a rezar a Santa Bárbara: Santa Bárbara bendita que en el Cielo estás escrita, con papel y agua… Robustiano iba detrás y al oír a su mujer, cogió un pedrusco del suelo, soltó un gran taco y le dijo: <<¡Como no te calles esa bocaza, te arreo un cantazo en toda la cabeza!>>. En aquél momento un relámpago seguido de un tremendo trueno resonó por valles y lomas con un gran eco. El trueno y los granizos como garbanzos, hicieron que la burra diera un salto y la pobre Pecas dio con sus posaderas en el santo suelo. La burra al verse libre salió corriendo y Robustiano sin ayudar a su mujer a levantarse, corrió detrás de la burra. Al darle alcance le atizó tal puñetazo en la cabeza, que el pobre animal cayó al suelo “patas arriba”. La tormenta y el granizo arreciaba y ahora las piedras eran como huevos de codorniz. Ellos en medio del camino trataban de refugiarse en algún sitio, al poco vieron un peñasco y como pudieron llegaron a él, dejando allí a la burra tirada en el suelo sin saber si estaba viva o muerta. Después de un rato, vieron desde su escondite como la burra se levantaba y se marchaba, dejando sobre el camino las alforjas con las compras desparramadas por el suelo. Había dejado de granizar y aunque seguía lloviendo, salieron corriendo de su refugio para recoger todas las cosas que llevaba la burra y que ahora les tocaría cargar con ellas.
   Finalmente dejó de llover y calados de pies a cabeza, con la ropa y las alpargatas llenas de barro, cargados con las alforjas al hombro llegaron a su casa. Allí, a la puerta de su casa les esperaba la burra y Robustiano al llegar a ella, volvió a soltar un taco, le dio una patada en el trasero a su mujer como si fuera la culpable de todo y dijo: <<Este año la puñetera “pedruscada” ha quitado la mitad de la cosecha, menos mal que ya no tenemos las fincas>>, eso le tranquilizó un poco, ató la burra al pesebre y en vez de darle paja y cebada la dejó “a dieta”.
   Había sido un mal día, pero ya estaban en casa y al final todo estaba bien, subieron a la habitación se quitaron la ropa empapada y después de cenar se fueron a la cama.
   El mes siguiente fueron a ver un piso en la ciudad cercana, lo habían visto el día de la tormenta anunciado en el balcón de un tercer piso, llamaron al timbre y salió a abrir una señora que resultó ser de su pueblo, se llamaba Benilde Gorra, familia de los Gorras y pariente de los Bandoleros.
   El piso les gustó y con un abrazo se despidieron hasta el día siguiente para ir a ver al notario. Pero el señor Robustiano ya no pudo volver para comprar el piso. En el viaje de vuelta tuvo un ataque al corazón, se cayó de la burra y lo llevaron muerto a su casa (esta vez no pudo echarle la bronca al médico).   A las pocas semanas, Benilde Gorra, su marido Baltasar Dina y la Pecas, hicieron los papeles y las escrituras del piso a nombre de Dulce Melo Cotón. Vendió la casa y todas las cosas del pueblo, pagó el piso a “tocateja” y se instaló triste y llorosa pero contenta, porque en la ciudad podía vivir mucho más cómoda y no tenía que ordeñar las ovejas, ni hacer el pan, ni ir a buscar las patatas a la huerta, ahora todo estaba en el mercado. El agua lo tenía en la cocina y en el baño, y si necesitaba ir al médico o la farmacia, estaban cerca de su casa. Aunque se acuerda de Robustiano y del pueblo,
reconoce que ha trabajado mucho y que ya se merece un buen descanso. Que descanse en paz.

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