DOS BUENOS PAPÁS, TULA-TAZO Y ABEL-TURA
Mamá Tula y papá
Abel eran los pastores del pueblo; eran dos buenas personas pero eran muy
pobres. Salían al campo de madrugada con dos rebaños de ovejas que cuidaban.
Las ovejas no eran suyas, eran de otros vecinos del pueblo que no tenían muchas
ovejas, ni mucho dinero. Juntaban las pocas que tenían cada uno y así reunieron
unas cuantas para hacer dos rebaños, que cuidaban los pastores por un jornalito
que no les daba para muchos gastos. Vivian en una cabaña a las afueras del
pueblo. En invierno hacía mucho frío y no tenían leña para calentarse, bebían
algo de leche caliente, recién ordeñada y dormían en el corral al calor del
rebaño. Cuando podían cogían por el campo algunas ramas y palos, que juntaban
en haces y los llevaban al hombro hasta su pequeña casucha para hacer la
comida.
A sus vecinos les
daba un poco de pena verles tan pobres y les regalaron un pequeño cordero para
que celebrasen la
Navidad. Abel y Tula se alegraron mucho, pero les dio pena
del pobre corderillo y ese día decidieron comer unas patatas solas, que también
les habían regalado.
El “corderito” era
una corderita: fue creciendo y un día se dieron cuenta que su cordera iba a ser
mamá. Tuvo mellizos que todos cuidaban con gran alegría, de ahora en adelante
podían tener su propio rebaño, lo llevarían a su cabaña y allí todos tendrían
calorcito, cuidados y algo más de leche.
Un día cuando los
pastores volvían a casa con los rebaños, vieron, como una retozona cabrita se
había mezclado con sus ovejas, la madre cabra estaba atada cerca de allí y
queriendo seguirla se había enredado con la cuerda. El buen Abel se acercó a
quitarle el lazo que tenía rodeado en el cuello, al tiempo que el dueño de las
cabras venía corriendo en auxilio de su animal.
Abel había liberado
a la cabra y cuando vio al dueño que venía corriendo con su cachava en la mano,
temió por su integridad y salió corriendo lo más que pudo, pero el otro pastor
había visto la situación y no tenía intención de hacerle nada malo, sino que lo
llamó, le dio unas monedas por haberle ayudado a recuperar a sus cabras y le
regaló la más pequeña.
El señor era muy
rico, vivía en una gran casa de una gran ciudad, tenía grandes posesiones,
criados, tierras, caballos, un gran rebaño de ovejas y varias cabras que le
daban mucho trabajo.
Al día siguiente
aquel hombre los llevó a su casa, les dio una buena comida y les invitó a vivir
unos días en una casita preciosa que tenía en el monte, desde allí se veían
grandes terrenos, más lejos el mar y una hermosa playa.
Nunca habían visto
la playa, ni las tierras tan grandes, ni casas tan bonitas y tan bien
arregladas, todo aquello les dejó boquiabiertos y les daba mucha envidia.
Mientras, las ovejas que ellos cuidaban las atendía otro pastor que trabajaba
para el dueño de aquella casa y de las cabras.
Tula estaba
encantada con aquel encuentro y poco a poco fueron conociendo más cosas y más
gente. Se solían juntar con otros pastores del contorno que después de su
trabajo se reunían para tocar el rabel, todos sabían muchas cancioncillas, las
llamaban “rabeladas” y lo pasaban estupendamente. Cuando le tocó el turno a
Abel, como no sabía ninguna, se invento ésta que a los demás les hizo mucha
gracia, decía así: Tenías que haber previsto, mostrenca de pelo rojo, que con tus besos me
dabas, un gran orzuelo en el ojo.
Tula no sabía tocar
el rabel y la invitaron a cantar; al principio le parecía que estaba fuera de
lugar y como tampoco sabía ninguna de aquellas cancioncillas, también se
inventó una que todos aplaudieron mucho: Un paseíto a caballo, conmigo quisiste dar,
como no tenías caballo, en mí, quisiste montar.
Al día siguiente
repitieron, y tanto Tula como Abel volvieron a inventarse sus “rabeladas” ella
decía: Fuimos a coger castañas, al parque de Castañera y me guardé la más
hermosa, dentro de la faltriquera.
Y Abel contestaba: Yo te
pedí una castaña, cuando pasamos la vía, y dijiste picarona: no te la doy,
porque es mía.
Ahora se daban
cuenta de lo poco que habían visto, lo poco que conocían y lo poco que tenían.
Sabían que con lo poquito que ganaban, nunca saldrían de la pobreza, pero no
tenían más remedio que volver a su casa.
Una semana
estuvieron en la casa de aquel señor, dueño de (para ellos) “medio mundo”.
Habían pasado unos buenos días pero debían volver a su trabajo y a su pequeño
pueblo.
A la vuelta a su
casa los dueños de los rebaños que ellos cuidaban, les esperaban y les dieron
la bienvenida con una cena en el ayuntamiento. A su vez Abel y Tula les dieron
una gran noticia, serían padres en unos meses.
Todos se alegraron
mucho y prometieron ayudarles a cuidar a su niño, arreglarían primero la
casucha, llevarían leña, harían una cuna y todos ayudarían en todo lo que
necesitaran. Aunque todavía no sabían toda la ayuda que iban a necesitar.
Tula tuvo mellizos:
Tula y Abel. Poco después su pequeña corderita tuvo dos corderitos y al año
siguiente los dos niños jugaban con sus pequeños amigos, los corderitos y
alguna nueva y retozona cabrita. Su mamá les miraba jugar y su padre les
cantaba:
A mi niño Abel y mi niña Tula, su madre les
canta a la luz de la luna.
A mi niña Tula y mi niño Abel su padre les
canta tocando el rabel.
La “rabelada” es una cuarteta (cuatro versos
octosílabos, rimando los pares) en la que se resume, como un fogonazo, un
sentimiento, una ocurrencia o una astucia.
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