Un relato trágico y cruel, inspirado en un caso real. Sucedido en un pueblo rural, de la provincia burgalesa.
Camino del cementerio iba Marina: la falta de un apoyo y el
cariño hacia su madre, la llevaban por aquel sendero tan recorrido últimamente.
Con su andar
fachendoso y su mirada burlona pasaba Santiago. Santi como todos le llamaban,
miró a la chica de arriba abajo y con su manera socarrona de decir las cosas,
dijo a Marina:
–¡Hola chiquita!,
¿dónde va la princesa, con andares de reina?
Marina le miró con
tristeza y contestó:
–Voy al cementerio
a ver a mi madre.
–Pero niña, ¡qué
vas a hacer allí, si se va hacer de noche!
–Voy a rezar.
–Pero… para eso,
mejor si vas a la iglesia. Mira que te puede salir “el coco” y darte un buen
susto.
–La iglesia está
cerrada.
–Dios está en todas
partes y el demonio también. Ten cuidado y vete pronto a casa.
–No te preocupes,
así lo haré.
–¡Espera niña!,
¿quieres que te acompañe?
–Déjalo Santi, que
vuelvo enseguida, pero gracias –contestó otra vez la muchacha.
Ella continuó su
camino, Santi siguió andando, y pensando en la chiquilla se dio la vuelta. Era
peligroso que la jovencita fuera de
noche por aquel lugar solitario, lúgubre y oscuro.
Marina andaba
deprisa, Santi la escoltaba discretamente para no molestarla y ella sin darse
cuenta, seguía el sendero cerca de su destino
De pronto, detrás
de unos arbustos, salió una sombra sospechosa que espiaba a la chiquilla. Aquella
aparición fantasmal, era la misteriosa figura de un hombre. Santi alarmado vigilaba
prudentemente y con cautela a la chica, sin que el endiablado sujeto reparase
en él.
Aquella maldita presencia, depredadora y diabólica,
estaba a punto de alcanzar a la confiada joven que ya llegaba junto a la tumba
de su madre. La chica se arrodilló y con las manos juntas rezaba.
De repente, algo cayó sobre su espalda y sintió un manotazo
que la tiró al suelo. Tras el golpe y la sorpresa, la chica se repuso y comenzó
a gritar. Aquel condenado energúmeno le tapaba la boca, mientras intentaba
arrancarle la ropa.
Después de unos
momentos de lucha y desesperación y cuando ya la chiquilla no podía defenderse,
apareció un “ángel” que agarrando al condenado salvaje lo quitó de encima de
ella y con su propio cinturón lo ató las manos.
Aquella sabandija
asquerosa, intentaba zafarse de las manos de Santi, que más fuerte que su
enemigo lo tenía amarrado para llevarlo lo antes posible ante la policía.
Marina se incorporó y con los ojos llenos de lágrimas, vio a su amigo que
forcejeaba con el puerco repugnante, que a ella le había atacado a traición.
La chica contó a la
policía lo ocurrido y dio gracias a Dios, por haber puesto en su camino a un
buen amigo, que acababa de salvarle de un gran problema.
Marina llegó a casa
acompañada de su salvador. No quería alarmar a su padre pero la chiquilla
todavía con el susto en el cuerpo y la cara desencajada, no tuvo más remedio que
contar a su progenitor la verdad.
Padre e hija
volvieron al cuartelillo para poner la denuncia, y allí estaba aquella bestia
que había agredido a la chiquilla. Su padre se puso tan furioso que hubiera
sido capaz de cualquier cosa, pero el policía, más sensato, le aconsejó que
fuera a su casa; la justicia se encargaría, de dar el merecido castigo a
semejante individuo.
El padre de Marina
con los puños cerrados, y apretados los dientes, hizo de tripas corazón, abrazó
a su hija, y así, abrazados fueron a su
casa.
El hombre, comprensiblemente
enojado, emocionado y pensativo, andaba despacio; prometiéndose contar a su
hija la verdad de aquel siniestro y amargo episodio, que había confiado no
tener que contar nunca y que hasta entonces, había mantenido en secreto para
ella.
Padre e hija
llegaron a la casa serios y cabizbajos; se dispusieron a cenar, pero impresionados
por lo ocurrido, ninguno de los dos fue capaz de llevarse ni un pedazo de pan a
la boca.
El apenado padre, ordenó a la chica que se
sentara. La orden fue tajante: en su cara se reflejaba un sentimiento de dolor,
que la hija no supo como interpretar; y la muchacha, obediente, pensó que su
padre tenía algo muy importante que revelarle. El buen hombre, a pesar del
desconsuelo que le producía y ya mucho más sereno, se dispuso a contar a su
hija un triste suceso.
Verás, tengo que
explicarte una historia muy grave que le pasó a tu abuela, mi madre, en el
pueblo donde vivíamos. Es un relato trágico y cruel que no me hubiera gustado
tener que decirte, pero lo sucedido me ha hecho reflexionar y recordar todas
las burlas, desprecios, ofensas y humillaciones que recibimos mi madre, el
abuelo y yo.
Mi madre se
llamaba Clara: cuando yo nací, ella tenía poco más de 17 años. Siempre fui un
niño querido, vivaracho y juguetón, y creía que todos los niños del pueblo
serían mis amigos.
A los seis años
empecé a ir a la escuela, ninguno de los niños me hizo caso, la maestra también
pasaba bastante de mí y casi nadie se quería sentar a mi lado, en un pupitre
que tenía dos asientos.
Hasta entonces, yo
solo jugaba con mi madre, el abuelo y los dos perros que teníamos en casa para
cuidar el rebaño del abuelo.
Cuando ya era un
poco más mayor, sentía que los niños cuchicheaban y hablaban mal de mí, si me
acercaba a ellos se callaban y me echaban de mala manera.
Como no tenía
amigos, un día en el recreo me acerqué a jugar con las niñas, ellas también me
echaron y me llamaron mariquita. Después de aquello, en los recreos me quedaba
dentro de clase leyendo algún libro de la escuela, que luego llevaba a casa con
permiso de la maestra.
Con ocho años yo
quería hacer la primera comunión con los demás niños, pero el cura dijo a mi
madre que las otras madres se habían negado, por ser yo hijo de soltera. Mi
abuelo se enfadó mucho con el cura, dejamos de ir a la iglesia y nunca más fui a
la escuela. Mi madre me enseñaba las lecciones en casa, que por cierto, ella
sabía más que la maestra.
Entonces empecé a
darme cuenta de la tristeza de mi madre. Nunca la vi reír, hablar o jugar con
las otras chicas de su edad, y a pesar de que era muy joven parecía mucho mayor
que ellas.
También pude ver
que a mi madre y a mi abuelo casi nadie los hablaba y si lo hacían, casi
siempre venía con algún insulto referente a mi madre.
Nunca eché de menos a mi padre, pero un día
le pregunté al abuelo por él. Me contestó que no sabía nada. Pregunté a mi
madre, ella dijo que se había ido y no sabía dónde. No volví a preguntar, ya
que no lo necesitaba.
Así, hasta que un día con 14 años intenté salir con los
chavales de mi edad, no me dejaron quedarme y uno de ellos me llamó hijo de
mala madre. Yo no entendía el porqué, si mi madre no se metía con nadie y era una bellísima persona.
Pedí
explicaciones y me contestó que mi madre era una prostituta. Le di un puñetazo,
le rompí las gafas y me marché a casa.
Por la noche vino
su padre exigiendo el pago de las gafas, insultándonos a todos, diciendo que mi
madre era una puta y que su hijo tenía razón.
Faltó poco, para
que aquel bárbaro y el abuelo llegaran a las manos. Al final, mi madre le pagó
las gafas y aquel bruto se marchó de nuestra casa dejándonos en paz.
Y el abuelo me
decía después: <<tú no hagas caso de nadie; tu madre siempre ha sido una
chica muy buena. A sus 17 años era una chiquilla inocente, alegre, muy educada
y preciosa>>.
Al día siguiente mi
abuelo vino a esta ciudad, vendió el rebaño y al cabo de un mes nos vinimos
todos. Alquilamos un piso, el abuelo y mi madre entraron a trabajar en una
fábrica y yo fui a una escuela de Formación Profesional. Mi madre acabó de
estudiar mientras trabajaba y poco a poco salimos adelante. La casa del pueblo
la vendimos a los dos años y no hemos vuelto por allí.
A los 18 años, yo
ya tenía una profesión: un título de mecánica, que había sacado con una buena
nota. Por aquellas fechas mi abuelo se había jubilado y mi madre seguía con su
trabajo. Yo entré a trabajar en la misma fábrica y ya un poco más desahogados
compramos este pisito. Así, mi madre y el abuelo, por fin, habían encontrado un
poco de paz.
Pero no dura mucho la alegría en la casa del pobre; cuando volví del
servicio militar (que hice en Burgos), mi madre, después de todas las penurias
pasadas, falleció de una enfermedad que venía arrastrando hacía tiempo.
El abuelo acabó de confesarme todo este lamentable hecho y me entregó
una carta escrita por mi madre. A los pocos años el abuelo también falleció y
yo aquí me quedé triste y solo.
Poco tiempo después conocí a tu madre, era burgalesa como yo. Nuestras
aficiones y costumbres eran las mismas y nada más conocernos nos hicimos muy
amigos, pronto nos enamoramos y nos convertimos en novios.
Le conté mi caso y no le importó en absoluto. A los cinco años nos
casamos y dos años más tarde naciste tú. Ahora, desgraciadamente, tu madre se
ha ido y casi se repite la misma situación en la que tanto sufrimos. Gracias a
Santi no hemos tenido que lamentar males mayores, tenemos que agradecerle lo
que hizo por ti. Seguramente sabe lo que acabo de contarte, su abuela era de
cerca de mi pueblo y aquí hablaba mucho con mi madre y mi abuelo.
Pues ya sabes lo que pasó, yo pensaba que no era conveniente contártelo,
no imaginaba que un día, otro animal se iba a cruzar en nuestras vidas. Pero el
destino se empeña en recordarnos que en esta vida, hay cosas que se pueden
repetir cuando menos lo esperamos.
Y ahora, creo que es bueno que lo sepas, porque es necesario que te
protejas y porque al fin y al cabo, es parte de la vida de nuestra familia.
Yo tardé años en leer la carta de mi madre que me entregó el abuelo. No
me atrevía a saber lo que ella, no había querido contar, por temor a vivir de
nuevo toda la pesadilla.
Y al fin, un día con tu madre, nos decidimos a conocer aquel secreto a
voces, que todos lo contaban culpando a la más infeliz. Convirtiendo a una
inocente en culpable y a un maldito demonio en un santo.
Mi madre dejó escrita esta carta, que ahora yo te entrego a ti, para que
sepamos toda la verdad y no hagamos caso de habladurías, ni juzguemos a nadie
por las apariencias.
La carta decía así:
CLARA
Clara nació una mañana de primavera, en la
habitación pobre pero luminosa, de sus padres. Con un sol resplandeciente y con
aromas de tomillo y romero que se colaban por toda la casa. Los rayos del sol
entraban a raudales por la ventana, abierta de par en par después del
nacimiento de la primogénita.
Las abuelas que asistían a la madre entre
nerviosas y emocionadas, por ser la primera nieta que llegaba a las dos
familias, se sentaban, ¡por fin!, después del trabajo perfectamente realizado.
Miraban tanto a la madre como a la niña y se
preguntaban cuál sería su destino y el nombre más bonito para poner a la recién
nacida. La madre mirando a la pequeña, intuyendo los pensamientos de las
abuelas preguntó:
–¿Qué os parece si la ponemos
Clara?, las dos abuelas se quedaron
pensativas y una de ellas dijo:
–Viendo el sol que entra por la
ventana y el cielo que acaba de llegar, yo lo tengo claro, Clara es un bonito
nombre.
–Sí, es bonito: además será la
única, en este pueblo no hay nadie que se llame así –contestó la otra abuela.
–La llamaremos Clarita –dijo la
madre. En aquel momento entraban el padre, abuelos y tíos de la criatura,
gozosos por conocer al nuevo ser que se incorporaba a la familia. Después de
darles un beso a madre e hija salieron de la habitación, dejando a los nuevos
padres disfrutando de su bebé y cada cual se fue a su casa para que la madre
pudiera descansar.
A Clarita le esperaba un mundo lleno de emociones y de buenos presagios.
Era una niña preciosa, de pelo negro, naricilla respingona y grandes ojos.
La pequeña comenzaba a dar sus
primeros pasos y toda la familia seguía su evolución. Era adorada por todos,
que además estaban completamente pendientes de ella.
Pasados cuatro años Clarita va
y viene de la mano de cada uno de los miembros de su familia, pero un mal día
el abuelo paterno se acostó y no se volvió a levantar.
La chiquilla lo echa de menos y
pregunta por él. La mamá le dice que el abuelito se ha ido al cielo, y la
pequeña cada vez que sale a la calle mira al cielo y comenta: <<Pues el
abuelo no nos verá porque el cielo es muy grande y está muy lejos>>. Y su
madre le dice que sí, que les ve; y la niña salta alegre y dice que ella quiere
verlo porque lo quiere mucho.
Clarita ya tiene seis años y ha
empezado a ir a la escuela. Es sorprendente lo inteligente y responsable que
puede ser una niña de tan corta edad. Ha aprendido a leer y escribir muy pronto
y las sumas y restas se le dan de maravilla. No es muy hábil en gimnasia y en
los recreos juega con las niñas a los juegos más tranquilos.
El otro abuelito se ha puesto
enfermo, a su madre y a la abuela se las ve muy preocupadas y le cuidan mucho.
De vez en cuando viene el médico y le receta medicinas, pero la madre y la
abuela están tristes y ella no sabe que hacer para animarlas.
A la chiquilla no le dejan
entrar en la habitación del abuelo, pero ha entrado de puntillas y a escondidas.
El abuelo tiene los ojos cerrados y no ha visto ni reconocido a su nieta.
Y la niña al día siguiente le decía
a su maestra: <<El abuelo debe estar muy malito, porque le han llevado al
hospital y mi mamá se ha quedado con él para cuidarlo>>.
A Clarita le ha dicho su mamá,
que este abuelo también ha ido al cielo. La abuela esta muy triste y llora de
vez en cuando. La chiquilla intenta consolarla y le dice que no llore, seguro
que los abuelos están los dos juntos en el cielo y les están viendo desde allí;
además, como la otra abuela y ella son mayores, irán pronto a verlos.
Clara tiene ya ocho años y se
está preparando para hacer la primera comunión. La maestra, el cura y su mamá
le enseñan las oraciones y las abuelas le están haciendo un vestido blanco.
Va pasando el tiempo, la chica
tiene ya catorce años y con esa edad le toca salir de la escuela. A su madre le
gustaría que siga estudiando, y están valorando las posibilidades que hay.
Resulta un poco caro, no solo los estudios sino también el alojamiento, pero lo
pueden intentar.
De momento eligen un colegio de
religiosas en la ciudad, éstas tienen una residencia y los padres piensan que
la niña estará bien allí. Las monjas son muy disciplinadas y prometen
protegerlas; tienen costumbres muy estrictas y son exigentes con los horarios,
pero a todos les parece que eso es bueno para que las chicas de esa edad
reciban una buena educación.
Mientras Clara está en el
colegio, la mamá le va a visitar algunas veces. En una de las últimas visitas
le comenta que las abuelas han estado enfermas. Los médicos dicen, que la
abuela paterna tiene una enfermedad grave. La chiquilla recuerda cuando le
decía a la otra abuela, que pronto irían al cielo a ver a los abuelos y ahora
que ya no es tan niña se sonroja al recordarlo.
La jovencita está triste: sabe
que sus padres trabajan mucho, para que ella tenga un futuro mejor y eso le da
fuerzas para seguir estudiando. Las monjas y profesoras le dicen que tenga
paciencia, dentro de poco llegarán las vacaciones y podrá ver a su familia, que
la esperan con los brazos abiertos.
La abuela empeora y la llevan a
un hospital situado cerca del colegio, la niña va a verla y encuentra un
panorama bastante sombrío. La abuela está mal y la madre muy decaída; pero se
alegra de verlas y trata de disimular.
La chica va todos los días al
hospital, la abuela lleva allí 15 días y ya no reconoce a nadie. Sus padres se
turnan para estar con la enferma, el padre ha comentado que durará pocos días y
ella reza para que la abuela no sufra.
Dentro de unos días son las
vacaciones, la chiquilla tiene exámenes y va menos al hospital, pero quiere
estar con su familia y a veces lleva allí algún libro para estudiar.
Ya pasaron las vacaciones,
Clarita pasó el curso con muy buenas notas y la abuela falleció. Ha cumplido un
año más y ahora le toca volver al colegio, pero está intranquila porque su otra
abuela no se encuentra bien. El médico le ha visitado y ha recomendado que le
hagan unas pruebas en el hospital, la gripe parece que le ha dejado alguna
secuela y tendrá que cuidarse.
A su vez a la madre la ve un poco cansada y algunas veces cuando está
sola, le ha oído quejarse, pero no dice nada, cuida de todos y sigue con su
rutina como si no pasara nada.
Ahora Clara tiene 15 años, la
chica sigue esforzándose y centrándose en sus estudios, quiere terminar pronto
en el colegio para ayudar en casa. La abuela está muy mal de las piernas y casi
no puede andar, la madre trabaja demasiado, su salud se está resintiendo y
ahora es ella quién va al hospital para hacerse algunas pruebas médicas.
Cierto día, sus padres fueron a
visitarla al colegio y le dieron una pésima noticia. La madre viene al hospital
porque la enfermedad que tiene es grave y tendrá que pasar un tiempo tratándose
con medicinas muy agresivas, ellos confían en los médicos y Dios dirá.
A la abuela la llevará su otra
hija a su casa, lejos de su pueblo. Saben lo que le va a costar marchar, pero
no hay otra solución. Mientras, a ver como se resuelven las cosas.
Pero las cosas fueron de mal en
peor: la abuela falleció, la madre siguió confiando en médicos y medicinas,
pero no consiguió curarse y Clarita se quedó sola con su padre.
La chica tenía 16 años, estaba
nerviosa y no se concentraba en sus estudios. Sus profesoras aconsejaron al
padre, que la muchacha debería tomarse un año de descanso, ya tenía tiempo de
retomar sus clases
El padre preocupado, habló con su
hija y acordaron volver a su casa; una vez allí, en la tranquilidad de aquel
pueblecito, con ayuda de los médicos y los cuidados del padre, la chica se
repuso en poco tiempo. Pero el demonio que anda suelto, echa sus redes donde
menos se piensa.
Clarita estaba mucho mejor y
empezó a salir los días de fiesta con sus amigas, no tenía costumbre de hablar
ni salir con chicos, y a pesar de que había vivido dos años en la ciudad, no
solía salir con amigas y conocía poco las discotecas y los bares. Casi todo el
tiempo lo pasaba estudiando y cuando salía del colegio le gustaba ver los
museos e iglesias y pasear sola por la ciudad.
Las monjas no le habían
enseñado nada de la vida, y su madre no tuvo mucho tiempo, por lo que era una
buena chica que confiaba en todo el mundo. Les decía a sus amigas que ya se
encontraba bien y cuando empezara el curso volvería al colegio.
Cierto día que paseaba con sus
amigas, una cuadrilla de chicos más mayores pasó por su lado, como eran todos
del pueblo se conocían de siempre y las piropearon. A Clara le hizo gracia y se
echó a reír. Una de sus mejores amigas
le dijo:
–¿Has visto como te ha mirado Godo?
–Será que no me reconoce.
Porque hace mucho tiempo que no me ha visto.
–Pues ten cuidado, que estos chicos
mayores son un poco sinvergüenzas y se las saben todas.
Siguieron con sus paseos su
conversación y sus risas. Al cabo de un rato aparecieron los amigos de la
cuadrilla. Aquellos chavales eran de su edad, habían ido juntos a la escuela,
se conocían bien y a veces iban todos al bar de la plaza a jugar a cartas y
tomar una gaseosa con aceitunas o cacahuetes.
A la hora de ir a casa todos se
despidieron, los chavales se quedaron y cada una de las chicas, siguió el
camino hacia su casa.
La casa de Clara estaba a las
afueras del pueblo y la jovencita como siempre iba sola. En su camino encontró
a cuatro chicos de los mayores. La chica no se inmutó, ella los conocía de
siempre y alguno de ellos, había trabajado en alguna ocasión en la casa de sus
padres. Entre ellos estaba Godo que al ver a Clara se adelantó y fue hacia
ella.
–¡Hola chica!, estos dos años
de colegio te han sentado muy bien, estás muy guapa. ¿Me dejas que te
acompañe?
–No, Godo,
déjalo. Estoy cerca de casa y mi padre llegará pronto.
–Niña, no pienso comerte.
–Pues
hombre, cara de lobo no te veo, pero hasta otro día.
La muchacha siguió su camino y ya en casa, esperó a su padre que llegó
enseguida. Pasaron los días, Godo aprovechaba todas las ocasiones que se le
presentaban para hablar con la chica.
La amiga de Clarita no veía al chico con
buenos ojos y la decía que no se fiara, pero Clara le contestaba que era muy
simpático y parecía buen chico. La jovencita fue cogiendo más confianza y no le
extrañó que Godo estuviera merodeando por su casa, un día que su padre estaba
de viaje.
Al atardecer Clara salió de
casa a recoger unas prendas de ropa que tenía en el tendedero. Godo apareció,
la chiquilla se quedó parada y le pregunto:
–¡Hombre!, ¿qué haces por aquí?
–Hola guapa, he venido para
hablar con tu padre.
–Mi padre ha ido a la ciudad,
no tardará en venir.
–Ah, ya me pareció que marchaba esta mañana, pero creí que había
vuelto.
–¿Y qué querías decirle?
–No te preocupes, no tiene
importancia, ya se lo diré otro día. De sobra sabía el chico que
Clara estaba sola, y mirando a su alrededor dijo:
–He traído a mi perrillo y no
le veo, ¿te apetece dar un paseo mientras lo buscamos?
–Tengo cosas que hacer, pero…
–contestó la chica.
–Bueno, no creo que tardemos
mucho. He oído decir que vas al colegio otra vez.
–Sí, dentro de unos días, ya me
encuentro bien y quiero terminar de estudiar.
–Supongo que te despedirás de
los amigos, ¿no?
–Bah, no hace falta, tengo
intención de venir a menudo para ver a mi padre.
–Yo te veo muy guapa, seguro
que has dejado por allí algún noviete
–No, no salgo mucho, a mi me gusta estudiar.
Mientras seguían hablando se
iban alejando del pueblo, la chica al darse cuenta dijo:
–Nos hemos alejado de la casa,
se está haciendo de noche y el perro no ha aparecido.
–No te preocupes, habrá ido a
casa –dijo el chico poniéndole la mano en la cintura.
Ella sorprendida recordó las
palabras de su amiga. Quiso soltarse, pero el chico le agarró del cuello, la
tiró al suelo y rápidamente se echó encima de ella.
La chica absolutamente
aterrorizada, temblaba sin poder moverse, tanto por el peso de aquel animal infame
y desalmado, como por el horror y el asco que le producía aquella situación.
Cuando parecía que aquel repulsivo
violador, rastrero y despreciable se marchaba y la iba a dejar en paz, aquella alimaña
inmunda no se conformó, sujetó fuertemente a la chiquilla, diciendo que ella de
allí no se iba a escapar, porque venían otras visitas.
Efectivamente, a continuación,
la chiquilla sobrecogida, atenazada y acorralada, vio como algunos de los
amigos de Godo llegaban para seguir abusando de ella. Entonces la chica
paralizada de pies a cabeza, se desmayó y allí quedó derrumbada e inmóvil como un
animal herido.
Cuando recuperó el conocimiento,
sin saber muy bien lo que había pasado, abatida y angustiada pudo incorporarse;
y completamente trastornada, rezando para que
su padre no la viera, se fue a su casa.
El padre no había llegado: ella
totalmente dolorida, desalentada y llorosa, se puso el camisón y se acostó. El
hombre llegó pronto, abrió la puerta de la habitación de su hija y se quedó
tranquilo al verla en la cama. La chiquilla se hizo la dormida y se prometió
guardar aquel secreto para siempre. Lo que había pasado era demasiado horroroso
para contarlo a su padre; no, no diría nada a nadie.
Al día siguiente, se levantó de
la cama sumamente aturdida: se
encontraba mal, medio mareada, rechazaba
a su padre y no se atrevía a hablar con él ni a salir a
la calle.
El hombre preguntaba a su hija
si le pasaba algo, ella decía que estaba bien, pero su padre la conocía
demasiado y veía que algo iba mal. Aunque no la quería agobiar, dejaría pasar
unos días a ver si la chiquilla mejoraba.
Pero la chica cada día estaba
peor; dejó de arreglarse, dejó de salir con las amigas y no salía a la calle
para nada. Estaba triste y lloraba por cualquier cosa, vomitaba por las
mañanas, comía muy poco y no tenía ganas de hacer nada. Al final, la chiquilla
enferma y muy desmejorada, se quedó en la cama; y su padre visiblemente alarmado,
la acompañó al médico.
La chica no sabía por qué
vomitaba, pero los médicos después de hacerle algunas pruebas, vieron que
estaba embarazada. Su padre sobresaltado, preguntó qué había pasado y cuándo la
chica delante del padre y del médico confesó, por vergüenza culpó solamente a Godo. El padre escandalizado,
nervioso e indignado, prometió matar a aquel miserable, degenerado y traidor,
que había agraviado y machacado a su hija, deshonrando a toda la familia sin
ningún miramiento.
El médico aconsejó tranquilidad
y cuidados para la chica y a su vez le propuso al padre que lo denunciara. El desconsolado
padre, finalmente derrotado, fue con su hija a hacer la denuncia.
Godo se defendió diciendo que
no la había violado, que habían sido relaciones consentidas, que la chica era
un poco promiscua y si iba a tener un hijo, ¡vete a saber de quién sería!
A Clarita al oír aquellas
palabras, le dio un ataque de ansiedad y tuvieron que llevarla al hospital. Y
la muchacha siempre tan sincera, se torturaba repasando todo el daño sufrido,
mientras intentaba descansar en la habitación de aquella clínica, tan inesperadamente
visitada.
La bajeza moral de aquel insensible y
despiadado sujeto, al que ella consideraba su amigo, le causaba escalofríos. Y
la chica se angustiaba con sus amargas meditaciones. ¿Cómo pudo dejarse engañar
de aquella manera, cuando su amiga le había advertido varias veces? Y con horror
seguía mortificándose con sus pensamientos, porque de ahora en adelante no podría confiar en
nadie.
Aquel agresor brutal, indeseable y canalla, tramó un plan siniestro y
maléfico. ¿Cómo es posible que alguien sea tan sádico y ruin, urdiendo
semejante traición, para burlarse de una chiquilla confiada y honesta que no
tenía ni una pizca de maldad? Parecía imposible, pero aquel vicioso y
pervertido sinvergüenza, tenía bien
preparada de antemano su deplorable estratagema, involucrando a otros chicos
que le siguieron en su terrible y repugnante juego.
Cuando nació el niño nadie le
fue a visitar. Hicieron la prueba de paternidad a aquel “cerdo salvaje” y
resultó negativa, por lo que la pobre Clarita quedó por ser una “cualquiera”.
A aquel “monstruo depravado”,
le había salido bien la jugada con la complicidad y el silencio de los amigos,
y así, “el pájaro de mal agüero” quedó como un perfecto caballero.
La chica agradecía que su casa estuviera un
poco apartada del pueblo, ninguna de sus amigas la había defendido ni le había
apoyado para nada, y ahora ella misma se preocupó para no ver a nadie.
El caso fue muy comentado por
el pueblo y todos los de su alrededor, y Clarita se desesperaba pensando en lo
que iba a ser su vida futura. Adiós a todas las ilusiones de niña, de terminar
sus estudios, de formar una familia y de llevar una vida respetable. Ya se
habían encargado otros, de deshonrarla, criticarla, desacreditarla, señalarla y
enterrarla en vida.
Se dedicaría ayudada por su
padre a criar al niño, que no tenía padre ni ninguna culpa y por lo tanto era únicamente
suyo. El tiempo se encargaría de cicatrizar las heridas y poner las cosas en su
sitio.
Y Clarita acaba la carta, escrita
en tercera persona, con una poesía. En ella se ve toda la frustración, tristeza
y despecho, que guardó en su corazón durante toda su existencia.
DEPREDADORES
Te cortaron las alas, dulce paloma,
infeliz avecilla, sencilla y buena;
mancillaron tus rosas y su fragancia,
arrasaron tu nombre y tus esperanzas.
Como puñal entraron en tus entrañas
sin tener una pizca de humanidad,
te arrojaron a un pozo de soledades
destruyendo tu alma con su maldad.
Te lanzaron semillas envenenadas
uniéndose a tu esencia virgen y pura,
trituraron las joyas de tu corona
sumiéndote en la noche triste y oscura.
¡Como a la mies madura que va a la era,
molerías sus vidas, si trillo fueras.
Dejarías la parva desparramada,
extendida, dispersa y desperdigada!
CLARA
Ahora comprende Marina, la imprudencia de haber ido sola al cementerio a
aquella hora, y la valentía de Santi que se arriesgó por evitarle a ella un
amenazador futuro.
Aquella
lección no debería olvidarla jamás. Nunca podría pagar el favor que le había
hecho aquel muchacho, que era el único amigo (que ella había conocido), de su
padre y de su abuela.
Marina se pone una meta: convencer y ayudar a su padre a cerrar las
heridas, e ir con él algún día para conocer aquel pueblo, que aunque injusto,
de allí descendían sus antepasados y procedían sus raíces. Y la muchacha
emocionada, secándose las lágrimas, escribe y dedica a su abuela este pequeño
poema.
CLARA
Fuiste una flor ultrajada,
pisotearon tu honor,
cobardes con mala sangre
que no tuvieron corazón.
No llores por ser mujer
porque tienes lo más
grande,
estás llena del amor
que te da, haber sido
madre.
No sufras por el pasado,
sé que truncaron tu vida;
¡la conciencia de esas
bestias
no debe estar muy
tranquila!
Marina