EL TÍO ALBERTO MATES
Campos de Castilla
El tío Alberto era un tío postizo, lejano pariente de mi madre. Era
nieto de un hermano de mi abuelo que se marchó de aquí hacía muchos años. Y mi madre decía: Cuando yo era pequeña a veces venía por aquí a ver a su madre, que también la
llamábamos tía. Era un chico joven muy guapo y muy bien vestido, siempre traía
alguna ropa para mi madre y sus hermanas, pero sobre todo, traía muchos
caramelos, que repartía entre todos los niños del pueblo. Mis primos y yo le
llamábamos tío, porque como dice el refrán: quien
da es tío y el que no… Solía quedarse unos días y los chiquillos y sobre
todo las chicas, andaban todas loquitas detrás de él, pero como estaba poco
tiempo se guardaba muy mucho, de acercarse a ninguna de ellas.
Mi madre y mis tías
decían que aquella ropa que traía el tío para ellas, era demasiado elegante, y
la mayoría de las veces se la daban a unas primas jóvenes, que vivían en la
cercana ciudad, si no les quedaba bien, ellas mismas la arreglaban y estaban la
mar de guapas.
En casa nos
contaban, que este chico era hijo solo, no tenía padre y su madre vino aquí a vivir
al quedarse viuda. Fue a hacer la mili de voluntario a Madrid y estudiaba
cuando podía, mientras cumplía con sus obligaciones militares.
Cuando terminó la
mili empezó a trabajar en una tienda de ropa. Como era un chico muy listo y
trabajador, enseguida le ascendieron y lo pusieron al mando de una tienda de
ropa de alta costura. Al poco tiempo se casó con la hija del dueño, que además
era modelo, y ya no le vimos por aquí más que un par de veces. Tuvieron dos
hijas gemelas y de vez en cuando escribía a su madre, pero a su mujer y las
gemelas, que decían que eran muy guapas, no las conocíamos nadie de la
familia.
Cuando su madre
(que seguía viviendo aquí) se puso mal, la llevaron a un hospital de Madrid y
allí murió; a la familia les mandaron un telegrama, pero como no llegaban al
entierro, de aquí no fue nadie.
Mis padres y los
tíos le escribieron al tío Alberto dándole el pésame, él contestó dando las
gracias y durante unos años se mandaban una postal en Navidad, hasta que alguno
de ellos dejo de escribir.
Tiempo después,
supimos que las gemelas se habían quedado trabajando en la tienda, una de ellas
se había casado y tenía dos niños, chico y chica. El tío volvió cuando se
jubiló, trayendo a su nieto y estuvieron aquí unos días para vender lo poco que
tenía de su madre.
El niño se llamaba Alberto
como el abuelo, tenía 10 años y lo pasó tan bien en este pueblo, que es el
único de la familia que ha vuelto de vez en cuando.
La última vez que
lo vimos fue un día que tenía que trabajar cerca de aquí y vino a visitarnos.
Se había casado, decía que su mujer era una chica estupenda y la quería
muchísimo. Se le veía que estaba muy enamorado porque hablaba maravillas de
ella y sobre todo (nos decía), su familia me recuerda a mi padre y a todos
vosotros. Nos enseñó una foto de su boda y leyó encantado una carta de su mujer
que siempre llevaba consigo.
Y mi madre
emocionada, recuerda la noche que cenó con ellos y también durmió en su casa.
Así nos relata en su famoso cuadernillo, aquella carta y parte de sus
emociones.
HISTORIA
DE UN AMOR
Estaba a punto de
acostarse: sobre la mesita de noche puso la fotografía de su boda y
contemplando su imagen, recuerda con cariño una gran historia de amor. Es la
historia de su amor; el suyo y el de una muchachita desconocida que acabaría
llevándole al altar. Recuerda el día que la conoció, aquella chica tenía algo
especial que a él le gustaba, y aunque la chica no era como las que coqueteaban
con él, ni de su entorno, ni de su clase social, con el tiempo, su amor hacia
ella fue consolidándose, hasta el punto de que al cabo de pocos meses
terminaría siendo su compañera y esposa.
En sus manos tiene
la carta que un día de hace muchos años ella le envió, cuando en otro viaje se
separaron por unos días. Es su carta, la que guarda como un tesoro, la que
lleva siempre que sale fuera de su casa por un tiempo y la que lee para mitigar
un poco su ausencia.
También recuerda
como si fuera hoy, el momento de recibirla en el pequeño hotel en el que se alojaba.
Era su cumpleaños; en la carta ella le felicitaba y le contaba los apuros y el
placer que sintió al conocerlo. Ella nunca se lo había dicho y él se sintió
feliz, porque también había sentido lo mismo. Ahora la vuelve a releer por
enésima vez, en voz alta. Y le gusta oír su propia voz cuando le dice:
En estos momentos
que estás de viaje, ¡cuanto te echo de menos! ¡Me encuentro tan sola!... Jamás
olvidaré el día que te conocí. ¡Fue tan extraño! ¡Yo iba a cumplir la mayoría
de edad!
¡Mi mayoría de
edad! Esa fecha tan especial de mi puesta de largo y la entrada al mundo de los
mayores, con la cual soñaba desde que hice mi primera comunión. Algunas de mis
amigas habían pasado por “el trance” y la experiencia había sido de lo más
exitosa y para mí muy apetecible.
Pero yo no disponía
como ellas de una buena economía, ni tenía su belleza ni sus “gracias” (como mi
madre me decía algunas veces), yo era una chica más bien del montón, tirando a
bajita en todo. Había hecho algunos pequeños trabajillos y algo tenía ahorrado,
pero cuando fui a comprar el vestido que me había gustado, al verlo con su
precio en el escaparate, me eché a temblar y el ánimo se me fue por los suelos.
¡Dios mío!, ¿de dónde iba a sacar yo, aquel dineral?
Nunca estuve dentro
de aquella maravillosa tienda, la veía desde fuera con envidia pero jamás me
atreví a enfrentarme con aquellas dos señoronas mayores que reinaban detrás del
mostrador y que a mi me imponían un cierto rechazo por su impresionante figura.
Eran como dos estatuas de cera: guapas, bien construidas (como decía mi padre)
y vestidas y peinadas siempre impecablemente. Ya me iba con lágrimas en los
ojos cuando me decidí a entrar en la tienda; podía probármelo y hacerme la
ilusión de verme con aquel vestido, o quizá, tendrían algo más barato aunque no
me gustase tanto, pero viendo el panorama… Al final como un autómata empujé la
gran puerta. Dentro no estaba ninguna de las dos señoras, sólo estaba una chica
que me preguntó muy amablemente en que podía servirme.
La dije que me
gustaría probarme el vestido del escaparate y a ella le faltó tiempo para
decirme que era muy caro.
–Ya, pero de aquí a
un mes igual me toca la lotería –contesté yo.
A ella le hizo
gracia y se echó a reír, yo fui perdiendo el miedo y las dos empezamos a
hablar. Le conté lo de mi fiesta, me enseñó otros vestidos algo más baratos
pero igualmente fuera de mi alcance. Cuando ya me despedía, de pronto
apareciste tú, saludaste, sonreíste y a mí me pareciste algo irreal. ¿De dónde
salías?, habías oído nuestra conversación y te animaste a acompañarnos. Me
dijiste que esperase un poco, llamaste a la cafetería de enfrente, pediste tres
cafés y me preguntaste qué me apetecía, yo sin entender muy bien, me quedé
mirándote estupefacta: <<Sí –dijiste–, ¿te apetece un café con
leche?>>, yo no sabía que decir y antes de contestar, ya estaba en la
tienda la camarera del bar, dejó sobre el mostrador una bandeja con bollos,
tres tazas de café y una jarrita con leche. Yo te dí las gracias, mientras tomábamos
el café, la conversación fue derivando a otras cosas y me preguntaste si tenía
novio, yo dije que no, tú dijiste que tampoco tenías novia. ¡Yo que creía, que
eras el marido de aquella dependienta tan amable y tan guapa! Pero no, ella
dijo que erais hermanos, hijos de una de las dos señoras, mellizas y dueñas de
la tienda, que acababan de jubilarse.
<<¿Por qué no
le sacas a esta chica tan guapa el vestido que usaste tú en tu fiesta de
cumpleaños?, es precioso, está impecable y lo tienes muerto de risa. Seguro que
le queda bien de talla y estará estupenda igual que estabas tú>> –le
dijiste a tu hermana. <<Pues tienes razón, a mí ya me queda un poco
justo, se lo daremos baratito y las dos nos arreglaremos>> –contestó
ella.
<<Pero a
cambio que nos diga dónde vive, dónde es la fiesta y que nos invite a conocer a
su familia y amigos>> –volviste a decir tú.
Yo muerta de
vergüenza contesté a todas las preguntas y desde aquel día te encontraba por
todas partes. Siempre me invitabas a un bar y los dos tomábamos un café con
leche, yo no podía creer el sueño que estaba viviendo.
Mi puesta de largo
fue un rotundo éxito, por ti y por el precioso vestido que me quedaba como un
guante. Seguimos saliendo juntos y un día me invitaste a ir contigo a una joyería,
pediste un anillo de compromiso (dijiste que era para una amiga de tu hermana),
volvimos a tu tienda y delante de tu familia (incluidas tu madre y tu tía), lo
pusiste en mi dedo y allí mismo, te comprometiste a pedir mi mano a mi familia.
Así, mi sueño se convirtió en realidad.
Desde entonces
estamos juntos y ya no me impresiona tu familia, son tan estupendos como tú y
como serán nuestros hijos. Gracias mi amor, por esta maravillosa y eterna luna
de miel. Te espero pronto, estoy deseando abrazarte.
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