HISTORIAS DE MARIA

 

DEPREDADORES 

Un relato trágico y cruel inspirado en un caso real, sucedido en un pueblo rural de la provincia burgalesa


 Camino del cementerio iba Marina: la falta de un apoyo y el cariño hacia su madre, la llevaban por aquel sendero tan recorrido últimamente.
   Con su andar fachendoso y su mirada burlona pasaba Santiago. Santi como todos le llamaban, miró a la chica de arriba abajo y con su manera socarrona de decir las cosas, dijo a Marina:
   –¡Hola chiquita!, ¿dónde va la princesa, con andares de reina?
   Marina le miró con tristeza y contestó:
   –Voy al cementerio a ver a mi madre.
  –Pero niña, ¡qué vas a hacer allí, si se va hacer de noche!
   –Voy a rezar.
   –Pero… para eso, mejor si vas a la iglesia. Mira que te puede salir “el coco” y darte un buen susto.
   –La iglesia está cerrada.
   –Dios está en todas partes y el demonio también. Ten cuidado y vete pronto a casa.
   –No te preocupes, así lo haré.
   –¡Espera niña!, ¿quieres que te acompañe?
  –Déjalo Santi, que vuelvo enseguida, pero gracias –contestó otra vez la muchacha.
   Ella continuó su camino, Santi siguió andando, y pensando en la chiquilla se dio la vuelta. Era peligroso que la  jovencita fuera de noche por aquel lugar solitario, lúgubre y oscuro.
   Marina andaba deprisa, Santi la escoltaba discretamente para no molestarla y ella sin darse cuenta, seguía el sendero cerca de su destino
   De pronto, detrás de unos arbustos, salió una sombra sospechosa que espiaba a la chiquilla. Aquella aparición fantasmal, era la misteriosa figura de un hombre. Santi alarmado vigilaba prudentemente y con cautela a la chica, sin que el endiablado sujeto reparase en él.
   Aquella maldita presencia, depredadora y diabólica, estaba a punto de alcanzar a la confiada joven que ya llegaba junto a la tumba de su madre. La chica se arrodilló y con las manos juntas rezaba.
   De repente, algo cayó sobre su espalda y sintió un manotazo que la tiró al suelo. Tras el golpe y la sorpresa, la chica se repuso y comenzó a gritar. Aquel condenado energúmeno le tapaba la boca, mientras intentaba arrancarle la ropa.
   Después de unos momentos de lucha y desesperación y cuando ya la chiquilla no podía defenderse, apareció un “ángel” que agarrando al condenado salvaje lo quitó de encima de ella y con su propio cinturón lo ató las manos.
   Aquella sabandija asquerosa, intentaba zafarse de las manos de Santi, que más fuerte que su enemigo lo tenía amarrado para llevarlo lo antes posible ante la policía. Marina se incorporó y con los ojos llenos de lágrimas, vio a su amigo que forcejeaba con el puerco repugnante, que a ella le había atacado a traición.
   La chica contó a la policía lo ocurrido y dio gracias a Dios, por haber puesto en su camino a un buen amigo, que acababa de salvarle de un gran problema.
   Marina llegó a casa acompañada de su salvador. No quería alarmar a su padre pero la chiquilla todavía con el susto en el cuerpo y la cara desencajada, no tuvo más remedio que contar a su progenitor la verdad.                   Padre e hija volvieron al cuartelillo para poner la denuncia, y allí estaba aquella bestia que había agredido a la chiquilla. Su padre se puso tan furioso que hubiera sido capaz de cualquier cosa, pero el policía, más sensato, le aconsejó que fuera a su casa; la justicia se encargaría, de dar el merecido castigo a semejante individuo.  
   El padre de Marina con los puños cerrados, y apretados los dientes, hizo de tripas corazón, abrazó a  su hija, y así, abrazados fueron a su casa.
   El hombre, comprensiblemente enojado, emocionado y pensativo, andaba despacio; prometiéndose contar a su hija la verdad de aquel siniestro y amargo episodio, que había confiado no tener que contar nunca y que hasta entonces, había mantenido en secreto para ella.
   Padre e hija llegaron a la casa serios y cabizbajos; se dispusieron a cenar, pero impresionados por lo ocurrido, ninguno de los dos fue capaz de llevarse ni un pedazo de pan a la boca.
   El apenado padre, ordenó a la chica que se sentara. La orden fue tajante: en su cara se reflejaba un sentimiento de dolor, que la hija no supo como interpretar; y la muchacha, obediente, pensó que su padre tenía algo muy importante que revelarle. El buen hombre, a pesar del desconsuelo que le producía y ya mucho más sereno, se dispuso a contar a su hija un triste suceso.
   Verás, tengo que explicarte una historia muy grave que le pasó a tu abuela, mi madre, en el pueblo donde vivíamos. Es un relato trágico y cruel que no me hubiera gustado tener que decirte, pero lo sucedido me ha hecho reflexionar y recordar todas las burlas, desprecios, ofensas y humillaciones que recibimos mi madre, el abuelo y yo.
      Mi madre se llamaba Clara: cuando yo nací, ella tenía poco más de 17 años. Siempre fui un niño querido, vivaracho y juguetón, y creía que todos los niños del pueblo serían mis amigos.
   A los seis años empecé a ir a la escuela, ninguno de los niños me hizo caso, la maestra también pasaba bastante de mí y casi nadie se quería sentar a mi lado, en un pupitre que tenía dos asientos.
   Hasta entonces, yo solo jugaba con mi madre, el abuelo y los dos perros que teníamos en casa para cuidar el rebaño del abuelo.
   Cuando ya era un poco más mayor, sentía que los niños cuchicheaban y hablaban mal de mí, si me acercaba a ellos se callaban y me echaban de mala manera.
   Como no tenía amigos, un día en el recreo me acerqué a jugar con las niñas, ellas también me echaron y me llamaron mariquita. Después de aquello, en los recreos me quedaba dentro de clase leyendo algún libro de la escuela, que luego llevaba a casa con permiso de la maestra.
   Con ocho años yo quería hacer la primera comunión con los demás niños, pero el cura dijo a mi madre que las otras madres se habían negado, por ser yo hijo de soltera. Mi abuelo se enfadó mucho con el cura, dejamos de ir a la iglesia y nunca más fui a la escuela. Mi madre me enseñaba las lecciones en casa, que por cierto, ella sabía más que la maestra.
   Entonces empecé a darme cuenta de la tristeza de mi madre. Nunca la vi reír, hablar o jugar con las otras chicas de su edad, y a pesar de que era muy joven parecía mucho mayor que ellas.
   También pude ver que a mi madre y a mi abuelo casi nadie los hablaba y si lo hacían, casi siempre venía con algún insulto referente a mi madre.
   Nunca eché de menos a mi padre, pero un día le pregunté al abuelo por él. Me contestó que no sabía nada. Pregunté a mi madre, ella dijo que se había ido y no sabía dónde. No volví a preguntar, ya que no lo necesitaba. Así, hasta que un día con 14 años intenté salir con los chavales de mi edad, no me dejaron quedarme y uno de ellos me llamó hijo de mala madre. Yo no entendía el porqué, si mi madre no se metía con nadie y era una bellísima persona. Pedí explicaciones y me contestó que mi madre era una prostituta. Le di un puñetazo, le rompí las gafas y me marché a casa.
   Por la noche vino su padre exigiendo el pago de las gafas, insultándonos a todos, diciendo que mi madre era una puta y que su hijo tenía razón.
   Faltó poco, para que aquel bárbaro y el abuelo llegaran a las manos. Al final, el abuelo le pagó las gafas y aquel bruto se marchó de nuestra casa dejándonos en paz.
   Y el abuelo me decía después: <<tú no hagas caso de nadie; tu madre siempre ha sido una chica muy buena. A sus 17 años era una chiquilla inocente, alegre, muy educada y preciosa>>.
   Al día siguiente mi abuelo vino a esta ciudad, vendió el rebaño y al cabo de un mes nos vinimos todos. Alquilamos un piso, el abuelo y mi madre entraron a trabajar en una fábrica y yo fui a una escuela de Formación Profesional. Mi madre acabó de estudiar mientras trabajaba y poco a poco salimos adelante. La casa del pueblo la vendimos a los dos años y no hemos vuelto por allí.
   A los 18 años, yo ya tenía una profesión: un título de mecánica, que había sacado con una buena nota. Por aquellas fechas mi abuelo se había jubilado y mi madre seguía con su trabajo. Yo entré a trabajar en la misma fábrica y ya un poco más desahogados compramos este pisito. Así, mi madre y el abuelo, por fin, habían encontrado un poco de paz.
   Pero no dura mucho la alegría en la casa del pobre; cuando volví del servicio militar (que hice en Burgos), mi madre, después de todas las penurias pasadas, falleció de una enfermedad que venía arrastrando hacía tiempo.
   El abuelo acabó de confesarme todo este lamentable hecho y me entregó una carta escrita por mi madre. A los pocos años el abuelo también falleció y yo aquí me quedé triste y solo.
   Poco tiempo después conocí a tu madre, era burgalesa como yo. Nuestras aficiones y costumbres eran las mismas y nada más conocernos nos hicimos muy amigos, pronto nos enamoramos y nos convertimos en novios.
   Le conté mi caso y no le importó en absoluto. A los cinco años nos casamos y dos años más tarde naciste tú. Ahora, desgraciadamente, tu madre se ha ido y casi se repite la misma situación en la que tanto sufrimos. Gracias a Santi no hemos tenido que lamentar males mayores, tenemos que agradecerle lo que hizo por ti. Seguramente sabe lo que acabo de contarte, su abuela era de cerca de mi pueblo y aquí hablaba mucho con mi madre y mi abuelo.
   Pues ya sabes lo que pasó, yo pensaba que no era conveniente contártelo, no imaginaba que un día, otro animal se iba a cruzar en nuestras vidas. Pero el destino se empeña en recordarnos que en esta vida, hay cosas que se pueden repetir cuando menos lo esperamos.
   Y ahora, creo que es bueno que lo sepas, porque es necesario que te protejas y porque al fin y al cabo, es parte de la vida de nuestra familia.
   Yo tardé años en leer la carta de mi madre que me entregó el abuelo. No me atrevía a saber lo que ella, no había querido contar, por temor a vivir de nuevo toda la pesadilla.
   Y al fin, un día con tu madre, nos decidimos a conocer aquel secreto a voces, que todos lo contaban culpando a la más infeliz. Convirtiendo a una inocente en culpable y a un maldito demonio en un santo.
   Mi madre dejó escrita esta carta, que ahora yo te entrego a ti, para que sepamos toda la verdad y no hagamos caso de habladurías, ni juzguemos a nadie por las apariencias.
   La carta decía así:

   CLARA
   Clara nació una mañana de primavera, en la habitación pobre pero luminosa, de sus padres. Con un sol resplandeciente y con aromas de tomillo y romero que se colaban por toda la casa. Los rayos del sol entraban a raudales por la ventana, abierta de par en par después del nacimiento de la primogénita.
   Las abuelas que asistían a la madre entre nerviosas y emocionadas, por ser la primera nieta que llegaba a las dos familias, se sentaban, ¡por fin!, después del trabajo perfectamente realizado.
   Miraban tanto a la madre como a la niña y se preguntaban cuál sería su destino y el nombre más bonito para poner a la recién nacida. La madre mirando a la pequeña, intuyendo los pensamientos de las abuelas preguntó:
   –¿Qué os parece si la ponemos Clara?,  las dos abuelas se quedaron pensativas y una de ellas dijo:
   –Viendo el sol que entra por la ventana y el cielo que acaba de llegar, yo lo tengo claro, Clara es un bonito nombre.
   –Sí, es bonito: además será la única, en este pueblo no hay nadie que se llame así –contestó la otra abuela.
   –La llamaremos Clarita –dijo la madre. En aquel momento entraban el padre, abuelos y tíos de la criatura, gozosos por conocer al nuevo ser que se incorporaba a la familia. Después de darles un beso a madre e hija salieron de la habitación, dejando a los nuevos padres disfrutando de su bebé y cada cual se fue a su casa para que la madre pudiera descansar.
   A Clarita le esperaba un mundo lleno de emociones y de buenos presagios. Era una niña preciosa, de pelo negro, naricilla respingona y grandes ojos.
   La pequeña comenzaba a dar sus primeros pasos y toda la familia seguía su evolución. Era adorada por todos, que además estaban completamente pendientes de ella.
   Pasados cuatro años Clarita va y viene de la mano de cada uno de los miembros de su familia, pero un mal día el abuelo paterno se acostó y no se volvió a levantar.
   La chiquilla lo echa de menos y pregunta por él. La mamá le dice que el abuelito se ha ido al cielo, y la pequeña cada vez que sale a la calle mira al cielo y comenta: <<Pues el abuelo no nos verá porque el cielo es muy grande y está muy lejos>>. Y su madre le dice que sí, que les ve; y la niña salta alegre y dice que ella quiere verlo porque lo quiere mucho.
   Clarita ya tiene seis años y ha empezado a ir a la escuela. Es sorprendente lo inteligente y responsable que puede ser una niña de tan corta edad. Ha aprendido a leer y escribir muy pronto y las sumas y restas se le dan de maravilla. No es muy hábil en gimnasia y en los recreos juega con las niñas a los juegos más tranquilos.
   El otro abuelito se ha puesto enfermo, a su madre y a la abuela se las ve muy preocupadas y le cuidan mucho. De vez en cuando viene el médico y le receta medicinas, pero la madre y la abuela están tristes y ella no sabe que hacer para animarlas.
   A la chiquilla no le dejan entrar en la habitación del abuelo, pero ha entrado de puntillas y a escondidas. El abuelo tiene los ojos cerrados y no ha visto ni reconocido a su nieta.
   Y la niña al día siguiente le decía a su maestra: <<El abuelo debe estar muy malito, porque le han llevado al hospital y mi mamá se ha quedado con él para cuidarlo>>.
   A Clarita le ha dicho su mamá, que este abuelo también ha ido al cielo. La abuela esta muy triste y llora de vez en cuando. La chiquilla intenta consolarla y le dice que no llore, seguro que los abuelos están los dos juntos en el cielo y les están viendo desde allí; además, como la otra abuela y ella son mayores, irán pronto a verlos.
  Clara tiene ya ocho años y se está preparando para hacer la primera comunión. La maestra, el cura y su mamá le enseñan las oraciones y las abuelas le están haciendo un vestido blanco.
   Va pasando el tiempo, la chica tiene ya catorce años y con esa edad le toca salir de la escuela. A su madre le gustaría que siga estudiando, y están valorando las posibilidades que hay. Resulta un poco caro, no solo los estudios sino también el alojamiento, pero lo pueden intentar.
   De momento eligen un colegio de religiosas en la ciudad, éstas tienen una residencia y los padres piensan que la niña estará bien allí. Las monjas son muy disciplinadas y prometen protegerlas; tienen costumbres muy estrictas y son exigentes con los horarios, pero a todos les parece que eso es bueno para que las chicas de esa edad reciban una buena educación.
   Mientras Clara está en el colegio, la mamá le va a visitar algunas veces. En una de las últimas visitas le comenta que las abuelas han estado enfermas. Los médicos dicen, que la abuela paterna tiene una enfermedad grave. La chiquilla recuerda cuando le decía a la otra abuela, que pronto irían al cielo a ver a los abuelos y ahora que ya no es tan niña se sonroja al recordarlo.
   La jovencita está triste: sabe que sus padres trabajan mucho, para que ella tenga un futuro mejor y eso le da fuerzas para seguir estudiando. Las monjas y profesoras le dicen que tenga paciencia, dentro de poco llegarán las vacaciones y podrá ver a su familia, que la esperan con los brazos abiertos.
   La abuela empeora y la llevan a un hospital situado cerca del colegio, la niña va a verla y encuentra un panorama bastante sombrío. La abuela está mal y la madre muy decaída; pero se alegra de verlas y trata de disimular.
   La chica va todos los días al hospital, la abuela lleva allí 15 días y ya no reconoce a nadie. Sus padres se turnan para estar con la enferma, el padre ha comentado que durará pocos días y ella reza para que la abuela no sufra.      
   Dentro de unos días son las vacaciones, la chiquilla tiene exámenes y va menos al hospital, pero quiere estar con su familia y a veces lleva allí algún libro para estudiar.
   Ya pasaron las vacaciones, Clarita pasó el curso con muy buenas notas y la abuela falleció. Ha cumplido un año más y ahora le toca volver al colegio, pero está intranquila porque su otra abuela no se encuentra bien. El médico le ha visitado y ha recomendado que le hagan unas pruebas en el hospital, la gripe parece que le ha dejado alguna secuela y tendrá que cuidarse.
   A su vez, a la madre la ve un poco cansada y algunas veces cuando está sola, le ha oído quejarse, pero no dice nada, cuida de todos y sigue con su rutina como si no pasara nada.
   Ahora Clara tiene 15 años, la chica sigue esforzándose y centrándose en sus estudios, quiere terminar pronto en el colegio para ayudar en casa. La abuela está muy mal de las piernas y casi no puede andar, la madre trabaja demasiado, su salud se está resintiendo y ahora es ella quién va al hospital para hacerse algunas pruebas médicas.
   Cierto día, sus padres fueron a visitarla al colegio y le dieron una pésima noticia. La madre viene al hospital porque la enfermedad que tiene es grave y tendrá que pasar un tiempo tratándose con medicinas muy agresivas, ellos confían en los médicos y Dios dirá.
   A la abuela la llevará su otra hija a su casa, lejos de su pueblo. Saben lo que le va a costar marchar, pero no hay otra solución. Mientras, a ver como se resuelven las cosas.
   Pero las cosas fueron de mal en peor: la abuela falleció, la madre siguió confiando en médicos y medicinas, pero no consiguió curarse y Clarita se quedó sola con su padre.
   La chica tenía 16 años, estaba nerviosa y no se concentraba en sus estudios. Sus profesoras aconsejaron al padre, que la muchacha debería tomarse un año de descanso, ya tenía tiempo de retomar sus clases
   El padre preocupado, habló con su hija y acordaron volver a su casa; una vez allí, en la tranquilidad de aquel pueblecito, con ayuda de los médicos y los cuidados del padre, la chica se repuso en poco tiempo. Pero el demonio que anda suelto, echa sus redes donde menos se piensa.
   Clarita estaba mucho mejor y empezó a salir los días de fiesta con sus amigas, no tenía costumbre de hablar ni salir con chicos, y a pesar de que había vivido dos años en la ciudad, no solía salir con amigas y conocía poco las discotecas y los bares. Casi todo el tiempo lo pasaba estudiando y cuando salía del colegio le gustaba ver los museos e iglesias y pasear sola por la ciudad.
   Las monjas no le habían enseñado nada de la vida, y su madre no tuvo mucho tiempo, por lo que era una buena chica que confiaba en todo el mundo. Les decía a sus amigas que ya se encontraba bien y cuando empezara el curso volvería al colegio.
   Cierto día que paseaba con sus amigas, una cuadrilla de chicos más mayores pasó por su lado, como eran todos del pueblo se conocían de siempre y las piropearon. A Clara le hizo gracia y se echó a reír.  Una de sus mejores amigas le dijo:
   –¿Has visto como te ha mirado Godo?  
   –Será que no me reconoce. Porque hace mucho tiempo que no me ha visto.
   –Pues ten cuidado, que estos chicos mayores son un poco sinvergüenzas y se las saben todas.
   Siguieron con sus paseos su conversación y sus risas. Al cabo de un rato aparecieron los amigos de la cuadrilla. Aquellos chavales eran de su edad, habían ido juntos a la escuela, se conocían bien y a veces iban todos al bar de la plaza a jugar a cartas y tomar una gaseosa con aceitunas o cacahuetes.
   A la hora de ir a casa todos se despidieron, los chavales se quedaron y cada una de las chicas, siguió el camino hacia su casa.
   La casa de Clara estaba a las afueras del pueblo y la jovencita como siempre iba sola. En su camino encontró a cuatro chicos de los mayores. La chica no se inmutó, ella los conocía de siempre y alguno de ellos, había trabajado en alguna ocasión en la casa de sus padres. Entre ellos estaba Godo que al ver a Clara se adelantó y fue hacia ella.
   –¡Hola chica!, estos dos años de colegio te han sentado muy bien, estás muy guapa. ¿Me dejas que te acompañe?   
   –No, Godo, déjalo. Estoy cerca de casa y mi padre llegará pronto.
   –Niña, no pienso comerte.
   –Pues hombre, cara de lobo no te veo, pero hasta otro día.
   La muchacha siguió su camino y ya en casa, esperó a su padre que llegó enseguida. Pasaron los días, Godo aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para hablar con la chica. La amiga de Clarita no veía al chico con buenos ojos y la decía que no se fiara, pero Clara le contestaba que era muy simpático y parecía buen chico. La jovencita fue cogiendo más confianza y no le extrañó que Godo estuviera merodeando por su casa, un día que su padre estaba de viaje.
   Al atardecer Clara salió de casa a recoger unas prendas de ropa que tenía en el tendedero. Godo apareció, la chiquilla se quedó parada y le preguntó: 
   –¡Hombre!, ¿qué haces por aquí?
   –Hola guapa, he venido para hablar con tu padre.
   –Mi padre ha ido a la ciudad, no tardará en venir.
   –Ah, ya me pareció  que marchaba esta mañana, pero creí que había vuelto.
   –¿Y qué querías decirle?
   –No te preocupes, no tiene importancia, ya se lo diré otro día.
   De sobra sabía el chico que Clara estaba sola, y mirando a su alrededor dijo:
   –He traído a mi perrillo y no le veo, ¿te apetece dar un paseo mientras lo buscamos?
   –Tengo cosas que hacer, pero… –contestó la chica.
   –Bueno, no creo que tardemos mucho. He oído decir que vas al colegio otra vez.
   –Sí, dentro de unos días, ya me encuentro bien y quiero terminar de estudiar.
   –Supongo que te despedirás de los amigos, ¿no?
  –Bah, no hace falta, tengo intención de venir a menudo para ver a mi padre.   
   –Yo te veo muy guapa, seguro que has dejado por allí algún noviete.
   –No, no salgo mucho, a mi me gusta estudiar.
   Mientras seguían hablando se iban alejando del pueblo, la chica al darse cuenta dijo:
   –Nos hemos alejado de la casa, se está haciendo de noche y el perro no ha aparecido.
   –No te preocupes, habrá ido a casa –dijo el chico poniéndole la mano en la cintura.
   Ella sorprendida recordó las palabras de su amiga. Quiso soltarse, pero el chico le agarró del cuello, la tiró al suelo y rápidamente se echó encima de ella.
   La chica absolutamente aterrorizada, temblaba sin poder moverse, tanto por el peso de aquel animal infame y desalmado, como por el horror y el asco que le producía aquella situación.
   Cuando parecía que aquel repulsivo violador, rastrero y despreciable se marchaba y la iba a dejar en paz, aquella alimaña inmunda no se conformó, sujetó fuertemente a la chiquilla, diciendo que ella de allí no se iba a escapar, porque venían otras visitas.
   Efectivamente, a continuación, la chiquilla sobrecogida, atenazada y acorralada, vio como algunos de los amigos de Godo llegaban para seguir abusando de ella. Entonces la chica paralizada de pies a cabeza, se desmayó y allí quedó derrumbada e inmóvil como un animal herido.
   Cuando recuperó el conocimiento, sin saber muy bien lo que había pasado, abatida y angustiada pudo incorporarse; y completamente trastornada, rezando para que su padre no la viera, se fue a su casa.
   El padre no había llegado: ella totalmente dolorida, desalentada y llorosa, se puso el camisón y se acostó. El hombre llegó pronto, abrió la puerta de la habitación de su hija y se quedó tranquilo al verla en la cama. La chiquilla se hizo la dormida y se prometió guardar aquel secreto para siempre. Lo que había pasado era demasiado horroroso para contarlo a su padre; no, no diría nada a nadie.
   Al día siguiente, se levantó de la cama sumamente aturdida: se encontraba mal, medio mareada, rechazaba a su padre y no se atrevía a hablar con él ni a salir a la calle.
   El hombre preguntaba a su hija si le pasaba algo, ella decía que estaba bien, pero su padre la conocía demasiado y veía que algo iba mal. Aunque no la quería agobiar; dejaría pasar unos días a ver si la chiquilla mejoraba.
   Pero la chica cada día estaba peor; dejó de arreglarse, dejó de salir con las amigas y no salía a la calle para nada. Estaba triste y lloraba por cualquier cosa, vomitaba por las mañanas, comía muy poco y no tenía ganas de hacer nada. Al final, la chiquilla enferma y muy desmejorada, se quedó en la cama; y su padre visiblemente alarmado, la acompañó al médico.
   La chica no sabía por qué vomitaba, pero los médicos después de hacerle algunas pruebas, vieron que estaba embarazada. Su padre sobresaltado, preguntó qué había pasado y cuándo la chica delante del padre y del médico confesó, por vergüenza culpó solamente a Godo.
   El padre escandalizado, nervioso e indignado, prometió matar a aquel miserable, degenerado y traidor, que había agraviado y machacado a su hija, deshonrando a toda la familia sin ningún miramiento.
   El médico aconsejó tranquilidad y cuidados para la chica y a su vez le propuso al padre que lo denunciara. El desconsolado padre, finalmente derrotado, fue con su hija a hacer la denuncia.
   Godo se defendió diciendo que no la había violado, que habían sido relaciones consentidas, que la chica era un poco promiscua y si iba a tener un hijo, ¡vete a saber de quién sería!
   A Clarita al oír aquellas palabras, le dio un ataque de ansiedad y tuvieron que llevarla al hospital. Y la muchacha siempre tan sincera, se torturaba repasando todo el daño sufrido, mientras intentaba descansar en la habitación de aquella clínica, tan inesperadamente visitada.
   La bajeza moral de aquel insensible y despiadado sujeto, al que ella consideraba su amigo, le causaba escalofríos. Y la chica se angustiaba con sus amargas meditaciones. ¿Cómo pudo dejarse engañar de aquella manera, cuando su amiga le había advertido varias veces? Y con horror seguía mortificándose con sus pensamientos, porque  de ahora en adelante no podría confiar en nadie.  
   Aquel agresor brutal, indeseable y canalla, tramó un plan siniestro y maléfico. ¿Cómo es posible que alguien sea tan sádico y ruin, urdiendo semejante traición, para burlarse de una chiquilla confiada y honesta que no tenía ni una pizca de maldad? Parecía imposible, pero aquel vicioso y pervertido sinvergüenza, tenía bien preparada de antemano su deplorable estratagema, involucrando a otros chicos que le siguieron en su terrible y repugnante juego.
   Cuando nació el niño nadie le fue a visitar. Hicieron la prueba de paternidad a aquel “cerdo salvaje” y resultó negativa, por lo que la pobre Clarita quedó por ser una “cualquiera”.
   A aquel “monstruo depravado”, le había salido bien la jugada con la complicidad y el silencio de los amigos, y así, “el pájaro de mal agüero” quedó como un perfecto caballero.
   La chica agradecía que su casa estuviera un poco apartada del pueblo, ninguna de sus amigas la había defendido ni le había apoyado para nada, y ahora ella misma se preocupó para no ver a nadie. 
   El caso fue muy comentado por el pueblo y todos los de su alrededor, y Clarita se desesperaba pensando en lo que iba a ser su vida futura. Adiós a todas las ilusiones de niña, de terminar sus estudios, de formar una familia y de llevar una vida respetable. Ya se habían encargado otros, de deshonrarla, criticarla, desacreditarla, señalarla y enterrarla en vida.
   Se dedicaría ayudada por su padre a criar al niño, que no tenía padre ni ninguna culpa y por lo tanto era únicamente suyo. El tiempo se encargaría de cicatrizar las heridas y poner las cosas en su sitio.
   Y Clarita acaba la carta, escrita en tercera persona, con una poesía. En ella se ve toda la frustración, tristeza y despecho, que guardó en su corazón durante toda su existencia.

DEPREDADORES
Te cortaron las alas, dulce paloma,
infeliz avecilla, sencilla y buena;
mancillaron tus rosas y su fragancia,
arrasaron tu nombre y tus esperanzas.
Como puñal entraron en tus entrañas
sin tener una pizca de humanidad,
te arrojaron a un pozo de soledades
destruyendo tu alma con su maldad.
Te lanzaron semillas envenenadas
uniéndose a tu esencia virgen y pura,
trituraron las joyas de tu corona
sumiéndote en la noche triste y oscura.
¡Como a la mies madura que va a la era,
molerías sus vidas, si trillo fueras.
Dejarías la parva desparramada,  
extendida, dispersa y desperdigada!
CLARA

   Ahora comprende Marina, la imprudencia de haber ido sola al cementerio a aquella hora, y la valentía de Santi que se arriesgó por evitarle a ella un amenazador futuro.
   Aquella lección no debería olvidarla jamás. Nunca podría pagar el favor que le había hecho aquel muchacho, que era el único amigo (que ella había conocido), de su padre y de su abuela.
   Marina se pone una meta: convencer y ayudar a su padre a cerrar las heridas, e ir con él algún día para conocer aquel pueblo, que aunque injusto, de allí descendían sus antepasados y procedían sus raíces. Y la muchacha emocionada, secándose las lágrimas, escribe y dedica a su abuela este pequeño poema.

CLARA
Fuiste una flor ultrajada,
pisotearon tu honor,
cobardes con mala sangre
que no tuvieron corazón.
No llores por ser mujer
porque tienes lo más grande,
estás llena del amor
que te da, haber sido madre.
No sufras por el pasado,
sé que truncaron tu vida;
¡la conciencia de esas bestias
no debe estar muy tranquila!
Marina




CASTILLA Y LEÓN

TEXTO GANADOR


1º. PREMIO AÑO - 2012

 

COSAS DE MI PUEBLO 
Estos son los casos, cosas, mitos y leyendas de mi pueblo. Una pequeña aldea castellana, un pueblo de Burgos, despoblado y ‘desolado’ al que sus gentes en la distancia recordamos con cariño. Con este escrito yo quiero ir un poco más lejos. 
Rendir un homenaje a nuestro pueblo, a los que fueron sus pobladores y a todos los que allí descansan para siempre.

CAPÍTULO I
Al señor Alonso, mayor, soltero y sin compromiso, se le alegran ‘las pajarillas’ cuando pasa por su casa cualquier moza. Los domingos por la mañana cuando la gente va a misa, él saca su reclinatorio de la gloria a la calle y sentándose, desde allí hace como que toma el sol; desde luego, falta le hace.
En su cara amarillenta y arrugada por los años, se dibuja una leve sonrisa que amplía cuando ve a su vecina vestida de fiesta y entre irónico y seductor le suele decir: <<¡Qué guapa estás Margarita!>>. Y Margarita divertida, sin mirarle siquiera, suele contestar: <<¡Tápese los ojos señor Alonso, que se va a quedar ciego!>>. El reclinatorio que ahora usa en su casa el señor Alonso es el que su madre, que en paz descanse, tenía en la iglesia. Todavía conserva el cojín de ganchillo, que a él le protegía las rodillas cuando era niño y se sentaba con todos los demás niños en los bancos, en la parte delantera de la iglesia. Ahora no va a misa, dice que él es ateo y comunista, y que para ser bueno no hace falta comerse a los santos ni tener contentos a los curas.
Tiene aire de viejo galán y así debió ser; sólo hay que oír a las mujeres mayores del pueblo. Que si Alonso era muy guapo, que si era muy simpático, que si tenía buen porvenir… Él dice (si se le pregunta), que no le quiso ninguna chica porque no tenía gracia pero como en el pueblo todos se conocen, cada uno sabe las gracias que atesoran los demás y que más de una moza suspiraba por sus huesos. Cuentan, sin embargo, que siendo ya mayor, un día invernal estando en la cocina al calor de la lumbre, alguien lo llamó desde el portal. El señor Alonso contestó a la voz que le llamaba y ésta dijo: <<Aquí te dejo un regalo>>. El regalo era un niño recién nacido que, <<vete tú a saber, quién fue el que lo dejó>>. Eso es lo que le dijo al juez, cuando después de ver el revoltijo de ropa en el que estaba el pobre crío, salió de su casa para avisar y decir a todo el que le salía al paso: <<¿Pero quién puede hacer semejante barbaridad con el frío que hace?>>, y seguía diciendo muy enfadado: <<¡Yo no tengo nada que ver ni nada que ocultar!>>. Al niño lo llevaron a la casa cuna y asunto concluido.
Ahora en su soledad, el señor Alonso rememora su dura infancia y su ya lejana mocedad. Suele reunirse con él su amigo Inocencio y los dos, unas veces serios y otras riendo, pasan las tardes otoñales al sol de los días buenos en el abrigaño de la calle (allí en la solana), junto a la puerta de sus casas.
La casa del señor Alonso es como cualquier otra casa del pueblo, consta de tres plantas. En la primera planta, está el portal, la gloria, la cuadra con los animales y el tinajero. En la segunda, las habitaciones, la despensa y la cocina baja con el hogar (o fuego bajo). En la tercera, el alto (o desván).
La gloria es una habitación con un sistema de calefacción, que a semejanza del hipocausto romano, consiste en la construcción de unos pequeños túneles bajo su suelo de baldosa, los cuales van a parar a un hogar situado en su boca, hecha en el portal; en este hogar se mete paja o leña que se enciende y al quemarse, se calienta con el suelo, toda la estancia.
En algunas casas está incluida la cocina económica (o chapa), dentro o muy cerca de la gloria, lo que facilita mucho la tarea de hacer la comida. De esta manera, tanto la gloria como la cocina, se convierten en los lugares favoritos para reunirse la familia y los amigos, principalmente en el invierno.
El tinajero es una parte fundamental en estas casas: se trata de un cuarto que contiene varias tinajas grandes, aquí se guarda el agua de lluvia que se usa para hacer las comidas, la higiene personal y el lavado de la ropa. También suele haber un envase cilíndrico mayor que las tinajas, llamado uralita (hecho de Uralita, de ahí su nombre), con un grifo en su parte inferior; aquí se recoge el agua de nieve, que se guarda para beber. Estas aguas son recogidas por los canalones y tuberías (aquí llamadas limas), que bajan desde el tejado de la casa por la fachada hasta dicho tinajero. En algunas casas más grandes hay también depósitos hechos con cemento. Así, después de filtrada, se obtiene agua blanda y potable; ya que en este pueblo (y algunos cercanos), el agua del río y de sus fuentes, es caliza, muy dura y está muy lejos; sólo sirve como bebida para los animales, hacer sus comidas y algunas tareas domésticas.
El lavado de la ropa es muy trabajoso: debe hacerse en casa con agua blanda y con un trozo de jabón, prenda a prenda en un expremijo (aquí se llama entremijo), luego se lleva a aclarar al río.
Como tantas veces, el señor Alonso e Inocencio, gozan de su descanso en la solana y disfrutando del calorcito del sol, dicen los dos con mucha sorna: <<¡Esto sí que es ‘gloria’ y no hace falta calentarla!>>.
Han salido los niños de la escuela y ahora al verlos, recuerdan las peripecias y trastadas que de niños le hacían al maestro. Así como a los perros, gatos, gallinas y todo bicho viviente que se cruzara en su camino, o cuando le ponían la zancadilla a alguna moza al salir de misa. Bien sabían, cuántos pájaros había por los alrededores, dónde estaban y dónde hacían sus nidos: paredes, árboles, o rastrojeras. También conocían los nidales de las casas que (ya de mocetes), visitaban los domingos mientras la gente estaba en el rosario. Y no se lo pensaban dos veces, si aparecía algún pollo, o podían visitar alguna ‘chimenea’ de vez en cuando. Aunque, también recibieron más de un reglazo del maestro y más de dos veces les metió en el cuarto de los ratones, que era como llamaban al cuarto donde guardaban el serrín para encender la estufa. Otras tantas, se quedaron castigados sin ir a comer a casa, luego sus padres además de una buena regañina también les daban algún que otro ‘mamporro’ (como ellos decían). Por lo demás, eran unos buenos chicos que no hacían mal a nadie.
Hoy el señor Alonso e Inocencio, sentados en la solana, siguen evocando sus vivencias infantiles. Hace un solecito estupendo y hay que aprovecharlo, ya que los días van acortando y pronto, llegará el frío. Se ha reunido con ellos su vecino Marcelo y un poco nostálgicos conversan animadamente.
–Por estas fechas todos andábamos revoluciona’os esperando las fiestas de Gracias, era emocionante oír el volteo de las campanas llamando a misa y tocando a fiesta. Algunos hombres cantaban la misa en latín, en la procesión los mozos sacaban a la Virgen de la iglesia junto con los pendones y estandartes. Se iba a la ermita, tocaban los músicos y todo el pueblo acompañaba cantando la Salve. Después se dejaba allí a la Virgen durante un tiempo. Los mozos tiraban cohetes durante la procesión y los críos salíamos corriendo de la fila a coger los palos, luego el cura nos echaba la bronca y a veces nos daba un pequeño cachete. ¡Que tiempos aquellos! –decía el señor Alonso suspirando.
–¡Qué bien lo pasábamos cuando los músicos hacían la ronda, tocando por todo el pueblo antes de la misa! Todos los chiquillos les seguíamos tan encantados como los niños del cuento ‘El flautista de Hamelín’. Y cuando llegaba el dulcero y por una perrilla nos daba un puro grande, o una cachavilla de caramelo. Más de uno se comió los confitillos de balde –decía Inocencio.
–Y ya de mozos, cuando las mozas todas peripuestas estrenaban sus vestidos y zapatos, y poco acostumbradas a los tacones tropezaban más de una vez. Y si venían forasteras todos queríamos sacarlas a bailar y en el favor, nos las quitábamos los unos a los otros. Al final casi todos nos quedábamos con las del pueblo –decía Marcelo.
–Sí, pero antes habíamos pasa’o buenas fatigas todo el verano para recoger la cosecha. Y menos mal si venía buen año, que de todo había. Porque en nuestra querida Castilla, ya se sabe, nueve meses de invierno y tres de infierno. Aquí llega Mercedes con su nieta Merceditas. Qué, ¿ya se ha termina’o la faena de hacer el pan? –volvió a decir el señor Alonso.
–Sí, por esta semana ya está hecha, la próxima ya veremos cuando nos toca. Qué, ¿jugamos unas partiditas? ¡Hoy pienso ganar! –decía Mercedes sacando una baraja del bolsillo de su bata.
El señor Alonso saca la criba y otra silla; allí en corro con la criba sobre las rodillas y una vieja manta sobre la criba, suelen pasar muchas tardes y como ellos dicen: <<Se dan buenos ‘tutes’>>.
Merceditas cansada y aburrida le pide a su abuela la merienda. Marcelo le da una pesetilla y le dice:
–Toma Merceditas, vete a la taberna a ver si estoy yo.
Merceditas hace un mohín y contesta:
–Señor Marcelo que no soy tonta –y se marcha muy contenta a la taberna a comprar cacahuetes.
Ya empieza a refrescar y los tres amigos, ayudan al señor Alonso a meter la criba y las sillas en casa.
–Si mañana hace bueno, volveremos a daros otra paliza –decía Mercedes.
–¡Ya veremos quién le da a quién! –decía Inocencio que hoy ha sido su contrincante–, yo pienso llevarte las perras a ver si me compro un burro.
–No estás tú tan mal burro –decía Mercedes. Y los cuatro, se van riendo hacia sus casas.

CAPÍTULO II
Como acostumbran, el señor Alonso, Inocencio y Marcelo (después de su paseíto diario), descansan y pasan el rato en el cálido rinconcito de la solana. Esperan pacientemente a Mercedes, pero hoy tarda en llegar y aparece Merceditas. Antes de que la niña pudiera decir algo, los tres amigos preguntaban:
–¿Qué pasa con tu abuela?
Y Merceditas riendo contestaba:
–Ha dicho que no puede venir y que el señor Inocencio, tendrá que comprar el burro otro día.
–Ja, ja, ja, mira que tiene cosas tu abuela –decía Inocencio.
–Sí, dice que tiene de todo menos dinero –contestaba Merceditas.
–Merceditas, ¿tú sabes quién era el Cid Campeador? –preguntaba Marcelo.
–Sí, porque ayer dimos esa lección –decía Merceditas y le va contando de ‘pe a pa’ todo lo que la maestra, les explicó a los niños en la escuela.
–Muy bien Merceditas, ¿quieres ir a la taberna a ver si estoy yo? –decía Marcelo y sacando su cartera le vuelve a dar una peseta.
–Gracias señor Marcelo, pero ya sé dónde está usted, como siempre en las nubes –decía Merceditas y se va para su casa tan contenta.
–¿Te acuerdas Alonso –decía Inocencio–, cuando Tomasón nos contaba, que fue él quién mató al Cid? Le preguntamos; ¿pero no fueron los moros? Y él muy serio contestó, ¿tengo yo cara de moro? ¿Y cuando el señor Leandro vino preguntando por Alba Cete?, dijo que le había conocido en la estación de autobuses y todo el mundo se reía de él. Ja, ja, ja, ¡quién podía tener ese nombre con semejante apellido!
–Sí, sí, también recuerdo –decía el señor Alonso–, cuando le pusimos a la vieja Simona, un petardo en la ventana. ¡Menuda la que se armó! Salió dando gritos y pegando guantazos a diestro y siniestro, el pobre Cándido que pasaba por allí, estuvo a punto de recibir un soberano sopapo. Las patas le valieron, decía su madre. También la lió bien cuando le dijo al cura, que ella no se confesaba porque no robaba ni mataba a nadie. El cura le contestó: pues quitaremos a la Virgen del altar y le pondremos a usted. Menos mal que el cura acabó callando y aquí paz y después gloria. La vieja Simona era buena persona pero cuando se enfadaba ardía Troya.
–Tenéis razón, pero mejor fue lo de la Ramona –terció Marcelo–. Cuando salía de la iglesia pegó un tropezón y fue a parar al cepillo de las ánimas, del trompazo que le arreó, salió disparado todo el dinero que había dentro. Los chiquillos corríamos por la iglesia chillando a ver quien cogía más perras, hasta que el cura todo asustado salió de la sacristía. Al bajar corriendo las escaleras, se pisó la sotana y fue a parar encima de la pobre Ramona, que se levantó como pudo y toda colorada se marchó corriendo a su casa. Yo creo, que no volvió a misa en varios meses.
–Vaya, vaya, vamos a dejar algo para otro día. Ya que se nos ha chafado la partida, ¿qué os parece si nos damos un paseíto? ¿Metemos las sillas en casa y vamos hasta la plaza? –volvió a decir Inocencio.
–Tú verás como responde tu ‘pata’ Alonso –decía Marcelo.
–Yo creo, que hasta allí ya llegaremos –decía el señor Alonso, cogiendo su cachava.
–Como es fiesta y hace muy bueno, puede ser que los mozos estén jugando a la pelota o las mozas a los bolos, o mira, ¡a lo mejor encontramos novia! –decía Inocencio riendo.
–¡A buenas horas mangas verdes! –volvió a decir el señor Alonso.
Y los amigos, siguiendo el paso del señor Alonso se encaminan a la plaza.
–¡Anda, cuánto bueno por aquí! ¿Qué tal va su pierna señor Alonso? No se les ve mucho, ni siquiera en la misa –decía la maestra, que acababa de salir de la iglesia de rezar el rosario.
–La pierna no se arregla y la misa p’al cura –contestaba el señor Alonso.
–Hay que estar bien con Dios, no sea que cualquier día… –dijo la maestra.
–Pues si supiera que me moría pronto, mataría el cochino. Y por lo menos, no se reiría nadie de lo que yo he cuida’o con tanto esmero –volvió a decir el señor Alonso.
–Ya veo que el señor Alonso sigue en sus trece. Y, ¿ustedes que tal andan? –preguntaba la maestra a Marcelo e Inocencio.
–Pues ya ve, poco a poco –los tres miran la cachava del señor Alonso y ríen de buena gana.
La plazuela está llena de gente, que después del rosario se junta para charlar y distraerse un rato.
Los paseantes son recibidos por sus convecinos, que les saludan sonrientes, diciendo:
–¡Ya es hora de veros el pelo! ¡Sois muy caros de ver!
–Ya sabéis –contestaba el señor Alonso–, estamos en nuestro barrio tan contentos, esta pierna mía no me da para muchos trotes.
–¡Ojalá te recuperes pronto! –le decían todos.
Aunque, también saben, que eso ya no podrá ser, pues el médico comentó con alguno de sus vecinos  que, <<el señor Alonso estaba mal>>.
En la pequeña plaza algunos mozos juegan a la pelota; otros miran a las mozas como preparan los bolos y muy animadas echan a suertes para elegir con quién les toca jugar, <<pinto, pinto, gorgorito>>.
Luego los chicos irán a la taberna a merendar y pasar un rato. Más tarde se reunirán con las chicas en  una casa, para jugar todos juntos a las cartas, tomar alguna cosa, conversar y hacer la tarde más amena.
La mayoría de las mujeres van a la casa que les toca, a coger la vez para cocer el pan en el horno comunitario y como es fiesta, más tarde irán a jugar una brisca a la gloria de cualquier vecina.
Los hombres van a sus casas a arreglar a los animales, después cogen un poco de merienda y lo llevan a la taberna, lo juntan entre cuatro o seis y beben un porroncillo de vino con la merienda, luego beben otro jugando unas partidas, que lo paga quien pierde. No vale mucho dinero el porroncillo de vino, pero éstos juegan con tanto interés como si les fuera la vida en ello.

CAPÍTULO III
El frío, la lluvia y la nieve se hacen notar. Ya están encima las navidades, en todas las casas se está preparando el bacalao y el mejor pollo, conejo, o cordero. Mucha gente tiene rebaño y esos días no reparan en gastos. Las vísperas llegarán los vendedores de fuera, con turrones, pastas, frutos secos y otros productos navideños.
Los pescaderos llegarán con besugos, merluza, chicharros, anchoas y otros pescados. Según la economía familiar, todos cenarán la noche de Navidad algo especial.
Ya todos piensan en la lotería, es muy difícil que les toque, pero quien más, quien menos, todos juegan algo. Varios vecinos tienen su aparato de radio en la gloria y el día que salen los niños de San Ildefonso con el soniquete de la lotería, muchas glorias se llenan de gente a escuchar el sorteo, con la esperanza de que la diosa Fortuna les visite.
Merceditas llega a casa muy contenta; le dice a su abuela, que Inocencio ha comprado una radio (ella la ha visto) y así se lo cuenta a Mercedes:
–No es muy grande, por detrás es marrón y por delante blanca, en la parte de abajo tiene un cristal y dos ‘rueditas’, una es para darle más voz y la otra para buscar las emisoras, que las tiene todas escritas en el cristal. Debajo del cristal y entre las dos ‘rueditas’ tiene cuatro teclas blancas, parecidas a las del piano que tiene la hija del médico en el salón. También tiene aparte otro aparatito que se llama ‘voltímetro’, con una aguja como la de un reloj y cuando se enciende la radio, se mueve de un lado para otro. La antena es un alambre enrollado que se estira y la han puesto de un lado al otro de la pared. Se oye muy bien y el señor Inocencio me ha dicho, que puedo ir los jueves por la tarde a su casa, porque dicen unos cuentos muy bonitos.
El día amanece frío y lluvioso y hoy el señor Alonso no ha salido a la calle. El pescadero ha llegado y Mercedes va a la casa de su vecino por si necesita alguna cosa.
Mercedes lo llama desde la calle y como el señor Alonso no contesta, ésta abre la puerta y lo llama desde el portal. Como no recibe respuesta, le manda a Merceditas a buscar a Inocencio, que llega corriendo y los dos suben a la habitación del señor Alonso, éste está malherido y sin sentido en el suelo. Cuando llega el médico sólo puede certificar su defunción.
El campanero toca las campanas a muerto, y ya todo el pueblo sabe la mala noticia. Cuando lo sacan de la casa en el ataúd para llevarlo a la iglesia, la maestra recuerda la conversación que tuvo con él y dice para sí: <<Que Dios lo tenga en su Gloria>>.
Y piensa también en el cochino que desde la corte gruñe esperando su comida.
Inocencio y Marcelo no conocen a los familiares de su amigo, no saben siquiera donde viven, pero pronto, alguien llega al pueblo asegurando ser su sobrino-nieto y se lleva las pocas pertenencias de las que disponía el señor Alonso, incluido el cerdo, del cual no pudo disfrutar su tío y que con tanto cariño había cuidado.
Llega la Navidad, los niños tienen vacaciones y en el pueblo ya todo huele a fiesta. Las chicas han estado arreglando la iglesia y ahora está más bonita. En todos los altares han puesto jarroncitos con flores nuevas y hay muchas más velas encendidas.
El Niño Jesús está encima del altar mayor en su cunita de paja, cuando don Luis el cura, acabe de decir la misa se lo dará a besar a los vecinos, y todos puestos en fila (los hombres con la boina en la mano y las mujeres y niñas con su velo en la cabeza), lo besarán uno a uno en la rodilla y el cura cada vez, irá limpiando su rodilla al Niño Jesús con una bayetita blanca. A Merceditas es lo que más le gusta de la misa y piensa mientras lo besa: <<¡Es tan bonito el Niño Jesús!>>.
Dentro de poco llegará el día de los Reyes Magos. Todos los niños están ilusionados y un poco nerviosos, a todos les gustaría verlos, pero tienen que dejar bien limpios los zapatos en la ventana y acostarse pronto, si no (dicen sus padres), no les traerán nada.
–Desde luego –dicen algunos niños–, nosotros nunca hemos visto a los Reyes Magos y será por eso, que siempre nos traen algo: zapatillas, calcetines, algo de ropa, castañas, nueces, naranjas, o cualquier otra fruta pero aquí nunca traen carbón ni juguetes a nadie.
–Otros niños tenemos mejor suerte –decía Merceditas muy contenta–. Siempre nos traen una cajita con una culebra de mazapán y confitillos de anís a su alrededor, que está todo buenísimo. ¡Esos si que son buenos Reyes, que se acuerdan de un año para otro!
Ya pasaron las vacaciones navideñas y llegó la maestra. Todos los niños vuelven a la escuela y las cosas empiezan a ser como de costumbre. Los pastores salen al campo con sus rebaños y los labradores vuelven a sus tareas, ya está cercana la primavera y pronto, las ovejas tendrán sus corderillos y las fincas se vestirán con una alfombra de trigos y cebadas absolutamente verde.
Dentro de poco, cada vecino hará su segunda matanza del cerdo. La primera la suelen hacer por noviembre o diciembre, para tener un buen alimento y soportar mejor el frío invierno. La segunda sobre marzo o abril, para tener sus chorizos y jamones y que el duro trabajo del verano se haga más llevadero. En el pueblo dicen que de los cerdos se aprovecha todo, incluso las basuras, que junto con las de las cuadras (de los mulos) y las de los corrales (de las ovejas), se usan para abonar las fincas.
Ahora el tiempo es un poco más largo pero sigue haciendo frío, y los amigos continúan jugando dentro de una gloria. La partida se ha visto disminuida pero pronto, se incorpora a las conversaciones y las partidas, Cándido.
Cándido es otro vecino que (como él dice), se está haciendo mayor y el médico le ha aconsejado que no vaya a la taberna. Aunque no fuma ni bebe mucho, en la taberna siempre hay humo y como le decía su mujer Rufina: <<Es mejor que lo vayas dejando poco a poco, mira lo que le ha pasado a Alonso>>.
–Si queréis, yo puedo acompañaros a jugar –comentaba Cándido a sus vecinos, mientras esperaban a Mercedes–, aunque, el tute no se me da muy bien, pero si no os importa podemos jugar a los seises.
–No te preocupes, si te ganamos las perras aprenderás enseguida –decía Inocencio riendo.
–Ahora Mercedes debe tener mucha tarea –decía Marcelo, en el momento que llegaba Merceditas.
–Parece que ya no le gusta jugar a las cartas –volvió a decir Inocencio.
–A lo mejor es porque estoy yo –decía Cándido.
–Pues no, señores –decía la niña al escuchar a sus vecinos–, mi abuela me está haciendo el vestido de primera comunión y me ha encargado que les diga, que hoy no la esperen.
Marcelo, Inocencio y Cándido disculpan a Mercedes y juegan ellos solos, cuando se cansan van a la plaza. A ver, por no preguntar.

CAPÍTULO IV
Los carnavales están al caer, los niños lo celebran el jueves anterior al domingo de carnaval y lo llaman El Jueves de Todos. Ese día todos madrugan, hacen un muñeco grande de paja que lo llaman el Palanquín, lo visten con ropas viejas, lo atan sobre un burro y monta un niño mayor con él para que no se caiga. Llevan un bolsito y un cestillo de mimbres para guardar lo que les den los vecinos, y con una cruz grande de madera para rezar, van pidiendo por todas las casas cantando una canción que alguien hizo para la ocasión y que todos conocen desde siempre. He aquí una pequeña muestra:

A los niños de la escuela / no se les puede negar,
un pedazo de torrezno / para esta tarde merendar.
Chorizos y huevos / es lo que pedimos
y alguna morcilleja / también recibimos.

Y todo el pueblo les da algo: un huevo, un trozo de chorizo, morcilla, patatas, dinero… se despiden acabando la canción y rezando un padrenuestro por los difuntos de la casa.
Cuando terminan van a sus casas a comer y por la tarde hacen tortillas de patata con chorizo, en la casa donde vive la maestra, por la noche queman el muñeco y así se acaba la fiesta.
Un año los niños y las niñas se disfrazaron: las niñas vestían los pantalones de los niños; los niños se pusieron las faldas y vestidos de las niñas (todos estaban muy graciosos y se rieron mucho), se fueron al pueblo más cercano, nadie los reconoció, lo pasaron muy bien y llegaron a casa muy contentos.
El día de los mayores es el martes de carnaval, éstos no piden ni se disfrazan; los chicos toman una buena merienda en la taberna (que la hace la tabernera), las chicas hacen chocolate en una casa, luego se juntan en la misma casa y juegan a las cartas. A veces los chicos intentan hacerles bromas a las chicas. En una ocasión quisieron robarles el chocolate; para que no les vieran quitaron los fusibles de la luz, de la casa en la que estaban las chicas, subieron a la cocina a oscuras, cogieron el caldero que estaba colgado al fuego y se fueron rápidamente. Cuando llegaron a una luz se dieron cuenta de la equivocación, lo que creían chocolate, era ni más ni menos, que el agua de fregar.
Las chicas que ya estaban acostumbradas a esta clase de bromas, habían dejado el caldero a propósito, poniendo su merienda a buen recaudo. Entretanto pusieron los fusibles y tomaron el chocolate con bizcochos tan a gusto. Quien ríe el último, ríe mejor.
El Domingo de Ramos todos los vecinos van a misa con un ramito de hiedras (en el pueblo abundan mucho). A los niños se lo adornan con caramelos, pastas, rosquillas, o alguna pequeña fruta, el cura los bendice y se guardan en casa hasta el año siguiente, que se cambia por uno nuevo.
Ya llegó la Semana Santa y en el pueblo todo está preparado. Las chicas han sido las encargadas de hacer un altar en la iglesia. Le han puesto las mejores alfombras y colchas de las casas, los mejores manteles de los altares, jarroncitos con flores, muchos candelabros con velas y han tapado las imágenes con una tela morada.
El jueves y el viernes no se pueden tocar las campanas, la radio sólo emite música y programas religiosos, estos días se ‘acabaron’ los discos dedicados, las radionovelas y los concursos. Para avisar a los vecinos cuando llega don Luis a rezar los oficios religiosos, los niños salen por todas las calles haciendo sonar sus carracas y matracas de madera y voceando, dicen muy contentos: <<A la iglesia, las primeras, el que no quiera venir que se vaya a dormir>>, así, hasta las terceras que se acaba el ‘concierto’. Como hacen mucho ruido, todo el pueblo sabe, cuando tiene que acudir a la iglesia.
El Viernes Santo, la gente visita varias veces la iglesia, ya por la tarde-noche se reza el Vía-Crucis y se entona triste y dolorosamente, el <<Perdón, oh Dios mío>>, a Jesús Sacramentado.
El domingo es la Pascua de la Resurrección del Señor: se quita el altar, se descubren las imágenes, tocan las campanas a fiesta, se canta la misa y se hace la procesión alrededor de la iglesia.
En la procesión los chicos sacan de la iglesia a Jesús por un lado, las chicas a la Virgen María toda vestida de negro por otro, se encuentran en un punto y una chica le quita a la Virgen su manto negro de luto, dejándole un manto (de color claro), que Nuestra Señora luce los días de fiesta. Al mismo tiempo y fervorosamente se canta esta canción con alegría. Así dice un pequeño fragmento:

Quítale el manto a la Virgen / que ese luto es muy pesado
y no es digno que lo lleve / que su hijo ha resucitado.
Quítale el manto a la Virgen / a la Sagrada María,
quítale el manto de luto / y déjale el de alegría.

Merceditas está muy contenta, el cura don Luis y la maestra doña Nati, le dicen que sabe muy bien las oraciones y que Jesusito está muy contento con ella. Además el ‘verso’ que le va a recitar a la Virgen, es el más largo y el más bonito, de todos los que recitarán los demás niños y ella lo sabe de carrerilla. No tendrá regalos como las otras niñas y niños pero no piensa en eso, su mejor regalo es su abuela y el vestido y la diadema tan bonitos que ella le está haciendo.
Para su abuela, Merceditas es la niña más lista y más buena, además, el día de su primera comunión será la niña más guapa.
Su trabajo le está costando pero para su nieta todo es poco, daría su vida por ella si fuera preciso. Recuerda con alegría y tristeza el nacimiento de Merceditas: era un día de mayo, su hija Merche se casaba ese día pero en vez de ir a la iglesia hubo que ir al hospital. Merche se casaba embarazada de siete meses y en el pueblo los comentarios fueron de lo más desagradables y las críticas feroces.
Por eso se casaban sólo con padrinos y testigos. Era entonces un pecado muy grave tener un hijo (aunque fuera del novio), antes de estar casada. El parto se adelantó, el niño venía de mala manera y hubo que acudir al hospital lo antes posible. Cuando llegaron, Merche había fallecido. Tuvieron que hacerle cesárea rápidamente y nació la niña, venían mellizos, pero al segundo que era un niño no pudieron salvarle. Al novio de Merche que era de otro pueblo, no volvieron a verlo nunca más.
Para Mercedes viuda hacía dos años, fue un gran golpe; lloró mucho pero tenía lo más bonito que su hija le podía dejar, una niña preciosa y muy frágil, había que trabajar mucho para sacarle adelante y tuvo que hacer de todo. Desde lavar la ropa de la gente de su pueblo (teniendo que bajar y subir cargada, una enorme cuesta al río), planchar, ayudar en las matanzas y en el horno, hasta ir a espigar para dar un poco de trigo a sus gallinas.
Hasta aquel día (bendito día), que llegó al pueblo doña Benita.
Doña Benita era la maestra, que llegaba a este pueblo sin conocerlo de nada, había hablado con Serafín (el alcalde) y éste llevó a doña Benita a la casa de Mercedes.
Y Mercedes recordaba lo que Serafín le decía, cuando aquel día de octubre llegó la maestra: <<Más que nada, porque le vendrá bien el dinerillo que le pagará el ayuntamiento, por alojarla en su casa>>.
A la maestra le cayó bien Mercedes y trataba de ayudarle en lo que podía. Mercedes se lo agradecía de todo corazón, sobre todo si le cuidaba a la niña cuando ella tenía que trabajar.
Un buen día, cuando Mercedes cansada llegaba de su trabajo, le comentó la maestra:
–Esta vida no es buena, ni para usted, ni para la niña, sería mucho mejor si tuviera un trabajo en casa.
Mercedes se quedó boquiabierta y dijo asombrada:
–¡Y qué puedo hacer yo, si no tengo ningún estudio!
–Usted no necesita estudiar, sólo necesita un poco de tiempo para aprender a coser y si quiere, yo puedo enseñarle –contestó la maestra.
Mercedes vio el cielo abierto, ella cosía y remendaba muy bien y como mucho hacía algún delantal, pero nunca supo hacer patrones. Pasados unos días, las dos trabajaron desde que la maestra dejaba la escuela hasta bien entrada la noche. La alumna (como decía la maestra), progresaba mucho y pronto pudo hacer sus propios vestidos así como los de la niña. Enseguida lo supieron en el pueblo y en vez de llamarle para que fuera a lavar y planchar, le llevaban telas para que confeccionara vestidos y pantalones. Al principio le ayudaba la maestra, pero poco a poco, ya no lo necesitaba.
La maestra estaba muy contenta en casa de Mercedes pero el curso siguiente, llegó una nueva maestra y doña Benita tuvo que ir a otro pueblo.
A menudo le escribía a Mercedes y siempre le preguntaba por la niña. Mercedes siempre le contestaba, pero pasados un par de años la maestra dejó de escribirle y ya no supo nada más de ella.
Inocencio estaba preocupado desde hacia unos días. Había sacado su aparato de radio al portal para oír ‘el parte’ (las noticias), mientras arreglaba a sus animales.
–La radio no se oye bien –les decía a sus amigos Cándido y Marcelo–. Cuando la enciendo hace unos ruidos muy raros. Como no tenía otro sitio mejor, la puse encima de un saco de trigo que iba a llevar al molino, yo creo que se ha estropeado.
–A lo mejor se ha metido algún ratón –bromeaba Marcelo.
–No seas gracioso, ¡eh! –volvió a decir Inocencio.
–Si quieres la echamos un vistazo­ ­–comentó Cándido.
Cuando abrieron la radio (para echarle un vistazo), encontraron la sorpresa más grande que se pudieron imaginar, allí moviéndose perezosamente había un nido de ratoncillos.
­­   –¡Uf vaya asco! –decía Inocencio–, no sé si mande la radio a freír espárragos.
–Quita hombre, la limpiamos y ya está, espera a ver si se oye bien –dijo Cándido.
–Si no la quieres, me la llevo yo –decía con guasa Marcelo.
   Como la radio se oyera bien, dijo Cándido:
–Ya sabes, no la vuelvas a sacar al portal.

CAPÍTULO V
Por fin llegó el día de la Ascensión (día de las comuniones). Merceditas estaba muy nerviosa, había dormido poco y daba vueltas y revueltas frente al espejo. La abuela siempre le decía que era su princesa y hoy en verdad lo parecía. Ella y la abuela no iban nunca a la peluquería, pero… ¡qué peluquería ni que ocho cuartos!, la abuela le había trenzado el pelo por la noche y ahora tenía su melena rubia llena de ondas y rizos.
Y el vestido y la diadema eran preciosos, seguro que ninguna niña estaría tan guapa como ella. Cuando Merceditas vio a la abuela creyó ver a una reina.
–¡Pero qué guapísima estás, abuela!
–Tú lo estás mucho más, anda vamos a misa que ya es hora y no hay que llegar tarde.
Abuela y nieta iban cogidas de la mano, al llegar a la iglesia los comentarios de la gente eran de admiración y de alabanza.
Cuando llegó don Luis, ya estaba doña Nati colocando a los niños, eran siete los que comulgaban por primera vez, cinco chicas y dos chicos. A Merceditas le puso en la esquina del primer banco, ya que era ella quien recitaría su ‘verso’ en primer lugar. La maestra estaba nerviosa y rezaba para que todo saliera bien. No en vano, ella era quien había preparado la catequesis y los poemas de los niños.
Mercedes estaba muy pendiente de la niña y de todos los acontecimientos que estaban sucediendo en la misa. Enseguida le tocaría a Merceditas decir su ‘verso’ y ella tiene que estar muy atenta para oírle bien, porque a don Luis le oye más bien bajito. Ahora recuerda cuando le decía al médico: <<Yo creo que últimamente me estoy quedando un poco sorda>>. Y el médico le decía: <<Esas son cosas de la edad, señora Mercedes, no se preocupe>>. La misa ya está llegando a su fin y todo ha salido muy bien.
Todos los niños están muy contentos y parecen un poco cansados, la señorita les ayuda a salir y todos en fila salen de la iglesia los primeros. Luego salen todos los demás y cuando Mercedes sale, la niña le está esperando, con una caja de cerillas en la mano.
–En la caja hay una peseta abuela –decía Merceditas–, me la ha dado una señora. Ha dicho: que se llama Otilia, que es del pueblo de abajo, que no podía esperar y que te dé muchos recuerdos.
–Pobre mujer –decía Mercedes–, creo que la peseta le haría más falta a ella que a mí. ¿Le has dado las gracias? –le preguntaba a la niña.
–Claro abuela, cómo no se las voy a dar –decía Merceditas.
–¿Qué tal estás ahora? –volvía a preguntar Mercedes.
–Y Merceditas contestaba sin dudarlo:
–Muy bien abuela, mi vestido es el más bonito de todos. Muchas gracias.
La abuela sonríe y cogiendo de la mano a su princesa piensa: <<No sé cuándo volveré a misa>>. Después de nacer la niña y de su bautizo, no volvió a pisar la iglesia hasta el funeral de su vecino el señor Alonso. ¡Lo había pasado tan mal, por culpa de tanta gente intolerante! Además, la mayoría habían sido amigos de su marido, de ella y de su hija. Ahora recuerda, cuando el señor Alonso le decía en broma: <<Tú y yo, haríamos una buena pareja; la iglesia y los curas p’al gato>>. También recuerda, cuando la niña bien pequeñita le preguntaba por su papá y ella le decía: <<Tu papá se fue y no ha vuelto, y será mejor que no vuelva, por la cuenta que le tiene>>. Después Merceditas nunca volvió a preguntar por él.
Mientras caminaban, Merceditas iba comentando a su abuela detalles de la misa y de sus amigos:
–Todos mis compañeros de comunión, comerán con sus familiares –decía la niña.
Mercedes viendo a la niña un poco desanimada le dio un beso y dijo:
–Nosotras no tenemos ningún familiar y como siempre, tendremos que ir a comer solas a casa, pero no te preocupes, hoy por ser un día especial, he hecho una buena comida y una gran tarta de manzana, a las dos nos gusta mucho y seguramente quedará para comer mañana.
Ya se dirigían a su casa cuando se encontraron con sus vecinos, Inocencio, Cándido, Rufina y Marcelo.
–Hola chicas, ¡pero que guapetonas estáis! –dijo Marcelo.
–¿Quieres que te diga, lo que le dijo la ratita al burro? –dijo Mercedes.
–Anda no seas guasona, que tú sabes que es verdad –decía otra vez Marcelo–. ¡Esperad un poco, no vayáis tan deprisa! –metió la mano en su bolsillo y en vez de sacar la cartera como otras veces, sacó una pequeña cajita se la entregó a la niña y añadió–. Toma Merceditas, esto es un regalo para ti.
La niña miró a su abuela, pidiendo con los ojos su aprobación.
–Dale las gracias a Marcelo –dijo la abuela.
La niña le dio las gracias y quitó el papel de regalo, al abrir la caja quedaron al descubierto unos preciosos pendientes de oro. Cándido, Rufina e Inocencio, también le dieron otras dos cajitas, una de ellas contenía un pequeño reloj y la otra una pulserita de oro.
Merceditas contentísima les dio a todos un beso y volvió a cogerse de la mano de su abuela, que muy emocionada y con lágrimas en los ojos, dijo:
–¡A ver cómo os voy a pagar yo!
Y Rufina para quitar un poco de tensión a Mercedes, contestó:
–Pues invitándonos a comer, hemos pasado por tu casa y olía a gloria.
–¡Pues vale, todos para mi casa! –dijo Mercedes. Y allí se van los seis tan contentos.
Llegando a la puerta de la casa, Mercedes sintió una punzada en el corazón. Allí estaba el padre de Merceditas y el que pudo haber sido su yerno. Ya no tenía escapatoria, tenía que hablar con él aunque no quisiera. No era un día para discusiones y por la niña, no pensaba reñir con nadie.
Los vecinos que ya sabían de la presencia del chico, procuraron quedarse hablando con Merceditas y así, evitar a la niña cualquier disgusto.
–Buenos días, señora Mercedes, tengo que hablar con usted –dijo el chico.
–¡No vengas con tonterías! ¿Qué haces tú, hoy aquí?
–Quiero hablar con usted a solas, pero tiene que ser hoy, no sé cuando podré volver y es muy importante. Ya veo que está usted bien y la niña está preciosa, gracias por cuidarla tan bien.
–¡A ver si te crees, que me la iba a dejar morir! Mi trabajo me ha costado pero si es verdad, la niña es un encanto y se llama Merceditas, por si no lo sabes.
–Sí que lo sé. Usted dirá, dónde y cuándo podemos hablar.
–Pues no tengo ganas de discutir, ya veremos.
–Ya le digo que tiene que ser hoy, mañana me voy a Argentina.
–¿Así que te fuiste corriendo? Y seguro que pasaste el charco nadando, ¿no?
–No sea usted sarcástica, eso es lo que quiero contarle.
–Es que... no sé si quiero enterarme. Seguro que saliste detrás de alguna tonta como la pobre Merche.
–No le llame tonta a Merche, usted sabe que no lo era, nos queríamos y tuvimos muy mala suerte.
–Dirás mejor, la tuvo. Porque tú, estás aquí bien pancho.
–Bueno, la invito a tomar un café en el bar a las siete. Procure dejar a la niña un ratito con su vecina.
–Bien, allí estaré, espero que no tenga que arrepentirme. Hasta luego.
–Hasta luego, señora Mercedes.
Mercedes con el ceño fruncido, vuelve con sus amigos y la niña.
–Vamos a casa. Ya me ha fastidiado la comida –le dijo a Rufina.
–¿Quién era, abuela? –preguntó la niña.
–Un conocido –dijo Mercedes–. Ya te contaré luego, ahora vamos a comer.
Entraron en la casa, Merceditas miraba su reloj que en su muñeca aún le quedaba un poco grande.
–Para que te valga cuando crezcas un poco más, ahora tendrás que llevarlo al relojero, para que te quite alguna cadenita de la pulsera –le decía Rufina–. Los pendientes y la pulsera te los pruebas cuando comamos, para que veamos lo bonitos que son y lo guapa que estás.
–No sé si llegará la comida –decía Mercedes preocupada por los acontecimientos–, ya sé lo que dice el refrán, <<lo bien repartido bien sabe>>, pero no es cosa de quedarse con gana. Aunque sea, voy a poner unos huevos cocidos con mayonesa, que eso se hace enseguida.
–No te preocupes Mercedes –decía Marcelo–. Hemos venido por haceros compañía.
–Pues muchas gracias, sois unos buenos vecinos –decía Mercedes.
–De algo tienen que servir, esos ratos que pasamos jugando a la baraja. Si no fuera por esos y otros ratos, como dice la gente, andaríamos todos como zombis –decía Inocencio.
Rufina ayudaba a Mercedes a poner la mesa y los hombres hablaban con Merceditas, mientras las mujeres servían la comida.
Acabada la comida Merceditas quiso ponerse los pendientes y la pulsera. Pero antes les dio a todos un gran beso y volvió a darles las gracias por los regalos.
–Muchas gracias a tu abuela y a ti por la comida, estaba todo delicioso, sobre todo la tarta. ¡Menuda mano tiene tu abuela para todo! –dijo Rufina.
Después del café, Mercedes le hizo a Rufina un guiño y dijo:
–¿Que tal Merceditas si vas esta tarde donde Rufina? Tiene un parchís muy chulo, seguro que les ganarás a todos. Yo recogeré la mesa y fregaré los cacharros, ya iré luego a buscarte.
La niña contentísima se cogió de la mano de Cándido y cada uno se fue para su casa. Después de recogida la cocina, Mercedes fue al bar donde estaría esperando el padre de su nieta. <<Vamos a ver lo que dice ese sinvergüenza (comentaba Mercedes para sus adentros), le va a creer su abuela>>.
El chico estaba sentado junto a una mesa, situada en un rincón del bar mirando hacia la puerta, cuando vio llegar a Mercedes, se levantó y fue hacia ella invitándole a sentarse.
–¿Qué va a tomar, señora Mercedes?
–Una manzanilla, espero que no se me corte la digestión.
Cuando el camarero hubo dejado la manzanilla, el chico comenzó a hablar.
–Gracias por venir, no las tenía todas conmigo.
–Espero, que haya merecido la pena mi esfuerzo.
–Me gustaría que me escuchara sin interrumpirme, ya le he dicho que es importante y no tengo mucho tiempo, vine ayer de Buenos Aires y me voy otra vez mañana.
–Pues tú dirás, soy toda oídos.
–Verá, Merche y yo nos queríamos, ya se lo he dicho antes. No nos importaba tener a nuestro niño antes de casarnos, ni lo que dijera la gente, estábamos dispuestos a todo por nuestro amor. Un día me dijeron en mi empresa, que en Argentina yo podía tener un buen trabajo, se lo dije a Merche y a los dos nos pareció interesante. Yo no quería dejarla sola en su estado y le propuse irnos los dos. Ella aceptó encantada pero había un problema; estaba preocupada por usted, seguro que se enfadaría mucho con ella, si se marchaba conmigo. Lo pensamos, y yo le dije que si nos casábamos, usted no tendría más remedio que aceptarlo. A la vez y aprovechando el viaje de novios nos iríamos a Argentina.
Sacamos los billetes para el día siguiente de la boda y pensábamos decírselo a usted después de la misa. Cuando ella se puso mal, yo le dije que no me iba sin ella. Me dijo que no perdiera la oportunidad ni el billete y que fuera. Me hizo jurar que así lo haría, y que volviera lo antes posible a buscarle a ella y al niño.
Después de todo lo que pasó y pensándolo mucho, decidí marchar, yo no podía hacerme cargo de la niña y creí que usted la cuidaría mejor que nadie.
Sé por un amigo todas las fatigas por las que ha pasado, pero yo no podía hacer nada, seguía estando muy lejos y si quería volver tenía que tratar de ahorrar un poco, en parte, para darle a usted algo de dinero y para la niña. Ya sé que nada le pagará todos los disgustos que yo le pude haber ocasionado. Aquí traigo el billete de avión de Merche, puede usted mirar la fecha, yo lo guardo como un tesoro.
Ya ve, sólo fue culpa del destino, que a veces lo pone todo patas arriba. La pulserita y los pendientes que le han dado sus vecinos a Merceditas, se los he traído yo. Espero que la niña los disfrute con mucha salud. Ellos han tenido la buena idea de comprarle el relojito entre todos, tiene usted unos vecinos que las quieren de verdad. Ya lo había comprobado antes y me alegro mucho.
Tenga usted este poco dinero que he podido reunir, ya le iré mandando lo que pueda. Si a usted no le viene mal, me gustaría que la niña pudiera estudiar.
Mercedes le escuchaba con los ojos llenos de lágrimas y dijo:
–No te preocupes, pasó lo que pasó y ahora tenemos que luchar por la niña, yo ya soy mayor y me gustaría que empezara a conocerte. Espero que me dé tiempo de contarle poco a poco todo lo sucedido. Si quieres puedes venir a verla, le diremos que eres amigo de su mamá, ella se alegrará mucho de verte. Es una niña encantadora.
–Gracias señora Mercedes, no esperaba menos de usted.
Había sido un día de grandes emociones y abuela y nieta se acostaron pronto.
–Mañana será otro día –dijo la abuela.
El domingo siguiente Mercedes volvía a misa con su nieta, entraron en el cementerio, visitaron la tumba de su marido e hija y rezaron por ellos un padrenuestro. Luego fueron a la del señor Alonso.
En vez de rezar una oración como esperaba la niña, dijo Mercedes:
–Ya ves Alonso, tú y yo decíamos que la misa y los curas para el gato, pues a mí se me ha aparecido la Virgen.
Como Merceditas mirase con extrañeza a su abuela, ésta dijo a la niña:
–No te preocupes, Alonso ya me entiende.

CAPÍTULO VI
Mercedes se despertó con el canto del gallo. Los rebaños ya salían de los corrales y había que levantarse. Ya no cosía mucho pero ahora tenía entre manos un vestido de Rufina, quería terminarlo para el Corpus y no quedaba mucho tiempo. Las chicas ya empezaban a juntar colchas, alfombras, flores y otras cosas, para hacer los altares en la calle, uno en cada barrio. Y la gente decía encantada: <<La verdad que los hacen bien bonitos>>.
El día del Corpus Christi se hace misa y procesión, el cura saca la Custodia y recorren todos los altares, rezando y cantando canciones de iglesia. Los niños y niñas que han hecho ese año la primera comunión, salen vestidos con sus trajes y toda la gente del pueblo les acompaña vestidos con sus mejores galas. Para todos es un gran día de fiesta y como dice el ‘dicho’: Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión.
Hoy día del Corpus, Rufina quiere ponerse muy guapa. Mercedes le ha hecho un bonito vestido y con los zapatos que compró hace unos días en la ciudad y la permanente que le han hecho en la peluquería, Merceditas le dice, que está tan guapa que no le van a conocer. Con el ajetreo de la casa y pensando en la fiesta, Rufina se ha olvidado que debía matar un pollo. Su madre solía decir un refrán: <<Bruto español, que siempre recuerda tarde>>. Y hoy con el trajín, para cuando ha querido recordar… No obstante, tiene que hacerlo, porque pensando en el pollo no ha comprado otra comida.
Seguramente le dará tiempo, antes de que el cura don Luis llegue a decir la misa y prepara todo lo necesario para la labor. Cuando se dispone a sangrar al pollo y recoger en una tacita la sangre (que luego cuece), oye las primeras campanadas para la misa. No tardarán mucho en dar las segundas y con prisa se dispone a desplumarlo. Cuando lo tiene desplumado a medias, oye dar las segundas y pensando que no le va a dar tiempo a terminar del todo, deja el pollo en un cesto en la gloria, para que no lo toquen los gatos, sube hasta su cuarto a prepararse y piensa: <<Cuando salga de misa acabaré de pelar el pollo y haré la comida>>.
Poco después, oye a Mercedes y Merceditas que ya van a misa, les llama y se van las tres juntas. Cerca ya de la iglesia oyen a Margarita y a su hermana, que riendo a carcajadas, llaman a Rufina: <<Rufina, ¿pero que le ha pasado a tu pollo, que estaba a medio desplumar revoloteando en la ventana de la gloria?>>. Rufina que ya está acostumbrada a las bromas de sus otras vecinas, no les hace caso y sigue su camino hacia la iglesia. Cuando salen de misa Cándido llega el primero a casa y al abrir la puerta de la gloria, el pollo sale disparado a la calle, en el momento, que llegan Rufina, Mercedes y Merceditas, que al ver al pobre pollo corriendo por la calle, con su pluma en la cabeza (que a modo de aguja, le cose la herida que Rufina le ha hecho para sangrarle), medio desplumado y que corre que se las pela (nunca mejor dicho), a las tres les entra un ataque de risa. Cándido sale tras él y enseguida llega con el dichoso pollo que hoy ha dado un buen espectáculo.
En el pueblo no tienen cine, ni baile pero un día de asueto no viene nada mal y la gente lo aprovecha para descansar y lo disfruta lo mejor que puede. Los dos meses pasados han estado muy atareados; además de hacer todas las labores de la casa y atender al ganado (que deben hacerlo a diario), han sembrado patatas, remolachas y limpiado los cereales de malas hierbas con su azadilla.
Pronto, las cebadas empezarán a cambiar de color y poco después seguirán los trigos. Ya no se siega mucho a mano, pero vienen dos meses (julio y agosto) muy duros y hay que preparar todos los aperos de la siega y de la trilla: segadoras, atadoras, aventadoras, hoces, bieldos, bieldas, rastros, rastrillos, escobas, trillos y algunas cosas más.
Después de limpia la era, ya está todo preparado para cuando se empiece a segar, toda la gente anda azacanada y para todos hay trabajo. Y los labradores suelen decir por estas fechas: <<Lo que hace falta es que venga buen año y el viento o el granizo, no nos quite lo poco que tenemos>>.
Ya le rezaban a Santa Bárbara y le ponían velas cuando había tormenta, pero a pesar de todo, algún año no les escuchó demasiado.
En septiembre después de recogida la cosecha, se hace la fiesta de Gracias, en honor a los Mártires de Cardeña y a la Virgen del Valle, ya que son ellos los patronos de este pueblo.
Gracias a Dios, a los santos (y a su trabajo) nunca les faltó lo necesario para comer.
Ya fuera por la dureza del trabajo en el campo, la falta del agua, o la dureza de su clima, la gente joven empezó a marcharse del pueblo a trabajar a otros pueblos y ciudades.
Y como el eco de una previsible y triste sentencia, se oye a los campesinos cantar esta canción:

Por la mañana el rocío / y por la tarde el calor,
por la noche los mosquitos, / no quiero ser labrador.

Así, el pueblo poco a poco, fue perdiendo a la mayoría de sus moradores, varios vecinos vendieron sus tierras y el ganado. Se hizo la parcelaría agrícola y las fincas se hicieron mucho más grandes.
Los agricultores que se quedaron con las fincas, compraron tractores y maquinaria agrícola, se fueron a otros pueblos y ciudades cercanas y desde allí llegaban a hacer todas las faenas del campo.
Al final del año 1975 sólo quedó una persona; un hombre soltero y solitario que no quiso abandonar a su pueblo.
Al no haber suficiente gente, que pudiera cuidar el patrimonio del pueblo y los bienes del vecindario, se llevaron el retablo de la iglesia, todas las demás imágenes y todo lo que encontraron de más valor.
Al morir su último habitante (que como un buen ‘Robinsón’ estuvo cerca de veinte años), el expolio fue brutal. Rompieron las cerraduras y las puertas de la iglesia, arrancaron y se llevaron las losas del suelo (grandes piedras que cubrían las tumbas de sus antiguos habitantes), dejando todos los restos al descubierto. Poco después, con una grúa bajaron y también se llevaron, las campanas de la torre.
Finalmente, destrozaron las puertas de la escuela y de las casas, y robaron absolutamente todo.
Sólo el viento, el sol, la luna y las estrellas, comparten su soledad y tristeza.
………………..
Pero su gente no quiere que la historia de este pequeño pueblo termine así. A pesar de su absoluto deterioro y la ruina de su iglesia y de sus casas. Desde principios del siglo XXI, los antiguos residentes y sus familiares, se reúnen aquí un día de verano. Para rezar la misa en una carpa y como antaño, cantar la Salve en la derruida ermita. Haciendo una comida de hermandad y chocolate para la merienda, con juegos y alegría, pasan el día entre amigos. Así, todos juntos, rinden un pequeño homenaje a su querido pueblo. 
IRENE SÁEZ SAIZ
 

  

 

HISTORIAS DE MARÍA 

Desde la pequeña alcoba, oia trastear a su madre en la cocina. Su padre estaba preparando trigo para ir a sembrar el día siguiente. -Tenemos que madrugar ahora está la tierra justo en las mejores condiciones -decía su padre. Era de noche, debían ser las nueve más o menos y María no tenía sueño. La alcoba no tenía ventana, pero la puerta daba al pasillo y frente a ella había un pequeño ventanuco por el cual entraba un poco de luz. En la calle la luna llena lucía en todo su esplendor. María tenía dos hermanas, eran bastante más mayores que ella. No tenían hermanos y eran ellas quienes ayudaban a su padre en el campo y en todas las faenas agrícolas y ganaderas. Su madre se quedaba en casa y aunque andaba un poco pachucha, le cuidaba a ella y hacía las cosas de la casa. No obstante cuando tenian que lavar la ropa, también iban sus hermanas, ya que había que lavarlo en casa. El agua del río era muy dura y solo servia para aclarar la ropa y para que bebieran los animales. María había nacido a mediados de los años 40. Ella no pasó las penurias de la guerra, ni las dificultades de la posguerra, no conoció lo que era la cartilla de racionamiento y que tantas veces le oía comentar a su madre. Tampoco vio poner los postes de madera del alumbrado eléctrico, ni hacer la carretera. Era muy pequeña y las dos cosas le pasaron desapercibidas. Tanto la luz, como la carretera se inauguraron a principios de los años 50 y fue un gran acontecimiento para el pueblo.Los padres de María eran labradores, y tenían algunas pequeñas fincas, Las fincas se median por fanegas y celemines y se sembraban en su mayor parte de cereales. Para sembrar los cereales había que preparar la tierra. 

Primero se araba con el arado llamado de reja, este era arrastrado por caballerias y con él se removia y se daba vuelta a la tierra ahuecándola para que le entrara el sol, el aire y la lluvia.   Esta labor se hacía a finales de otoño, ya preparadas las fincas se sembraba la mitad de ellas. La semilla era echada en la tierra a mano (o voleo) desde unas alforjas o sacos que el sembrador llevaba a la espalda. La otra mitad se dejaban sin sembrar o barbecho, o se alternaba sembrando en ellas patatas, remolachas, berzas etc. Cuando los días eran más cortos se llevaba la comida al campo, sobre todo si las fincas estaban lejos. En estos pueblos en los que solo había agua dura, tenían un sistema para tener agua blanda en sus casas. En todas ellas había una habitación en la planta baja, llamada tinajero, en la cual tenían tinajas y uralitas. En las casas más grandes también había dépositos hechos con cemento. Las tinajas eran unos recipientes grandes hechos con barro cocido y tanto estas como los depósitos, se llenaban con agua de lluvia, la cual se usaba para hacer las comidas y lavar la ropa. Las uralitas eran otros recipientes aún más grandes que las tinajas hechas de Uralita (de ahi su nombre) con un grifo en la parte baja, estas se llenaban con agua de nieve, y se guardaba para beber. Para llenar estos recipientes, cuando llovia, se cogia el agua que caía de los tejados a los canalones, de aquí a las tuberias (que llamaban limas) y que bajaban por las paredes de la casa. Dichas tuberias o limas se llevaban al tinajero hasta las tinajas, uralitas y depósitos. Aqui lavar la ropa era una auténtica odisea: primero se calentaba agua blanda en un balde. En el agua caliente se ponía la ropa en remojo y luego con un trozo de jabón se iba lavando prenda a prenda en el "entremijo".

El "entremijo" o expremijo era una especie de mesa algo inclinada, con un agujero en la parte más baja de la tabla, para que fuera cayendo el agua de la ropa que se estaba lavando, luego se llevaba a aclarar al río. La ropa blanca se ponia al agua y al sol para que se blanqueara. Para esto se tendia en una huerta al lado del río durante unas horas, regándolo cada poco tiempo. Luego se volvia a aclarar y se llevaba a casa. Después de seca se planchaba y se guardaba. La ropa quedaba muy limpia pero daba mucho trabajo. Mas tarde llegaron la lejia, los jabones en polvo y en escamas, con ellos lavar era un poco más facil, pero no se libraban de ir al río, teniendo que bajar y subir cargadas una gran cuesta. La cuesta del Pontón o Puntón (como la llamaban en el pueblo) y que muchas veces estaba llena de barro. No hacía muchos años se hervia la ropa en grandes calderas de cobre y se hacían el jabón y la lejia en casa.
Para planchar se usaban unas planchas de hierro, que se abrian por la parte de arriba con una manecilla. En ellas se metian las brasas de leña o carbón con las cuales se calentaban. Con la llegada de la luz, ya se usaron planchas eléctricas, con ellas era mucho más cómodo planchar y quedaba mejor la ropa.
En tiempo de sequia se juntaban varios vecinos y marchaban con un carro de mulas, lleno de garrafas y garrafones a buscar agua a otros pueblos, a varios kilómetros de distancia.
Lo mismo que se juntaban para ir a por agua, hacian para comprar el vino, sólo que aqui llevaban también, pellejos y botas de vino. Algunos llegaban al pueblo  ’cargaditos’ y con las botas de vino vacias.
En una ocasión, al volver al pueblo con el carro cargado de pellejos y garrafones llenos de vino, las mulas que no habían bebido agua en todo el día (sus amos habían bebido demasiado vino) al pasar por la fuente se fueron directamente a ella. Al coger una curva el carro volcó, se rompieron algunos garrafones, estos agujerearon los pellejos y el vino se escapaba sin remedio. -¡Bebed, bebed, que no se pierda todo! -decía uno de los que llevaba el carro. ¡Como si no tuvieran suficiente!
Menos mal que consiguieron llegar pronto a casa. La anécdota fue celebrada durante años.
El pueblo era muy pequeño. No había más de cincuenta casas, pero tenía su ayuntamiento, con el alcalde, secretario, juez de paz, concejales y alguacil. Llegaba el barbero una vez a la semana a afeitar y cortar el pelo a los hombres. Por entonces no existian las maquinillas eléctricas y el afeitado se hacía a navaja cada semana en la casa de un vecino. Para este menester usaban un sillón especial que se trasladaba de una casa a otra. Las mujeres iban a las peluquerias de otros pueblos más grandes. También llegaba de vez en cuando el ’cacharrero’ que vendía platos, cazuelas, cubiertos y otros utensilios de cocina y para la casa. El zapatero llegaba a buscar los zapatos para arreglar y luego los devolvia ya arreglados. Y una o dos veces al año llegaban el capador de cerdos, el afilador, los esquiladores de mulos y otros que arreglaban pequeños cacharros y otros aperos de labranza. A pesar de que había pocos vecinos, tenían buena venta y marchaban contentos.
La pareja de la guardia civil solía llegar una vez al mes. María había oido decir a su madre, que se llevaban a las personas malas. La verdad es que nunca se llevaron a nadie del pueblo, pero a María le daban un poco de miedo. Una vez le preguntaron si quería ir con ellos, ella comenzó a llorar y le dijeron: <No te preocupes bonita, que no queremos alhajas con dientes>. Ella no sabía lo que aquello significaba, pero su madre se echó a reir. Y aunque era una niña buena... ¡nunca se sabía! Por eso cuando les veía procuraba mantenerse cerca de su casa.
-Estamos yendo a menos, -decía la madre de María -hace pocos años había tres tabernas y practicante.
-Han dicho que el secretario está bastante mal -dijo la hermana de María.
-Algún día tenía que llegar, ya es mayor -dijo su madre.
-Pues como se muera ya veremos a quien nos traen -dijo su padre.
-Ya sabes, a rey muerto rey puesto-, volvió a decir su madre.
-No faltará quien esté deseando venir -comentó su otra hermana.
 El secretario murió poco después y mandaron a otro de fuera, que llegaba una vez a la semana.
El pueblo mermaba y esto asustaba a los vecinos, pero lo que más temian eran los incendios. Las casas eran de piedra y muchas de ellas eran ya viejas y tenían el tejado y las vigas de madera. El hogar en la cocina, estaba casi siempre encendido, las cuadras de los animales estaban en las mismas casas, así como la paja para darles de comer a diario, y el grano que se cogia (que no era mucho) lo guardaban en trojes, en el alto o desván. En caso de incendio era muy facil que se extendiera y como el agua estaba lejos, era dificil de apagar. Si a alguien le tocaba le suponía la ruina.
María había conocido dos incendios. Para avisar a la gente, sobre todo para los que pudieran estar en el campo, tocaban las campanas. Este sonido lo llamaban ’tocar a rebato’ y no era como ninguno de los que María había escuchado otras veces. Por eso cuando había un incendio, el pueblo entero dejaba lo que estuviera haciendo y se volcaba en apagarlo, ayudando en lo que fuera necesario. Gracias a Dios no hubo desgracias en personas o animales, aunque si se quemó la paja, que tenían para los animales y las cuadras. Cuando se hablaba de ello todos decían ¡Dios quiera que no vuelva a pasar!
En el pueblo había dos fuentes que se distanciaban unos doscientos metros la una de la otra, y cerca de las dos pasaba el rio. Para llevar el agua desde la fuente, tenían en todas las casas unos calderos de cinc y un aro grande de madera. Este se ponía sobre los calderos y metiéndose dentro de él, se cogian los calderos por las asas, asi se llevaban mejor y pesaban menos.
El camino para llegar a dichas fuentes era un auténtico desastre, sobre todo cuando llovía o nevaba, se convertía en un inmenso lodazal. A pesar de que cada poco tiempo, el alcalde llamaba a los vecinos y se hacían veredas para arreglarlo. Las veredas se llamaban a los trabajos que se hacían para el pueblo, ya fuera arreglando caminos, limpiando el río, etc. Dependiendo de la gente que se necesitara para hacer el trabajo, iba una o más personas de cada casa, siempre hombres. Si no podía ir una persona dejaban una mula, un carro o cualquier otra herramienta que hiciera falta.
Como el pueblo estaba muy alto (876) metros, en invierno caían grandes nevadas, helaba mucho, no se quitaba la nieve en varios dias y hacía mucho frío. También había días que soplaba un fortísimo viento y casi todos los inviernos tiraba algún poste de la luz y había que pasar más de una noche con velas.
Los días que no se podía ir a trabajar al campo, los hombres se reunian en la pequeña taberna, a charlar o jugar a las cartas. Las mujeres se juntaban en casa de cualquier vecina a coser o hacer punto.
A veces también jugaban una partidita, sobre todo los domingos, que el cura decía que era pecado trabajar. 
El señor cura era un hombre muy campechano, atendía a tres pequeños pueblos, en uno de los cuales vivía. En este (que distaba unos cinco kilómetros del pueblo de María por un camino campo a través) decía misa cada domingo, a los otros dos, les tocaba cada quince días, o sea cada dos domingos o días de fiesta, a no ser que fuera Navidad o Semana Santa. Cuando hacía mal tiempo le iban a buscar con una mula. Asi estubo unos cuantos años. Después compró un coche y ya llegaba por la carretera. De esta forma, aunque el trayecto era más largo, no tenía la necesidad de que le fueran a buscar.
En verano llegaba muy temprano a decir misa, antes de que la gente, se fuera a trabajar al campo. Cuando ya era mayor, le encontraron muerto en su gloría. (Nunca mejor dicho)
Las mañanas de los domingos, con el buen tiempo, después de la misa, los mozos jugaban a la pelota en la pared de la iglesia, los hombres iban a la taberna hasta la hora de comer, las mujeres iban a coger la vez para cocer el pan y después se iban a casa a hacer la comida. La comida por los años 50 no era demasiado abundante, pero si era sana. Las fincas se abonaban con el estiercol de las cuadras y corrales, y la comida de los animales era absolutamente natural, por lo que, tanto los productos vegetales como los animales, eran totalmente ecológicos como ahora se les llama. La mayoría de los días, se comia cocido de legumbres: alubias, garbanzos o lentejas, con patata, arroz o verdura. Si había chorizo, morcilla o tocino, todo estaba más sabroso. Se cocia en un puchero de barro a la lumbre del hogar, y tenía que estar hirviendo más de una hora. Si tenia carne de oveja, cerdo o vacuno, aún tenía que estar más tiempo cociendo. Los domingos y días de fiesta se distinguian haciendo una paella, patatas o sopa de fideo, con conejo o pollo. De segundo plato, el resto del conejo o pollo. Además de la misa y el rosario, cambiar de comida era la mejor forma de celebrar y santificar las fiestas. ¡Como mandan los Santos Mandamientos!
El comedor en casa de María, se utilizaba cuando había invitados y en los días de las fiestas de Gracias, entonces se sacaban a la mesa los mejores platos, vasos y cubiertos. También lo usaban algunos días de verano ya que era la habitación más fresca. Los demás días se comia en la gloria o en la misma cocina.
Sacar la comida del puchero a una fuente o sopera se llamaba ’escudillar’ y se solía hacer un rato antes de comer para que se fuera enfriando. La comida se servia a la mesa, en la misma fuente o sopera y con una cuchara cada comensal, iba comiendo de ella, hasta que se acabara. Luego se echaba en la misma fuente lo que hubiera de segundo plato y nuevamente, con un tenedor cada cual, cogia sus tajadas. Naturalmente no podían faltar, el buen pan de la hogaza y el vino del porrón.
Para coger la vez el (día y la hora) en el que poder cocer el pan en el horno comunitario, tenían que ir a la casa de la última vecina que habia cocido la semana anterior, ya que era ella, quien tenia la llave del horno y la levadura, que se iban pasando de unas a otras. El horno era una especie de pequeña casita con una ventana. En su interior estaba el horno propiamente dicho, el cual tenía una gran boca, por la que se metia la ’hornija’ o paja para calentarlo.
Tenía también un mostrador donde se dejaban las gamellas con la masa lista para ser cocida. Ya caliente el horno, se hacia una ’escoba’ con hojas de plantas atadas a un largo y grueso palo, que llamaban holgadero. Con aquella escoba se quitaban las cenizas y se metia la masa con unas largas palas de madera. Al cabo de un tiempo ya se podian sacar unas estupendas hogazas, de un blanco y riquísimo pan. El siguiente domingo vuelta a empezar.
-El jueves nos ha tocado cocer, así que ya tenemos tarea -dijo la madre de María.
Se empezaba poniendo un puchero con agua y sal a la lumbre. Con el agua en la artesa se hechaba la harina con la levadura y se amasaba hasta que estaba en su punto. Luego envuelto en las maseras se tapaba bien y se dejaba ’dormir’ unas horas hasta que la masa pujaba, era entonces cuando se pasaba a las gamellas y se llevaba al horno.
Las tortas de chicharrones no las mejoraba, ni el mejor panadero del mundo ¡Que a gusto se comia esos días con el pan tan bueno! A veces a la vez de cocer el pan, también se asaba algún conejo, otras (las menos) se podía llevar cordero, cochinillo o besugo, entonces el placer era máximo.
Era tiempo de matanzas. Los vecinos afilaban los cuchillos y preparaban la ’banca’ o banco en el cual se sacrificaría al cerdo !Que divertidos eran los días de la matanza! Se juntaba la familia para ayudar y se hacía una fiesta que sobre todo a los niños les encantaba. Lo peor era oir al pobre cochino, que gruñía desesperadamente. Lo llevaban entre dos o más hombres y lo ponian sobre la banca. Mientras el matarife sacrificaba al cerdo, una mujer recogia la sangre removiéndolo para que no se cuajara. Después de muerto el cerdo, se chamuscaba con paja, para quitarle el pelo y limpiarlo bien raspándolo con un cuchillo. El rabo estaba tostadito y se lo daban a los chiquillos que lo esperaban como agua de mayo. Luego se abria y se destazaba. Se cocía el ’menudo’ (hígado, cuajo, etc) y ese día ya estaba preparada la comida. Se lavaba bien el vientre, se cocía el arroz y mezclado con la sangre, cebolla, pimienta y manteca se llenaban las tripas y se hacían las morcillas, que se cocían en un balde hasta que estuvieran hechas.
¡Que buenas estaban las morcillas! ¡Que rico estaba todo! Después se picaba la carne, con una máquina y se hacían los chorizos, que se colgaban en unos palos en la chimenea de la cocina, para curarlos al humo. Se ponían los jamones en sal y al cabo de unos días, se colgaban en la chimenea junto a los chorizos. Así se conservaba la carne y había un buen alimento para cuando llegara el verano y tuvieran que segar y hacer todo el duro trabajo de la recogida de la cosecha. En los cumpleaños también se juntaban a merendar. A los niños les daban chocolate y bizcochos, luego los mayores jugaban a las cartas. ¡Menudas peleas tenían!
-¡Esa carta no tenías que haber tirado -decia uno.
-¡Es que no tengo brisca! -contestaba el otro.
-¡Esta partida os hemos dado una buena paliza!
-¡Pues esta otra, no vais a hacer ni dos juegos! Y así, discutiendo amigablemente se pasaba la tarde.
En algunas casas tenían la radio en la gloria, y cuando daban la lotería de Navidad se llenaba de gente esperando a la diosa Fortuna.
La gloria era una habitación con el suelo de baldosa, hueco por debajo. Estaba al lado del portal, por el cual, hacian la boca para calentarla, metiendo paja o leña, que al quemarse se calentaba la gloria entera. ¡Que bien se estaba en ella, cuando hacia tanto frío! ¡El suelo estaba tan calentito!
En algunas casas más grandes, también tenían la cocina económica al lado o dentro de la gloria, lo que facilitaba mucho la tarea de hacer la comida.
María estaba encantada de vivir junto a la escuela: miraba a los niños cuando entraban todos formalitos en fila, cuando iban a jugar al recreo, o cuando salian atropelladamente para ir a comer a casa. Le gustaba oir cantar a los niños, su madre le decía que estaban estudiando la tabla de multiplicar. A ella le gustaba: dos por dos cuatro, dos por tres seis... Pero todavia era pequeña. En casa le decian que no tenía edad para ir a clase. Un día que María y su madre estaban a la puerta de su casa, al salir la maestra de la escuela, se paró a hablar con ellas.
-Buenos días -saludó la maestra.
-Buenos días -contestó la madre de María.
La maestra miró a María y le preguntó  -¿Cuando vas a ir a la escuela?
-No sé, todavia no tengo edad para ir.
-¿Cuantos años tienes?
-Cinco.
-Pero entonces... ya te falta poco ¿Cuando cumples los seis?
-En abril
María era un poco tímida y hablaba sin mirar a la maestra. Nunca había hablado con ella, pero le parecía muy simpática.
-¿Te gustaría entrar mañana conmigo?
-Pues... no sé.
María le miraba a su madre como pidiendo su aprobación.
- Mañana te espero -dijo la maestra-, mejor por la tarde, para que no tengas que madrugar.
La maestra siguió hablando con su madre y al despedirse volvió a repetir.
-Mañana te espero.
-Gracias -dijo la madre de María.
¿Que te ha parecido la señorita? -preguntó su madre a María.
-Bien.
-¿Quieres ir a la escuela?
María no estaba muy segura, a veces oía a sus primos que les castigaba, si no sabian la lección.
-¿Y si me castiga?
-Por qué te va a castigar?
-Si no me sé la tabla...
-No te preocupes, ahora no tendrás que estudiarla.
María se quedó mas tranquila y dijo:
-Bien, pues mañana, esperamos aqui a la seño ¿vale?
 Y entraron en casa riendose. Así empezó su etapa escolar.
La casa estaba cerca de la iglesia, a María le gustaba oir el sonido de las campanas, sobre todo si tocaban a fiesta. Cuando alguien se moria, el sonido era mucho más triste. El día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de Todos los Santos. En el pueblo se tenía costumbre, de tocar las campanas durante toda la noche, en memoria de los difuntos. Los mozos eran los encargados de subir a la torre cada cierto tiempo a tocar. Como tenían que pasar la noche en vela, hacían una buena cena en la taberna y para ellos era como un gran día de fiesta.
El cementerio estaba detrás de la iglesia. La madre de María decía, que antes fue el huerto de un vecino, que el ayuntamiento había comprado para dicho fin. Antiguamente a los difuntos se les enterraba dentro de la iglesia, en el suelo, bajo unas grandes losas de piedra. Un antiguo escrito decía: en 1712, se hace el osario fuera de la iglesia, con una cruz de piedra, que después se convirtiria en cementerio. La iglesia era un edificio grande, junto a ella estaba la torre, que ’lucia’ su veleta de gallo, un campanillo y dos enormes campanas, una de ellas tenía una pequeña rotura, por lo que su sonido era un poco especial. Las campanas eran una parte fundamental en este pueblo, estas suplian en buena parte la falta de relojes. Desde antiguo había un campanero que a diario las tocaba: al amanecer a maitines, a mediodía el ángelus y al atardecer el toque de oraciones. En las fiestas para tocar a misa volteaban las campanas. Era muy alegre y muy bonito.
La iglesia era el principal edificio del pueblo y todos se preocupaban de cuidarlo. A pesar de que hoy está en estado ruinoso, todavia se ve una fecha en su techo 1912. Según decían las personas mayores, fue el año en el que la iglesia fue sometida a una reparación.
Dentro de la iglesia, al fondo en su fachada principal estaba el retablo. En la parte de abajo del retablo, en el centro, estaba el Sagrario y, a derecha e izquierda el Niño Jesús de Praga y otras imágenes pequeñas. Sobre ellos, tambien en el centro, la Virgen del Valle, de la que todos se sentian muy orgullosos y por la cual sentian verdadera devoción. Le acompañaban la Inmaculada a su izquierda y San José a su derecha. Por último en la parte de arriba, Nuestra Señora de los Angeles y dos cuadros con algunas escenas de la Biblia. Fuera del retablo, a derecha e izquierda, en dos altarcitos pequeños, la Virgen del Rosario y la imagen de un Santo varón (que a María siempre le llamó la atención). En el pueblo siempre se dijo que era uno de los Mártires de Cardeña.
En el centro y también cerca del retablo, estaba el Altar Mayor. Desde este altar el sacerdote decía la misa (entonces en latín) y la gente contestaba igualmente en latín. Este altar era adornado con flores y velas encendidas durante la misa, lo mismo que los otros altares más pequeños. Los niños y niñas ocupaban unos bancos en la parte delantera y detrás las mujeres en sus reclinatorios. El púlpito y confesionario estaban a ambos lados, junto a los reclinatorios. Ya cerca de la salida, también a derecha e izquierda habia otros dos altares, a un lado Santa Bárbara y frente a ella San Antonio. Cerca del altar de San Antonio estaban las escaleras para subir al coro y los bancos  que ocupaban los hombres. Detrás de estos, la pila Bautismal y en la parte de arriba el coro. Ya cerca de la puerta estaba la pila del agua bendita.
Según algunos escritos, la iglesia fue construida entre los años 1663 y 1670, con el nombre de Santa María. Después de que el arzobispo Antonio Paíno, mandara derribar la anterior, debido a los continuos reparos a que venía siendo sometida. Otro antiguo escrito destaca: Ya en el siglo XV están establecidas en Castrillo, las cofradías de la Vera Cruz y el Rosario. Existen las ermitas de San Cristobal y de la Virgen del Valle "que está bajo la villa, en los prados junto a la fuente".
En el siglo XVIII Castrillo mejora en todos los sentidos. Tiene su buena iglesia, buena cruz y buen pendón de damasco. Sus ermitas de la Virgen del Valle y de San Cristobal, sus cofradias de La Cruz, del Rosario y de Nuestra Señora del Valle, con sus correspondientes fiestas. En los primeros años del siglo, se crea el Arca de la Misericordia para niños abandonados; se fundan capellanias y se cuidan las ermitas.
En 1729 fue traída a la iglesia, una rótula de los Mártires de Cardeña, por el canónigo de Burgos, don Juan Razola. Dicho acontecimiento, podria explicar que dichos Mártires, fueran los patronos de este pueblo. Aunque también pudiera ser, que dicha rótula la trajeran precisamente, porque los castrillanos ya disfrutasen del patronazgo de sus Mártires.
-Vamos aligera, que hay que ir a misa -dijo su madre a María
-Ya voy -decia María -no encuentro el velo.
-Eres una desordenada.
-Yo creo que lo dejé en mi cajón.
-Pues cuando lo encuentres vienes -acabó su madre.
Por aquellos años para entrar en la iglesia, era obligatorio que las mujeres y las niñas llevasen la cabeza tapada con un velo.
Era Navidad, no había nieve pero el frio era intenso. La gente caminaba por la calle con prisa para ir a la iglesia. El cura y los monaguillos salian de la sacristía y la misa ya empezaba. María entraba solemne, con su velo en la cabeza, miró a su madre y ésta le sonrio.
Después de acabar la misa besaban al Niño Jesús, que acababa de nacer, era lo que más le gustaba ¡Que bonito era el Niño Jesús en su cunita de paja! Que bonita la Navidad! Además tenían que venir los Reyes Magos y los niños los esperaban con impaciencia.
-Yo les he pedido unos guantes, que hace mucho frío -decía uno.
-Pues yo les he pedido un cuento -decía otro. Todos decían lo que habían pedido.
-Teneis que limpiar bien los zapatos -decian las madres, si no, no os traerán nada.
Y ese día, los zapatos estaban más relucientes que nunca. Luego los Reyes traían lo que podían, pero a todos se les olvidaba enseguida lo que habían pedido.
En el pueblo todos se conocían y la mayoría de una forma u otra eran familiares. Si alguna persona mayor se ponía enferma y no tenía familia, la cuidaban entre todos.
Cuando llegaba algún forastero, casi siempre paraba en la taberna. La taberna era una casa del ayuntamiento y se alquilaba, hacía de bar y de tienda. Se vendía un poco de cada cosa y a veces, en vez de pagar con dinero, se cambiaban las compras por otras cosas que se tenían en casa: trigo, cebada, huevos y algún pollo o conejo, aunque estos últimos, abundaban menos. Los  niños compraban cacahuetes, bolitas de anís, caramelos... y por una peseta se daban un pequeño festín. Cuando hacía frío, los niños y los mayores, se reunian los días de fiesta en una casa a jugar a las cartas, y para hacer más amena la tarde, entre todos compraban una gaseosa, galletas, aceitunas o alguna otra chuchería que no costara mucho dinero. Naturalmente los mayores estaban en una casa y los niños en otra.
También llegaban a vender fruta, pescado y carne, desde otros pueblos más grandes en los que había tiendas, pero cuando se necesitaba calzado o ropa, había que ir hasta allí a comprarlo. Se aprovechaba cuando se iba a las ferias o cualquier otro asunto importante. Se juntaban varios vecinos, porque la carretera no estaba en muy buenas condiciones y el trayecto, a cualquiera de las dos ciudades más cercanas a las que había que acudir, distaban 14 ó 17 kilómetros del pueblo. Cada uno llevaba su carro con sus mulas, y a la hora de comer, se iban todos juntos a uno de los mejores bares, y a pesar del trabajo, era como una pequeña fiesta.
En el pueblo de María los vecinos eran expertos, en el cuidado del ganado mular, cada uno tenía de cuatro a seis mulos o mulas. En casa de María tenían tres y un pequeño burro al que llamaban Vicente. Los mulos y mulas más pequeños y que aún no trabajaban eran reunidos en el sestil, un recinto sin techo, cerrado con una puerta de madera, y situado en el camino de la fuente vieja. Desde alli eran llevados a apacentar por un pastor o "muletero" durante el buen tiempo. La dula o conjunto de estos animales, era una de las más importantes del contorno.
Este pueblo tenía dos nombres: el que oficialmente tenía cada vecino en sus documentos, y el que popularmente y desde siempre, era conocido como Castrillo. No se sabe, si porque antiguamente hubo un castillo, fortaleza o castro. El gentilicio de sus habitantes es castrillanos, y que ellos llevan con mucho orgullo. Al ser conocido como Castrillo, mucha gente de fuera, no sabía su nombre real, y más de una vez se prestaba a equívocos. En cierta ocasión un señor de otro pueblo, que iba a comprar paja con su carro y su ganado, al llegar al indicador en el que ponía el nombre oficial del pueblo y no reconocerlo, siguió carretera adelante sin entrar. Después de recorrer varios kilómetros más, ya le pareció que algo no iba bien, y al pasar por otro pueblo, preguntó a alguien con quien se encontró en su camino.
<¿Pero donde está Castrillo? Me dijeron que estaba a catorce kilómetros del mio, y creo que ya llevo andados muchos más>.
<Ese pueblo lo has dejado atrás hace más de una hora>.
<Pues no lo he visto, en ninguno de los carteles ponía ese nombre>.
Al buen señor hubo que explicarle el juego de nombres, después de todo, seguro que ya no volvió a equivocarse.
Lo peor en este pueblo, era si alguien enfermaba. La ciudad en la que vivia el médico ( en la cual, también estaba la farmacia) distaba 17 Kilómetros y  en el pueblo no había ni coches ni teléfonos. Si había que avisar al médico, tenian que ir con una bicicleta o una mula hasta dicha ciudad y esperarle hasta que volviera. El médico sí tenía coche, y después de visitar al enfermo regresaba a su lugar de residencia. Una vez alli, entregaba la receta a la persona que le había ido a buscar, esta compraba la medicina, y regresaba al pueblo lo antes posible.
Esta vez la enferma fue la hermana de María. Sus padres estaban muy preocupados, y había que buscar al médico con urgencia. Era de noche y se prestó uno de sus primos, que montado sobre una mula podia tardar de dos a tres horas, en llegar hasta el lugar donde vivia el médico. Con el médico ya de vuelta y después de comprar en la botica, el primo de María puso rumbo a su pueblo.
Cerca ya del pueblo, al llegar junto a un arroyo, oyó que había gente. Le extrañó que a aquella hora (eran las dos de la madrugada) hubiera alguien por aquel lugar, y se quedó escuchando desde un poco más lejos para no ser descubierto. En aquel momento decía un hombre:
<Aquí está bien para desollar>.
El primo de María no veia a nadie, pero estaba seguro que eran ladrones. Y por lo que oia, estaba claro que habían robado las ovejas de algún corral. Con sigilo pasó por el camino y cuando llegó al pueblo, después de dejar la medicina, y ver que su prima no había empeorado, dió la voz de alarma. Sus sospechas eran ciertas, ya que las ovejas robadas, eran de otro tio suyo, e igualmente tio de María. En aquellos casos el pueblo reaccionaba y se juntaban "todos a una" pero ahora no quería despertar a todos los vecinos. Llamó a cuatro amigos suyos, cogieron cada uno una caballería, y con una escopeta de caza, se fueron en busca de los ladrones, que no era la primera vez que merodeaban por el pueblo y sabían muy bien donde estaba cada corral. Situados los amigos en lo alto de la loma, daban voces y disparaban como si estuviera todo un ejército. Al ser de noche y estar los ladrones en el valle, los tiros resonaban como si fuera una verdadera batalla. Los cacos asustados, corrian por todas partes, pero como estaba oscuro y no conocian bien el terreno, no tuvieron más remedio que entregarse. Fue una noche de lo más movida. Al final no pasó nada grave, pero pudo haberles costado caro, tanto a los unos como a los otros.
Aunque el pueblo trataba de defenderse de esta gente indeseable, de vez en cuando aparecian. Las yeguas y las mulas tenían que estar bien vigiladas, ya que alguna desapareció de su cuadra. Otra vez robaron un gallo que estaba por la calle, en esta ocasión si actuaron "todos a una" se armó una buena trifulca, cogieron a los ladrones, y estos tuvieron que dejar un burro en prenda (en su lugar). Aquellos no volvieron ni por descuido.
María después de la cena, se había acostado pronto, al día siguiente tenía clase. <Mañana es día de escuela> decía muy a menudo su madre. Como estaba despierta, oía hablar a su familia mientras cenaban en la cocina, ya que esta estaba junto a su alcoba.
La cocina era una pequeña habitación, con una gran chimenea, tenía dos bancos grandes de madera, uno a cada lado. Junto a la pared estaba el hogar, en el cual se hacía el fuego para cocer los alimentos y orear  la matanza. Cerca, comian en una mesa que había hecho su padre, y en el invierno junto al fuego, se estaba muy a gusto. Hablaban bajito y no entendia muy bien lo que decian, pero notaba algo raro en la conversación. De pronto oyó salir a su padre que decía:
-Voy a ver, que esto es algo muy grave. Al día siguiente supo, que un señor mayor que vivia con una de sus hijas, se había suicidado, colgándose de una viga en el corral de su casa.
María iba a la escuela muy contenta, la señorita les trataba muy bien, y les enseñaba muchas cosas. Un día a la semana, los niños tenían dibujo y las niñas costura. A María le gustaba mucho la clase de costura, sobre todo, hacer punto de cruz y bordar. También le gustaba mucho leer y escribir. En la escuela había unos libros muy bonitos, y hacían la lectura en ellos. Los niños, sólo tenían una enciclopedia, (un sólo libro en el cual estaban todas las asignaturas)
La escuela era un edificio grande de dos plantas. A la entrada estaba el buzón, en el que se dejaban las cartas para que se las llevara el cartero. Este era un señor de otro pueblo, que recorría unos cinco kilómetros a pie, un par de veces a la semana, por un camino bastante malo lo mismo en invierno que en verano. Arriba estaba el ayuntamiento, y abajo estudiaban los niños. Había una sola clase en la cual, estaban todos juntos, los niños y las niñas. La clase era bastante grande. Delante y colgados en la pared, había un crucifijo, y dos cuadros, eran las fotografias de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera, que eran o habían sido, los que por aquellos años gobernaban en España.
Debajo estaba la mesa de la maestra, cerca un armario con libros, dos mapas de España (el físico y el político) y el encerado, en el cual se escribía con tizas blancas de yeso. Había unos veinte pupitres y detrás de ellos, una mesa larga. Al final de la clase había un cuarto en el que se guardaba el serrín, para encender la estufa en invierno.
A más de uno le amenazaban con encerrarlo en el cuarto de los ratones (como le llamaban) si se portaba mal. Habia unos treinta niños y les tenían clasificados por  edades. Cuando cumplian catorce años se acababa la escuela obligatoría. Algunos niños asistian poco tiempo, porque tenían que ayudar en casa.
Como era una escuelita de pueblo, las maestras duraban poco. Cada año solía llegar una nueva, pero a todas se les acogia con cariño. Vivian en la casa de cualquier vecino siempre que la casa reuniera buenas condiciones. Al final estaban contentas.                                          
María tenía varias amigas, pero una de ellas era su mejor amiga. Cuando salían al recreo, aunque jugaban con todas, a ellas les gustaba estar juntas. Cuando salian de clase, iban a casa de María a hacer los deberes y a estudiar, a veces también compartían la merienda.
Aquella tarde al entrar en el comedor, vieron una radio encima de la cómoda. ¡Una radio! ¡Qué bien! -exclamó María alborozada.
Las dos amigas la miraban sin poder creer lo que veían.
-Vamos a preguntar a tu madre, a lo mejor no es vuestra-, dijo su amiga.
-Tu padre la compró hace unos días, la han traído hoy -dijo su madre -sabíamos que te gustaría. Y les dió unos caramelos, que las dos niñas recibieron con gran alegría.
La primavera se acercaba y con ella venían un montón de fiestas: los carnavales, las vacaciones de Semana Santa, las primeras Comuniones, la Ascensión, San Isidro y el Corpus, y lo mejor era que ya no hacía tanto frío. La familia de María estaba reunida en la gloria, después de arreglar a los animales y haber hecho las tareas de la casa. Estaba lloviendo y ese día no habian ido al campo. Faltaba su madre, que llegaba sofocada (como ella decía).
-¡Madre mia, que manera de llover, menos mal, que mi hermana me ha dejado una manta, si no, me pongo buena! -exclamó la madre de María.
-He ido -siguió diciendo- a ver a Isidoro, me ha dicho mi hermana que no está nada bien.
-¿Que le pasa al tio? -preguntó la hermana de María.
-No lo sé, pero el médico, se lo ha puesto bastante mal -dijo su madre.
-¡Vaya, otro que se pone malo! -dijo su padre.
La madre de María vestía de negro, hacía más de dos años, por las muertes de su hermana y su cuñada, las dos se fueron casi a la vez. Si alguien se moría, iban de luto riguroso (de negro, de pies a cabeza) más de un año. Luego se vestían de alivio-luto y estaban otro tanto tiempo. Así que, como había mucha gente mayor, se podía llevar luto durante años.
María no había conocido a sus abuelos. Su madre que era muy aficionada a los refranes solía decir. <Quien no conoce a sus abuelos no conoce día bueno>.
-Me ha dicho la Vicenta -siguió diciendo su madre-, que se marchan.
¿Y dónde van? -dijeron todos
-Ha dicho que cuando recojan la cosecha, se irán a Bilbao.
¡Otros que se van a Bilbao! -dijo su padre
-Pues dice, que Lorenzo, quiere ser municipal.
-¿En Bilbao? que bien -dijo la otra hermana de María.
-Pues a este paso no vamos a quedar cuatro -dijo su padre.
María que sólo pensaba que se iban sus amigos, Carmelo y Maria Luisa, dijo: -y nosotros en la escuela igual, entre los que ya se han salido y los que se van, quedamos muy pocos. El año pasado también se fueron Paulino y la Maxi.
En el pueblo a las chicas les ponian el ’la’ delante del nombre. A ella le llamaban la Mari. Siguieron hablando, y María un poco aburrida, pidió permiso para ir a buscar a su amiga. Esta vivia en una casa grande, con sus padres y sus siete hermanos. Los mayores eran los chicos y después las chicas, ella era la mayor de las chicas. Habia tenido una hermana más mayor, que se murió con catorce años. Sus padres tenían una gran foto de ella en su cuarto, era muy guapa.
¡Que lástíma de chiquilla! decía la madre de María, cuando hablaban de ella.
La casa era de tres plantas. A la entrada tenía un patio grande, al lado los corrales, encima de estos el pajar y la era. Y junto a la casa y el patio había una hermosa huerta. Además tenían un rebaño de ovejas y un perro.
Al perro lo llevaba su hermano, a la loma con las ovejas, pero ese día llovía y volvieron antes a casa. María no contaba con ello y al entrar en el patio, salió el dichoso chucho, llegó a ella tranquilito, pero le dió un gran susto. Ella era muy miedosa y no fue capaz de moverse. El perro se fue tranquilamente, y desde entonces ya no le tuvo miedo. Cuando se lo contó a su amiga, esta se echó a reir y dijo: ¡pero si Ricardo es un santo. (Ricardo era el perro).
Lo bueno era, que las dos vivian "cerquita" como ellas decian. Con toda la gente que vivia en aquella casa, estaba siempre muy animada, y a María le gustaba ir alli. Como tenía hermanos de todas las edades, siempre había muchos niños, y aunque tuvieran que estar en la cuadra, todos lo pasaban estupendamente.
Los carnavales, los esperaban tanto los niños, como los mayores. El día de los niños, era el jueves anterior, al domingo de carnaval, y lo llamaban el Jueves de Todos.
Ya desde la víspera, cogian papelillos de colores (a veces guardaban los de los caramelos) y en la escuela a la hora del recreo, los cortaban muy pequeñitos. Los llamaban "copetes" pero la señorita les dijo que se llamaban confeti, y en clase, lo buscaron en el diccionario. El Jueves de Todos no había clase, todos los niños madrugaban, y hacian un muñeco grande de paja, lo llamaban el Palanquin. Lo vestian con ropas viejas y lo ponian atado sobre un burro, se montaba uno de los niños mayores con él, para que no se cayera, y de esta guisa iban a todas las casas pidiendo, para hacer una merienda. Cantaban una canción que alguien había hecho para la ocasión, y que todos conocian desde siempre.
Tengan buenos días/ que a Jesús traemos/ con sus llagas vivas/
si le dan pasiones/ si le dan espinas/
a la Virgen Pura/ que es Madre de Dios/
Hoy venimos a esta casa/ con muchísima alegría/
para ver si recogemos/ para una buena tortilla/
Chorizos y huevos/ es lo que pedimos/
 y alguna morcilleja/ también recibimos/
¡Un choricillo por Dios! (y otro por la Virgen que son dos) añadian algunos.
Esta señora como es tan buena/ y tiene tan buen corazón/
nos dará buena propina/ para empinar bien el porrón/
A los niños de la escuela/ no se les puede negar/
un pedazo de torrezno/ para esta tarde merendar/
Y todo el mundo les daba cosas: dinero, huevos, morcilla, un trozo de chorizo... Antes de marchar, rezaban un padrenuestro por los difuntos de la casa y se despedian, finalizando la canción.
Adios que nos despedimos/ de esta casa santa y buena/
Que nos ha dado limosna/ a los niños de la escuela/
Y seguian haciendo lo mismo en cada casa. Al acabar se marchaban todos a comer, y por la tarde, hacian tortillas con chorizo, en la casa en la que estaba la maestra. Después de merendar quemaban el palanquín, y así se acababa la fiesta. Un año María y sus amigos se cambiaron las ropas, las niñas se pusieron los pantalones de los niños, los niños las faldas y vestidos de las niñas y asi vestidos, se fueron al pueblo más cercano, no les conocia nadie y lo pasaron muy bien.
La fiesta de los mayores era el martes de carnaval. Aqui no se disfrazaba nadie, los mozos hacían una merienda en la taberna, las mozas hacían chocolate en una casa y luego se juntaban todos a jugar a cartas.
Pasados los carnavales, la Semana Santa estaba encima (como decía la madre de María) El Domingo de Ramos, iban a misa con un ramito de hiedras, en el pueblo abundaban mucho. A los niños se lo adornaban con caramelos, galletas, rosquillas o alguna pequeña fruta. El cura los bendecía y se dejaban en casa, para "ahuyentar los males" hasta el año siguiente, que se cambiaba por uno nuevo.
Por lo demás la Semana Santa era muy triste. La radio sólo daba noticias y música religiosa, se acabaron los discos dedicados, las novelas y los programas más alegres. No se podía tocar las campanas, y para llamar a la gente a los oficios religiosos, los niños recorrian las calles haciendo sonar sus carracas y matracas de madera, las cuales hacían mucho ruido, y asi todo el pueblo sabía cuando llegaba el cura. La chavalería en esos momentos, lo pasaba en grande.
El Jueves Santo en la iglesia hacían un altar con las mejores colchas de las casas, y los mejores manteles de los altares. tapaban todas las imágenes, con telas de color morado, porque el Viernes Santo, moría Jesucristo, clavado en una cruz. El domingo Jesucristo ya resucitaba, se descubrian las imágenes, se deshacía el altar y las campanas tocaban a Gloria.
Era el Domingo de Pascua y en la misa se hacía una procesión. Los hombres llevaban a Jesús por un lado, las mujeres a la Virgen María, toda vestida de negro, por otro. Se encontraban en un punto y se le quitaba a la Virgen su manto de luto, al tiempo que se le cantaban unos cánticos muy bonitos.
Quítale el manto a la Virgen/ que ese luto es muy pesado/
y no es digno que lo lleve/ que su hijo ha resucitado, etc.
Luego se volvía a la iglesia y se terminaba la misa.
Después de la Pascua, empezaban las clases, y todo el pueblo volvia a sus trabajos de siempre. Estos meses eran de mucho ajetreo y todo el mundo andaba azacanado con sus cosas: había que abonar las fincas, sembrar las patatas, las remolachas y limpiar las fincas de malas hierbas. Todas las manos hacían falta y la madre de María también iba a las fincas. Para que María no se quedara sola, le dejaban la merienda en casa de su tia, y pasaba la tarde encantada, junto a sus primos, algo mayores que ella.
Ese día después de salir de clase quedó con su amiga para ir a por agua a la fuente, llevaban los calderos con su aro, y marchaban, cuando su amiga se paró y dijo: -Mi hermano dice, que igual se va a los frailes.
-Y tú que piensas-, dijo María
-Nada, espero que si se va, esté bien, y venga de vez en cuando a vernos.
Los hermanos pequeños de su amiga eran también amigos suyos. María los apreciaba y les deseaba lo mejor.
-Pues cuando venga, sabrá muchas más cosas, verás como está contento.
-Espero que sí -comentó su amiga. Y siguieron andando y hablando de otras cosas.
Por aquellas fechas, decian que se iba a sortear, a los quintos de aquel año. Todas las madres estaban preocupadas, no querian que les tocase a sus hijos hacer la mili en Ceuta o Melilla, porque estaba muy lejos, y era casi seguro, que no podrian volver antes de licenciarse. Por lo tanto no volverían a verlos hasta pasado más de un año.
El padre de María, no había estado en la guerra, pero si estuvo más de tres años en la mili: Contaba haber estado en Pamplona, Almeria, Melilla, Ceuta, Sahara, Marruecos, Tetuán y otros sitios de África, tenía algunas fotografias muy curiosas, que a veces les enseñaba y les contaba sus historias.
-La hija de Marcelino se va a servir, me he encontrado con ella en el río, -dijo la hermana de María-, dice que si le va bien, se llevará a sus otros hermanos.
-A ver si tienen suerte, que no les vendrá mal -dijo su madre.
-Como a los demás -comentó su otra hermana -ya podía ponerse bien el tio.
-Tienes razón, pero creo que ya no será posible, por desgracia-. Volvió a decir su madre. El tio murió pocos meses después.
Por fin se hizo el sorteo de los quintos, con tan mala suerte, que le tocó a Ceuta al hermano mayor de la amiga de María.
El mes de mayo era el mes del Rosario y todas las tardes del mes, la maestra lo rezaba en la iglesia. En la escuela lo rezaban todos los sábados del año (mientras tuvieran clase). Los días laborables, la gente trabajaba, y sólo iban a la iglesia los niños y las personas más mayores. Los domingos también acompañaba la mayoria de la gente, y los niños y niñas recitaban versos a la Virgen.
En el pueblo todos los vecinos, eran agricultores, cada uno tenía sus pequeñas fincas, y varios de ellos, también tenian ovejas, juntándose en el pueblo, ocho o diez rebaños. Cada cual hacía queso en su casa, pero uno de los vecinos empezó a recoger la leche de todos e hizo una pequeña fábrica de queso en el pueblo, que luego ampliaría en una ciudad más grande, con gran éxito. Incluso ganó un premio, en una feria importante, por hacer el mejor queso.
Por ser un pueblo de labradores, el día 15 de mayo, San Isidro Labrador, se guardaba fiesta, ya que era su patrón. Se decía una misa y en procesión se iba a la salida del pueblo y el cura bendecia los campos.
Ya se habían marchado unos cuantos vecinos a las capitales a buscar trabajo, y cada vez que llegaban al pueblo, parecían unos "señoritos y señoritas". Incluso algunas chicas llegaban con pantalones, algo muy llamativo y extraño por aquellos pueblos. A los demás (trabajadores del campo) les daba cierta envidia, sobre todo cuando les contaban, que en las capitales había de todo, y se pasaba muy bien. En el pueblo no había ni cine ni baile. Los dias de fiesta, los pasaban, paseando por la carretera, o jugando a los bolos. Ellos lo pasaban bien porque no tenían otra cosa, pero cada vez se marchaba más gente.
Algunas veces llegaban unos señores de la caja de ahorros, a hacer cine. Subian al ayuntamiento con una cámara, y con una sábana como pantalla, daban reportajes de animales y de otros pueblos. Regalaban cuadernos y lapiceros a los niños, algún libro para la escuela y todos quedaban contentos. Otras veces llegaban comediantes, que también actuaban en el ayuntamiento, la gente acudia y todos se divertian mucho.
Había pasado mayo y los cereales empezaban a cambiar de color. Todos andaban preocupados y rezaban para que no vinieran tormentas o fuertes vientos, que a veces y para su desgracia, dejaban algunos campos arrasados.
El día 11 de junio, San Bernabé, era fiesta. Los mayores contaban, que un año cayó una gran tormenta con granizo por los alrededores, su pueblo se había salvado y desde entonces se guardaba fiesta, en honor al Santo.
Las cosechas pronto tendrian que ser recogidas, y para ello se afilaban las hoces y dalles o guadañas, se sacaban los trillos y todos los demás aperos para la trilla: palas, horcas, bieldos, bieldas, etc. Se preparaba la era, y ya estaba todo listo para cuando se pudiera segar.
Algunos vecinos compraron máquinas segadoras, con ellas el trabajo se hacía mucho más rápido, y aunque algo se segaba a mano, no era tan dura la tarea. Poco a poco cada vecino fue comprando la suya. Luego llegaron las atadoras, máquinas que facilitaban mucho más la labor, ya que sacaban los haces atados desde la propia máqina.
Se trillaba con las mulas y los trillos y para separar el grano de la paja, se beldaba con bieldos, Después también se fueron comprando máquinas aventadoras.
Los meses de julio y agosto eran de un trabajo agotador, pero los labradores lo llevaban con alegría, sobre todo si tenían buena cosecha.
El 7 de agosto era el día de los Mártires de Cardeña, como eran sus patronos se guardaba fiesta, pero al estar la cosecha en todo su apogeo, poco a poco dejó de celebrarse.
Llegado septiembre y recogida la cosecha, se hacía la fiesta de Gracias, eran dos días estupendos, sábado y domingo. El ayuntamiento contrataba a dos músicos que solían tocar el acordeón y antes de la misa hacían una ronda tocando por todo el pueblo. Los niños les seguian tan encantados como los niños del cuento "El Flautista de Hamelin". La misa era cantada por algunos hombres y en la procesión los mozos sacaban los pendones y estandartes, se llevaba la Virgen a la ermita, tocaban los músicos y los mozos tiraban cohetes. Después de la misa había baile hasta la hora de comer. Por la tarde se rezaba el rosario. Era una forma de dar gracias a Dios y a la Virgen, por la cosecha recibida. A la hora de la cena todo el pueblo tenía invitados, siempre había gente de otros pueblos vecinos, que familiares o no, llegaban a la fiesta y a nadie se le dejaba sin cenar. Después de la cena se hacía una buena verbena y todos lo pasaban en grande.
El nuevo curso ya se acercaba y la maestra ya no tardaria en llegar, con la apertura de las clases todo volvia a ser como siempre, pero este año eran unos cuantos niños menos.
La familia de María como de costumbre, estaba reunida mientras se hacía la hora de la cena, su padre estaba oyendo las noticias en la radio sus hermanas seguian con sus labores y su madre estaba hilando. Parecía mentira que, de aquella lana que "vestian" las ovejas, salieran aquellos ovillos con los que después se hacían tantas cosas.
Para sacar la lana de las ovejas se las esquilaba. El esquileo lo hacían antes de que empezara el calor, y como en otras ocasiones se juntaban los que tenían ovejas y hacian la labor todos juntos. Estos vecinos tenían una costumbre bastante curiosa: mandaban a un chaval, a la casa de un vecino, a por la piedra de afilar. El pobre chaval, bien obediente, iba a por la dichosa piedra. El tal vecino metia en un saco, una gran piedra de la calle, que el chiquillo iba arrastrando con dificultad, luego todos se reían de la broma pero todos los años caía algún inocente.
Después de esquilada la lana se elegian los mejores vellones, para después de lavarlos bien, someterlos a una serie de procesos. Primero se carmenaba: esto era desenredarlo por si tenía algún pequeño defecto, o simiente del campo, que no se hubiera quitado con el lavado. Luego se cardaba. Las cardas eran unos cepillos grandes, con un mango y puas de acero, y frotando una con otra, la lana se deshacía y se preparaba para ser hilada.
A María le gustaba ver a su madre como cardaba la lana, hacía unos bucles estupendos (que llamaban "letas"). Después con un huso de hierro, al que hacía bailar con una gran maestria, iba enlazando un bucle tras otro, y sin hacer un solo nudo, salian unos hermosos ovillos, que ella iba haciendo de mayor o menor grosor, según para lo que se fuera a confeccionar. Luego lo convertian en madejas y lo teñian de distintos colores. Las chaquetas y jerséis que lucía María, eran confeccionados en su casa, entre su madre y sus hermanas desde el principio hasta el fin. Así como calcetines y otras muchas cosas. Con esta lana también hacian mantas y alforjas, tanto para la casa, como para los animales, pero estas las mandaban hacer fuera del pueblo.
-La Tomasa está embarazada -decia la hermana de María.
-Pues, se va a llevar poco con el otro -decia su madre.
-Menudo trabajo -decia su otra hermana.
Ellas seguian conversando, mientras María sola, hacía los deberes.
¿Dónde está hoy tu amiga, que no ha venido contigo? -preguntó su madre a María.
-Dijo ayer que tenía que ayudar a su madre. Hoy no ha venido a la escuela -dijo María
-Claro, es que son muchos, y ella es la mayor.
-Si, además creo que viene hoy su hermano de la mili.
 -¡Que bien ya es hora, hace mucho tiempo que se marchó! -acabó la madre de María.
El día siguiente, María ya estaba en la escuela, cuando llego su amiga.
-¿Ya vino tu hermano? -preguntó María.
-Si, vino por la noche, le estuvimos todos esperando -contestó su amiga.
-Pues claro, hace mucho tiempo que no le veiais -volvió a decir María.
-Luego te cuento -acabó su amiga.
Llegó la señorita y les mandó sentar. Los pupitres eran unas mesas de madera, con dos asientos, estaban un poco inclinadas hacia estos y ellas se sentaban juntas. En la parte de arriba, tenian un agujero para poner el tintero. Escribian con las plumas llenas de tinta y a veces les caía un borrón en el cuaderno, la señorita les decía que tuvieran más cuidado, pero si la tinta les caía sobre la mesa, lo tenían que limpiar.
La mesa de la señorita era mucho más grande que las de los niños, y siempre tenía libros y cuadernos encima de ella. Cuando se iba de clase los guardaba en el armario.
Los jueves por la tarde no tenían clase y de vez en cuando, si hacía bueno lo aprovechaban para ir de 'excursión' con la señorita al Cerro de la Ermita. El cerro estaba un poco más alto que el pueblo, distaba unos tres kilómetros y se veía desde lejos. Llevaban algo de merienda y allí se iban a pasar la tarde.
El camino para ir al cerro era un camino baldío del ayuntamiento y no se sembraba por estar lleno de torcas o ’torcos’ como les llamaban en el pueblo, algunos llevaban agua en su fondo, pero la mayoría estaban secos y los niños se divertían de lo lindo, dando vueltas dentro de ellos. ¡Bonita excursión!
Los sábados después de salir de clase, las niñas mayores se quedaban en la escuela para hacer la limpieza.
Aunque los vecinos normalmente se llevaban bien, en una ocasión discutieron dos de ellos llegando a las manos. Tuvo que intervenir la guardia civil y hubo un tiempo de preocupación. Gracias a Dios, pronto volvieron las aguas a su cauce.
Todavia hacía frío y varias vecinas se juntaban a coser en alguna casa, para ellas era más distraido y a la vez podían escuchar algún programa de radio, que les gustaba. Esta vez estaban en casa de María. Escuchaban un concurso de radio Madrid, al oir una voz les resultó familiar y con gran sorpresa dijo una de ellas.
-¡Habeis oido, parece la mujer de Jacinto! Siguieron escuchando y el locutor decia.
¡Cuidado señora, cuidado con los cables!
Siguió hablando, y por las preguntas y las respuestas, ahora si estaban seguras, de que se trataba de su antigua vecina. Era una una enorme casualidad, que a la única de sus vecinas que entonces, vivia en Madrid le oyeran desde su pueblo, y a todas les hizo mucha gracia.
Para hacer documentos importantes, asi como para ver a los médicos especialistas, hospitales y otros muchos asuntos, había que ir a la capital de provincia. Había casi 6o kilómetros y tenían dos opciones: el tren o el autobús. La estación del tren estaba a 17 kilómetros de distancia y tenían que ir en taxi o en cualquier caballeria. Lo primero resultaba un poco caro, para lo segundo, se tenía que desplazar otra persona hasta dicho medio de transporte, acompañando a la persona que viajaba y quedarse hasta que volviera. El autobús pasaba por otro pueblo más cercano, pero había que ir por un camino campo a través y que a veces estaba intransitable. La madre de María tuvo que ir por unos asuntos, y aunque en el autobús se mareaba, eligió éste, porque a ella le convenía mejor, quedando con su hermana, para que uno de sus sobrinos le fuera a buscar con el burro Vicente a la parada del autobús, ya que cuando llegaba era un poco tarde. Cuando llegó el autobús a su parada, ya estaba el chico con el burro. La madre de María que llegaba bastante mareada dijo al verles:
-¡Dios mio, bendito sea el burro!
El chaval al oir semejante exclamación se partia de risa. Por el camino ya se le pasó el mareo y llegaron a casa tan contentos.
El verano estaba cercano, algunas personas que vivian fuera del pueblo, volvian para pasar unos días en su antigua casa, o donde algún familiar.
A María le dijo su amiga: -¿sabes que se llevan a la Virginia a servir?
-No sabía nada, -contestó ésta.
Jesús y la Paqui están aquí, le han buscado una casa y se van la semana que viene -contestó su amiga.
-Poco a poco tendremos que irnos todas, mira las que vamos quedando.
Es verdad, los chicos también se van, mis hermanos dicen que se irán cualquier día.
Pues vaya panorama que tenemos, ya hay un montón de casas cerradas -terminó María.
El hermano mayor de su amiga, se fue al poco tiempo y por desgracia, fallecio accidentalmente mientras se bañaba en un río.
La hermana mayor de María se había casado. De momento el nuevo matrimonio vivia en casa de María con su familia, pero su padre compró otra casa para que fueran a vivir ellos solos. Mientras la arreglaron y otras cosas pasó más de un año, y María tuvo un sobrino precioso que nació en su casa.  La gente joven se marchaba a otras ciudades. Un día su amiga le dijo que le habían buscado una casa para servir, en la ciudad en la que estaba Virginia y allí se fue con ella. A María le daba mucha pena que se hubiera ido. De vez en cuando su amiga le escribia y entre otras cosas le contaba que salia con Virginia y estaban muy bien. Más tarde sus hermanos la llevarían donde ellos estaban, y algunos años más tarde también a sus padres y hermanos más pequeños.
María había cumplido sus catorce años y tenía que salir de la escuela. Pensaba que también tendría que irse del pueblo. Su otra hermana se casaría pronto y sus padres eran ya mayores para trabajar en el campo. Aunque ya no se trabajaba tanto como antes. Ahora para quitar las malas hierbas a los cereales se les echaban herbicidas, y a las patatas y otros productos del campo, también se les echaban otros ’venenos’ para matar a los escarabajos y otros insectos que se los comian.
Ya todos tenían su maquinaria para segar, para hacer la trilla se contrataban máquinas trilladoras que llegaban de fuera, aunque el acarreo de la mies, se seguia haciendo con carros y galeras.
Cuando María acabó la etapa escolar, quedaban pocos niños, pero seguia habiendo maestra. A ella le hubiera gustado seguir estudiando pero el siguiente año, siguió el mismo destino que sus amigas.
Escribía a su casa y su padre le contestaba contándole lo que pasaba en el pueblo.
<Nos han puesto el teléfono en la taberna para todos>.
<Fulano ha comprado un coche>.
<Mengano ha comprado un tractor>.
<Nos han traído una televisión para todo el pueblo y se ha hecho un teleclub en la taberna>.
Le iba dando poco a poco todas las novedades que iban llegando.
María iba poco por allí y le encantaba recibir las cartas. De vez en cuando podian hablar y escucharse por teléfono, aunque tampoco era muy fácil. Lo tenian conectado con el pueblo más cercano y cuando se llamaba a uno, podian hablar y escuchar al otro.
Había en todas las cartas siempre algo de bueno.
<Hemos comprado una cocina de butano>.
<Vas a tener otro sobrino>.
Pero había también cosas menos gratas.
<Se han marchado fulano y mengano, esto está quedándose muy solo>.
<Este año ya no tenemos maestra, a los niños los llevan con los de... en un autobús a tal pueblo>.
A más de diez kilómetros, con el consiguiente trastorno para ellos y sus familias.
María estaba sirviendo en otra provincia. Tenía pocas vacaciones, pero siempre que podía, volvía al pueblo a ver a su familia. Esta vez iba a pasar las Navidades con los suyos, y montaba toda ilusionada en el tren. Era un tren con los vagones desvencijados y sus bancos de madera. En uno de ellos se sentaba un señor mayor. María se sentó a su lado y le saludó dándole las buenas tardes. El señor correspondió a su saludo y empezaron a conversar. Le pareció un hombre muy educado y le recordaba un poco a su padre. Después de estar un rato hablando, el señor le preguntó a María.
-¿Adónde vas?
-Voy a...
-¿Eres de allí?
-No, soy de otro pueblo más pequeño, en el que no hay tren.
-¿Cómo se llama tu pueblo?
-Es un pueblo muy pequeño, no creo que usted lo conozca.
-Yo he estado por esa zona, nunca se sabe.
-Mi pueblo se llama...
-¡Anda, yo tuve una novia en ese pueblo!
-¿Si? ¿Cómo se llamaba?
-Se llamaba...
María dió un respingo, soltó una carcajada y contestó.
-¡Pero... si es mi madre!
La carcajada en el vagón fue general, después de la sorpresa por parte de los dos, el señor volvió a preguntar.
-¿Y cómo está tu madre?
-Pues, muy bien.
-Ya me enteré que se casó con un chico del pueblo de abajo.
Y siguieron hablando hasta que el señor se bajó del tren. Al despedirse el señor dijo: -Le das recuerdos a tu madre de parte de...
Cuando María lo contó en casa, fue una aútentica sorpresa y todos se rieron. El mundo es un pañuelo. Nunca mejor dicho.
Pasado un tiempo, María volvía a su pueblo, esta vez para casarse. Era mayo del año 1967. Fue la última boda que se celebró en su iglesia.
Los que antaño llegaban a vender carne, pescado, fruta y verdura con un burro, ahora llevaban coches y camionetas, pero cada vez con más retraso. El panadero llegaba una vez a la semana. El pan hacía tiempo que no lo hacía nadie en el pueblo, y el horno se fue deteriorando, hasta desaparecer.
Cada vez quedaba menos gente. Algunos niños que quedaban, habían cumplido los catorce años, y para ir a la escuela quedó sola la sobrina de María, tenía ocho años y la llevaron a estudiar a la capital de provincia.
Ya no llegaban a media docena de vecinos. Varias personas mayores habían fallecido y otras se fueron con sus hijos. La taberna ya no la alquilaba nadie y los vendedores de fuera dejaron de llegar. Todos fueron vendiendo el ganado, tanto las ovejas como las mulas. Otros vendieron las fincas. Se hizo la parcelaria agrícola y las fincas se hicieron mucho más grandes. Algunos vecinos compraron tractores, se fueron a otros pueblos o ciudades más grandes y desde alli llegaban a hacer las faenas del campo. Para recoger las cosechas empezaron a llegar cosechadoras.
Cada vez era más dificil estar allí, sobre todo para los que no tenían coche.
En el año 1975 llegó el momento en el que sólo quedó una persona. Esta persona era un señor que estaba acostumbrado a vivir en el campo, con sus dos perros, su escopeta de caza y sus gallinas, estaba soltero y no tenía ni pedía, cuentas a nadie. No sabía leer ni escribir. Sus hermanos quisieron llevarle con ellos, pero el prefirió quedarse y vivir a su aire. Le dejaron la casa de la taberna en la cual estaba el teléfono (que no lo entendía) y alguien le regaló una radio, para que no se sintiera tan solo.
La marcha de los vecinos coincidió con las elecciones, y como en la película, "El disputado voto del señor Cayo" este vecino fue visitado por todos los periódicos y revistas de España.
El pueblo pasó a formar parte de su partido judicial, después de resuelto un pequeño litigio, entre las dos ciudades más grandes que se lo disputaban.
Lo mejor fue, que aunque de lejos, trajeron una estupenda y cristalina agua blanda, y se hizo una hermosa fuente en el centro del pueblo.
<Es una pena que esta fuente, no la hayamos tenido mucho antes, seguramente no nos hubiéramos marchado todos> decia todo el mundo. Todos estaban encantados, aunque sólo se iba de visita, pero para el señor que vivia allí y los cazadores que iban de vez en cuando, era una gran suerte.
Al quedar tan solo el pueblo, empezaron los expolios y la iglesia fue totalmente desvalijada, llevándose el retablo con todas sus imágenes y todo lo que encontraron de valor.
En el mes de enero de 1994, los cazadores encontraron muerto, en el portal de su casa, al único vecino que quedaba. Tenía la cocina de butano encendida, con la comida al fuego. Fue una suerte que lo encontraran antes de que todo ardiera.
Desde entonces y al no haber gente que pudiera cuidarlo, se llevaron las campanas de la torre y hasta las losas del suelo de la iglesia, dejando los restos de sus difuntos al descubierto y a la vista de todo el mundo. María aficionada a la poesía, escribia en su cuaderno:
¿Sabes lo que yo pienso cuando me encuentro a solas?
que están los pobres muertos muy solos en sus fosas.
Cuando el sol en verano abrasa con sus rayos,
si hay tormenta y granizo con truenos y relámpagos.
Cuando la nieve cae, o el viento les azota,
si blanque la escarcha o la lluvia les moja.
Y... pienso que están tristes, con frío y hasta inquietos.
Ya lo decía Bécquer (G. A) ¡Dios mío, qué solos, se quedan los muertos.
Las puertas de las casas que estaban todas cerradas, fueron violentadas sus cerraduras y lo poco que había quedado fue robado en su totalidad.
Pero los vecinos no quieren perder las raíces y los lazos que les unen. Así con el nuevo siglo, comenzó una cita anual. Se reúnen el último sabado de agosto para decir una misa en la plaza bajo una carpa, ir en procesión hasta la derruída ermita, cantar la salve y dar los vivas de rigor, a sus patronos la Virgen del Valle y los Mártires de Cardeña.
Para después de un pequeño baile y tomar el vermouth con canapés, hacer una comida de hermandad, que es servida por una empresa de catering. Se remata la comida brindando con una copa de cava y se dan unos pequeños recuerdos del encuentro. Por la tarde se hacen juegos. A los ganadores se les da su premio, después se hace una buena chocolatada con bizcochos. Los niños disfrutan un montón, también para ellos hay juegos por la mañana y por la tarde y su comida es especial. Todos están encantados por no tener que llevar ese día la tortilla.
<La noche te devolverá a la soledad, querido Castrillo>. Decía María en una pequeña lectura en la misa. Así es: al anochecer ya acabada la fiesta, con la colaboración de todos, es recogida la carpa, sillas, caballetes y tableros, se cargan de nuevo en el tractor o camión, propiedad de algún antiguo vecino, en el cual han llegado. Y son devueltos a sus dueños, que los prestan para que ese día pueda celebrarse la misa y disfrutar de la pequeña fiesta. Así cada antiguo vecino, con una sensación agridulce, vuelve a su destino.
El primer año se reunieron más de ciento cincuenta personas, entre las nacidas en el pueblo y sus familiares. Muchas de ellas no se habían visto hacía más de cuarenta años. A otras muchas no se les conocía, por haberse marchado muchos años antes. Ahora la mayoría son mayores y desde entonces han muerto varias, pero ningún año ha bajado de cien personas.
ES UN PUEBLO SOLITARIO, PERO NO ESTÁ ABANDONADO. Escribió María en una de sus ’poesías’.
Aunque ahora el pueblo está solitario, antiguamente tuvo cierta importancia. Así lo recogía un antiguo escrito.
En época de Rodrigo, y tras la victoriosa campaña contra Albelda (859) fortaleza de Musá II, los asturianos se debieron hacer con el control de multitud de fortalezas de la zona: como...
Entre ellas se encontraba la de este pequeño pueblo, que sin duda debió ver muchas batallas entre moros y cristianos. Seguramente nuestro Cid anduvo por aquellos parajes.
El poeta Don José María de Heredia lo cita en su libro Les Trophées (Los Trofeos) en su poema El Triunfo del Cid. También María escribió en su cuaderno, lo que ella llama "su poesía" en honor al burgalés más insigne y también a su pequeño pueblo. Así dice en un pequeño fragmento.
Bebe tranquilo Babieca y luego descansaremos,
que en estos pueblos perdidos ninguna prisa tenemos.
Pero allá en la lejanía un castillo se divisa,
el Cid en guardia se pone por si es gente enemiga.
Da galope a su caballo, su Tizona desenvaina,
reluciente como el sol preparando la batalla.
No temas nada buen Cid, ve al castillo confiado,
que la gente que lo guarda son todos buenos cristianos.
Todos ellos buena gente, todos ellos castrillanos.
                      FINAL
P.D. Los datos más antiguos de la iglesia están recogidos del periódico el Diario de Burgos el día 30-10-1988
                          IRENE SAEZ SAIZ.

DICEN QUE LA IGNORANCIA ES MUY ATREVIDA. QUIZÁ POR ESO (O POR QUE SIGO TENIENDO ALMA DE NIÑA) SE ME HA OCURRIDO ESCRIBIR ESTA PEQUEÑA HISTORIA. NO TIENE NADA DE PARTICULAR NI ES INTERESANTE. PERO SI ALGUIEN LA LEE Y LE GUSTA UN POQUITO, ME DARÉ POR SATISFECHA.
QUIZÁ ALGUNA DE LAS COSAS NO SEA DEL TODO EXACTA. ESPERO QUE NO SEA IMPORTANTE.  MUCHAS GRACIAS.
CUANDO ESCRIBÍ ESTE PEQUEÑO RELATO DE LAS HISTORIAS DE MARÍA, NO SABÍA EXACTAMENTE LAS FECHAS EN LAS QUE HABÍAN SIDO INAUGURADAS LA LUZ Y LA CARRETERA. HE ENCONTRADO UNAS NOTAS DE MI PADRE, EN LAS QUE DICE.
EL DÍA 29 DE SEPTIEMBRE DE 1950 SE EMPEZÓ A CONSTRUIR LA CARRETERA.
EL DÍA 29 DE FEBRERO DEL AÑO 1952 TERMINARON LOS TRABAJOS DE DICHO CAMINO O CARRETERA. HABIENDO DURADO DICHOS TRABAJOS 17 MESES
EN CUANTO A LA LUZ, TIENE COPIADO DE SU PUÑO Y LETRA, TODO EL CONTRATO QUE SE HIZO, LO QUE SE PAGÓ. ETC
RESUMIENDO: EL CONTRATO SE HIZO EL DÍA 22 DE JUNIO DE 1947 EN BAÑUELOS DE BUREBA PARA LOS PUEBLOS DE BAÑUELOS, CARRIAS Y CASTIL DE CARRIAS ASÍ COMO LA GRANJA DE LOS MORTEROS. LO FIRMAN VARIOS VECINOS DE DICHOS PUEBLOS ASÍ COMO EL "PROPIETARIO" DE LA GRANJA.
AL FINAL DICE: LA LUZ VINO EL DÍA 25 DE NOVIEMBRE DE 1948.