CASTILLA Y LEÓN
¡Ara gigante, tierra de Castilla, a ese tu
aire soltaré mis cantos,
si te son dignos bajarán al mundo desde lo
alto!
Miguel de Unamuno
MIELDULCE
Capítulo 1º
Don Antonio el maestro subía sudoroso por la cuesta del río,
aquella tarde calurosa del mes de Julio. Llevaba en las manos dos calderos bien
llenos de agua de aquella vieja fuente, a la que llamaban nueva y que estaba
tan lejos de su casa. A pesar del esfuerzo que suponía aquel trabajo, pensaba
en su situación y cómo la vida nos puede jugar tan malas pasadas.
Era apenas un niño
y a su padre se le metió en la cabeza que su hijo tendría que ir a la Universidad.
Trabajando duro habían ahorrado un dinerito y le decía a su
esposa que ellos tenían “posibles”, el chico era inteligente y podía tener un
buen porvenir. Aunque les vendría bien tenerlo en casa debían mirar por un
futuro mejor para él.
Su madre decía que no había dinero para dar estudios a todos. El padre
añadía: <<Las chicas para arreglar su casa no tienen necesidad de
estudiar. Seguramente se casarán con algún chico más o menos como ellas, del
pueblo o de alguno cercano y se quedarán en casa cuidando del marido y de los
hijos, por lo tanto, sería un dinero desaprovechado. Durante el año nos podemos
arreglar con las chicas y en el verano buscaremos un criado. Además, el chico
vendrá de vacaciones y puede echarnos una mano>>.
Antonio no podía
defraudar a sus padres y obediente fue a parar a otro pueblo más grande,
alejado de su casa, de sus amigos y de todo lo que más quería.
Alojado en la casa
de unos amigos de sus padres procuraba estudiar. Como era un buen chico sacaba
unas estupendas notas y terminó el bachillerato sin repetir ninguna de las
asignaturas.
Recuerda el primer
día que llegó al colegio: todos los niños se acercaron a mirarle con
curiosidad, eran chicos de su edad y más mayores, algunos repetidores y que con
pocas ganas de estudiar se sabían todos los trucos para faltar a clase o copiar
en los exámenes. Entre los más mayores estaba el cabecilla, al que varios
chicos seguían y hacían lo que él les ordenaba.
Recuerda también,
las novatadas que tuvo que sufrir por parte de aquella cuadrilla de pilletes y
cómo se reían de él al ver su cara de bonachón y su timidez.
Y no olvidará
cierto día, que aquella panda de golfillos lo encontraron al salir de clase. Le
invitaron a ir con ellos, dijeron que iban a buscar a un amigo y él confiado
les siguió sin sospechar nada malo. Cuando encontraron al chico, uno de
aquellos “amigos” le dio un fuerte puñetazo en la cara y salieron corriendo. El
chiquillo lloraba y sangraba por la nariz. Antonio compadecido, se quedó con
aquel pobre chaval, que había sido agredido sin ningún motivo, por aquellos
gamberros. Lo acompañó hasta su casa y desde entonces se hicieron amigos. Los
dos chicos procuraban no mezclarse con semejantes brutos, pero ellos les
buscaban para hacerles cualquier “broma” pesada.
Otro día los
encontraron cerca del río. Antonio y su amigo al verlos quisieron marchar, pero
uno de aquellos cafres se acercó y les dijo: <<Qué, ¿nos tenéis
miedo?>>. Antonio contestó: <<¡Qué queréis!>>. <<¿Sabes
nadar?>> –preguntó otro de los chicos. <<Un poco>> –contestó
Antonio. <<Pues anda que lo veamos, miedica>> –le decía mientras lo
empujaba hacia el río. <<¡Dejadnos en paz!>> –decía el otro niño.
Antonio miró a su amigo y miró el río, no era un río ni muy grande ni muy
caudaloso pero había llovido mucho y ahora bajaba con un gran caudal y muy
rápido. <<Anda miedica –seguía diciendo aquel pequeño sinvergüenza–, que
veamos como sabes nadar, hoy nos lo puedes demostrar; si sales os dejaremos en
paz>>. Al final le dio un gran empujón que lo precipitó en lo más
profundo del río y aquellos chavales desalmados se fueron corriendo.
Antonio intentaba
sacar la cabeza del agua pero aquel sitio estaba demasiado hondo y no podía
salir. Su amigo empezó a gritar y un joven que pasaba por allí llegó en su
auxilio. Paseaba con un perro de gran tamaño y el “mejor amigo del hombre” pudo
sacar al niño sano y salvo. El otro chico dijo que su amigo se había acercado
demasiado y se había caído.
Aquellos pequeños
delincuentes miraban y se reían desde lo alto del camino. Ya no les volvieron a
molestar pero pronto encontraron otras víctimas.
Al buen Antonio
aquellos años fuera de su casa se le hicieron interminables, pero las
vacaciones le resarcían de todos los agobios de las clases.
Cuando Antonio
empezó los estudios superiores, él mismo se decidió por una carrera más corta
para no sacrificar a su familia, le gustaba la idea de enseñar a los niños, sí
estudiaría Magisterio.
Sus padres se
sentían muy orgullosos de él y sus hermanas le llamaban “suertudo”, era uno de
los poquitos de la zona que había salido del pueblo para estudiar.
A los pocos años
con su título de maestro en la cartera, lo destinaron a un pueblo cercano al
suyo. Toda la familia estaba muy contenta, estaría cerca de su casa y volvería
los fines de semana y en las vacaciones. Antoñito (como lo llamaban en su
casa), era un manitas y a todo se prestaba; lo mismo arreglaba las luces del
colegio, que enseñaba a los niños a jugar al futbol.
Dos años estuvo
Antonio en aquel colegio, el curso siguiente lo destinaron a otro pueblo de una
provincia limítrofe y todos en su casa se disgustaron mucho.
Al empezar el curso
Antonio puso rumbo a aquel pueblo, llegó en el tren casi al anochecer y la
primera impresión fue muy buena. Parecía un pueblo tranquilo y bastante grande.
Tenía tres bellísimas iglesias cercanas entre sí; en la plaza (también cercana
a ellas), había una magnífica fuente redonda, con unos cuantos caños de un agua
cristalina y sobre ella, un bonito quiosco donde los domingos tocaba una
estupenda banda de música y la gente bailaba. Cerca de la plaza se veían dos
farmacias, varias tiendas, caja de ahorros y algunos bares o tabernas.
También había dos
médicos, agua en las casas, dos colegios, casas para los maestros y alguna
pequeña fábrica. La estación del tren estaba en las afueras del pueblo, la
carretera cruzaba por el centro, los coches eran escasos y de momento, el chico
se sentía satisfecho.
El primer día que
Antonio empezó su trabajo, pudo ver que a un colegio asistían las niñas y al
otro los niños. Los colegios estaban cercanos entre sí y en la salida se solían
juntar tanto los niños y niñas como los maestros y maestras.
Pronto se fijó en
una maestrita joven como él, otro de los profesores le contó que esta chica
llevaba poco tiempo en el pueblo y casi nadie le conocía, solo sabían su
nombre. Se llamaba Soledad Melo y las niñas le llamaban la señorita Caramelo.
Soledad hacía honor
a su nombre, siempre salía la última de la escuela y se iba a su casa casi sin
hablar con nadie. Antonio se propuso hablar con ella y un domingo le vio en la
misa; a la salida se hizo el encontradizo y casi se chocaron al salir por la
puerta. <<Hola, buenos días>> –dijeron los dos a un tiempo, a los
dos les hizo gracia y se echaron a reír. Después de roto el hielo fueron juntos
a la plaza y empezaron a hablar. Era una mañana de otoño, el día estaba soleado
y pasaron un rato de lo más agradable, hasta que la maestra se despidió y cada
uno se fue por distinto camino.
A la mañana
siguiente los dos se cruzaron al pasar la carretera. Soledad iba deprisa hacia
su casa con una bolsa de la compra. Se saludaron con un “buenos días” y la
chica siguió su camino. Antonio pensó que estando tan cercana la hora de la
clase, la maestra volvería en pocos minutos y no dudó en esperar.
Efectivamente, la
señorita volvió enseguida. Conversando animadamente llegaron a la escuela de
las niñas y allí acordaron volver juntos a sus casas una vez finalizadas las
clases matinales.
A la salida de
clase regresaron hasta la casa que ocupaba ella, y se dijeron adiós después de
fijar una nueva cita para la salida de la tarde. Con más tiempo, disfrutarían
de un apacible paseo y un buen café.
La tarde pasó
volando, los dos lo pasaron estupendamente y decidieron encontrarse todas las
tardes. Ahora que ya se conocían un poco mejor, Soledad estaba mucho más
abierta al diálogo y su actitud era más alegre, resuelta y cordial. Acudían
juntos a misa los días de fiesta, les gustaba ir a bailar, procuraban estar
juntos en cualquier ocasión y a veces repasaban juntos los ejercicios de sus
alumnos. Poco a poco fueron intimando y contándose confidencias, estaban de
acuerdo en casi todo y Antonio empezó a llamar Sol a su chica. Este nombre le
gustaba mucho más que Soledad y ahora le pegaba mucho mejor.
Al joven profesor
le gustaba pasar las vacaciones en su pueblo con su familia. Sus padres también
visitaban con frecuencia a su hijo, pasaban varias temporadas en aquel bonito
pueblo y ya conocían a Sol. No así los padres de ella, Antonio no les había
visto nunca y ella pocas veces hablaba de su familia.
Los dos jóvenes
llevaban tres años saliendo juntos y la felicidad se reflejaba en sus rostros.
El chico deseaba casarse y pensaba que toda la familia debería estar invitada y
participar de su alegría. Esperaba que su novia se sintiera tan feliz como él,
para confeccionar los dos juntos la lista de invitados y todos los preparativos
que conlleva el acontecimiento.
Soledad le daba
largas pero Antonio era paciente. No obstante, el maestro notaba que en los
ojos de su chica, había una pequeña sombra de tristeza. Hasta que preocupado le
preguntó qué pasaba.
La chica apenada
decía, que también a ella le gustaría casarse pero prefería esperar un poco
más, hasta que las cosas estuvieran mejor en su casa. Ahora no tenía dinero
para invitar a nadie y mucho menos para formar una familia. Y Soledad comenzó a
relatar los malos momentos por los que estaban pasando sus padres y
hermanos.
Cuando sus padres
se casaron, los abuelos que eran agricultores, les regalaron una pequeña finca
y algunas ovejas a cada uno. Ella había nacido dos años más tarde, era su
primogénita y todos estaban muy contentos. Poco a poco compraron una pareja de
mulas, alguna tierra más y vivían bastante bien. Pero las cosas empezaron a
torcerse cuando ella tenía tres años, después de nacer su hermano mayor.
El padre estaba muy
contento de haber tenido un niño, era mucho mejor en aquel terreno, un chico,
que ayudaría a sus padres con los trabajos en el campo, pero pronto se dieron
cuenta de que el niño no estaba bien. Cuando tenía tres meses tuvieron que
operarlo. A pesar de todo, mejoró poco y hubo que gastar mucho dinero. Su madre
cosía muy bien y si antes hacía ropa para toda la familia, ahora intentaba
coser para todo el pueblo y así pagar facturas y recetas. Sus abuelos y tíos les
ayudaron mucho, pero el chiquillo continuaba enfermo y tenían que seguir
pagando médicos y medicinas.
A los dos años
tuvieron su tercer retoño, otro niño: su madre ya tenía mucho trabajo cuidando
de todos, y quitándose horas de sueño su salud se fue resintiendo. A pesar de
todo su trabajo y la ayuda de la familia, el dinero no llegaba para todo y con
mucha pena, decidieron vender las fincas y la yunta.
Los abuelos les
echaron una mano comprándolo todo, con la intención de que lo recuperasen cuando
volvieran tiempos mejores. Con el dinero que sacaron y lo que ganaban con su
trabajo, fueron pagando deudas y sacando a su familia adelante y a los dos años
otro niño nacería en la casa.
A los pocos meses
de nacer el pequeño, llegó a la casa una prima segunda de su madre. Era monja,
la llamaban Sor Lucia, venía al pueblo a ver a su madre que estaba enferma y
fue a visitar a todos los demás familiares. Al ver a su prima con tanto niño y
tan atareada, se ofreció a llevarse a la niña al convento.
A la madre no le
seducía la idea pero el padre se negó en redondo. No podían pagar nada, además,
¿quién ayudaría a su madre en casa? Sor Lucía le convenció diciéndole que no se
preocupase, ella misma cuidaría de la niña y no hacía falta que le dieran nada.
Era profesora en un colegio, la llevaría a sus clases, podría estudiar y tener
un buen futuro. Seguro que estaría mucho mejor que si se quedaba en el pueblo. Como
podía ver, a ella no le había ido tan mal.
Mirándolo así, su
madre reconoció que la prima tenía razón; de la familia era ella quien mejor
vivía. Al final su padre cedió y a los pocos días Soledad se fue con su prima
Sor Lucia.
En el convento fue
muy bien recibida, la prima de su madre cumplió lo prometido; la cuidaba como
si fuera su propia hija y le enseñaba todo lo que sabía. La madre de Sor Lucía,
murió poco después y ésta volvió a su pueblo al entierro, la niña no pudo ir y
se apenó mucho, no había vuelto y echaba mucho de menos a sus padres y
hermanos.
Soledad recibía
carta de sus padres todos los meses y pasados dos años le dieron una buena
noticia; había tenido otro hermanito. Se puso muy contenta y Sor Lucía le dijo
que lo conocería pronto, pero pasaron más de cuatro años y aún no había vuelto
al pueblo. Pasados varios años y ya terminada su carrera, Soledad tuvo que
dejar el colegio y regresar de nuevo a casa para ayudar a su familia.
Cuando llegó vio
que las cosas no andaban muy bien, su hermano mayor había empeorado y la madre
estaba peor de lo que ella esperaba. Su padre y sus hermanos cuidaban del
rebaño y por un pequeño jornal, también trabajaban para sus vecinos en el
campo. Como los gastos se acumulaban y lo que ganaban no era suficiente, sus
padres decidieron que ella ejerciera su carrera de maestra y les ayudara con su
pequeño sueldo. Al final, poco después de que empezara a trabajar su hermano
empeoró, fue ingresado en el hospital y allí murió a los pocos días. Por eso no
le apetecía salir con nadie y casi siempre estaba sola. Todos en su casa lo
habían pasado muy mal; su hermano (ahora el mayor), estaba cumpliendo el
servicio militar, los otros hermanos no querían dejar solos a sus padres y
mientras estuvieran en aquella situación, ella seguiría ayudando a su familia.
Antonio se apenó
mucho y decidió ayudarles. Le dijo a Soledad que no se preocupase, ella no
podía desamparar a su familia y debía seguir ayudándolos mientras fuera
necesario. Pero no tenían ningún problema para casarse; se querían, él ganaba
lo suficiente para pagar los gastos de la boda y podían vivir desahogadamente y
muy bien.
Soledad agradeció
su ofrecimiento y comentó que podían ir a su pueblo, para que conociera a su
familia y si no le parecía mal, casarse allí en el momento elegido, para que
sus padres no tuvieran que viajar lejos.
Capítulo
2º
Las vacaciones de
Semana Santa estaban a punto de llegar y Antonio pensaba, que podía ser un buen
momento para ir a Mieldulce (el pueblo de Soledad) y ver un poco aquel panorama
tan negro que su chica le había descrito.
El primer día de
las vacaciones, se fueron a la estación del tren con un bocadillo y una
maletita cada uno. La estación estaba casi vacía, sacaron los billetes y al
llegar el tren subieron las pocas personas que lo esperaban. El tren llegaba de
lejos y los asientos en aquel vagón estaban todos ocupados, por lo que pasaron
a otros dos vagones más adelante para encontrar dos sitios donde poder sentarse
los dos juntos.
Si todo iba bien,
ellos tardarían unas tres horas, en llegar hasta el lugar donde deberían bajar
del tren y después tomarían un taxi que los llevase hasta el pueblo. La familia
estaba avisada de su llegada y seguramente los esperarían con impaciencia.
Cuando ya habían
recorrido una buena parte del viaje, el tren hizo un amago de frenar, siguió
andando más despacio y poco a poco se quedó parado en medio del campo. Los
pasajeros se miran unos a otros y todos se preguntan qué pasará. A los pocos
minutos aparece el maquinista, les dice que ha tenido una avería, tiene que
buscar ayuda y que nadie se mueva. Todos se quedan en medio de la nada y no
saben que hacer, no hay ningún teléfono y los pueblos que se ven no están
cerca.
De pronto y para
complicar más las cosas, aparece a lo lejos un tren “talgo” que pasa por la
otra vía como una flecha. Una señora que miraba tranquilamente por la
ventanilla, se asustó tanto y dio tal respingo que casi se cae del asiento. Los
niños que viajan en el vagón se ríen y no paran de jugar, pero no salen de
allí, ni tocan donde no deben. Al cabo de un buen rato llega el maquinista con otra
persona y ponen el tren en marcha. Al final llegan de noche a la estación, sin
problemas pero con un buen retraso.
Cuando bajan del
tren y como han llegado tarde, no tienen un “triste taxi” en la estación y van
a un bar cercano a llamar por teléfono, para que algún taxista les venga a
buscar.
Mientras la camarera llama a la parada de
taxis, toman un café y Soledad le cuenta a Antonio una anécdota que les pasó en
otro tren, un día que su padre la llevaba al colegio.
–Aquel día hacíamos
el camino a la inversa de hoy, el tren paraba en todas las estaciones y cuando
ya faltaba poco tiempo para llegar a nuestro destino, bajábamos por una de
tantas cuestas y pendientes de la vía. Ya en el llano, el tren paró en una de
las estaciones para que la gente bajara y subiera. Al arrancar de nuevo, vimos
como todos los vagones marchaban menos el nuestro, que era el último y se había
quedado parado en medio de la vía. Con nosotros viajaba el revisor, de espaldas
y en dirección contraria al tren, por lo que no se dio cuenta de nada.
Mi padre sí se dio
cuenta y alarmado le preguntó al buen hombre, qué pasaba. El señor contestó:
<<No pasa nada, ¡qué va a pasar!>>. Pero mi padre volvió a decir:
<<¿No ve que el tren se va y nosotros nos hemos quedado aquí parados?>>.
El revisor echó a correr e inmediatamente volvieron a buscarnos.
Nuestro vagón se
había desenganchado del anterior y había bajado suelto por la cuesta frenándose
con el de delante. Si hubiera sido en alguna subida, seguramente hubiéramos
tenido un disgusto.
El taxista entró en
el bar, les llamó, subieron al coche y salieron carretera adelante. Antonio
veía una carretera que al principio no estaba mal, pero según iban recorriendo
kilómetros se iba haciendo más estrecha, sinuosa y pendiente, al final llegaron
a un llano y giraron a la derecha. Aquella era una carretera comarcal con
algunos árboles en las orillas, mal asfaltada y con un montón de baches.
De noche parecía
bastante peligrosa, menos mal que solo había dos kilómetros y el conductor se
sabía la carretera “al dedillo”. Llegaron enseguida y después de pagar al
taxista se dirigieron a la casa de Sol.
La entrada al
pueblo era deprimente: una pequeña bombilla en lo alto de una casa, alumbraba
tenuemente toda una calle. Había llovido y los caminos de tierra llenos de
barro, hacían que en cualquier sitio corrieran el riesgo de caerse. Soledad iba
contando a su novio algunas cosas del pueblo y le daba la mano, pero como
Antonio no conocía aquellos parajes, estuvo a punto de estrellarse contra el
suelo en más de una ocasión. Ya los ojos del chico se iban acostumbrando a la
oscuridad, algunas estrellas asomaban entre las nubes y la luna de vez en
cuando iluminaba el camino. Algunos vecinos con los que se cruzaban les
saludaban, les miraban con curiosidad y los perros ladraban a su paso.
Al final llegaron a
una placita cerca de la iglesia: allí estaba la escuela con el ayuntamiento y
junto a ellos la casa de Sol. Cuando se acercaron a la puerta salió un perro
ladrando como una fiera, detrás salió el padre de la chica y el perro entró
dentro de la casa con el rabo entre las patas y las orejas gachas.
La casa era de
piedra, tenía tres pisos y parecía muy humilde. Su familia ya les esperaba y
después de los saludos la madre fue a la cocina, los hermanos a arreglar el
rebaño y ellos se quedaron con el padre en el comedor. Una pequeña bombilla,
dos alcobitas y unos pocos muebles, formaban parte de la decoración de aquel
sencillo cuarto; y un brasero colocado en una mesa camilla intentaba caldear
toda la habitación.
Poco después, la
madre llegaba con una bandeja de jamón, una botella de vino y varios vasos; los
hermanos llegaron pronto y se unieron al convite. La madre y la hermana
sirvieron la cena y después del postre sacaron una jarra de leche con malta,
bien caliente.
Antonio dormiría,
en casa de una de las tías de su novia y después de la cena y de un ratito de
charla, uno de los hermanos de la chica lo acompañó hasta la casa. Los tíos
vivían muy cerca y cuando llegaron ya les esperaban, les acogieron con mucha
amabilidad y todos juntos pasaron al comedor.
La vivienda era
igualmente de piedra, también tenía tres pisos y parecía más grande, más
cuidada y más cálida que la ocupada por sus futuros suegros. La tía se llamaba
Cándida y era bastante más joven que su hermana, la madre de Soledad. Su marido
era un hombre más bien bajito, poco hablador y trabajador en el campo; tenían
dos hijos, una chica casi una niña y un chico algo mayor, estudiantes en la
capital.
El comedor era una
hermosa habitación con un estupendo balcón que miraba a la plaza y a la
iglesia. Una espléndida lámpara colgada del techo, iluminaba generosa todo el
ambiente y una estufa calentaba el salón lo suficiente para pasar una agradable
velada.
Cándida puso sobre
la mesa, café, pastas y una botella de licor. Cuando los hijos se fueron a sus
habitaciones, sus padres se quedaron de sobremesa hablando con Antonio, y
llegada la hora de dormir, la anfitriona acompañó a su futuro sobrino, hasta la
habitación donde descansaría aquellos días.
Aquel cuarto tenía
una gran ventana, también una bonita lámpara colgada del techo, iluminando con
sus cinco bombillas toda la habitación, y entre varios y estupendos muebles,
una gran cama y un hermoso armario, donde el chico puso su ropa y su maleta. Al
día siguiente cuando Antonio se levantó, la “señora de la casa” ya le tenía
preparado un buen desayuno. El chico dijo que a lo mejor le estaba esperando
Sol, a la tía le hizo gracia el nombre y no pudo menos que sonreír. Le dijo que
no se preocupase, había hablado con ella y no había inconveniente. Después de
desayunar, la anfitriona se ofreció encantada y acompañó a su huésped para que
conociera a su hermana mayor, y de paso (decía la buena mujer), visitarían la
iglesia, la escuela y darían un paseo por el pueblo. Antonio miraba asombrado
el paisaje, de día no parecía nada mal aquel lugar que estaba sobre una pequeña
loma.
Cuando no había
nubes, nada le impedía al sol brillar desde que amanecía hasta que anochecía,
el viento soplaba sin que nada ni nadie se lo estorbase, y hoy solo se movía
una pequeña brisa. Los caminos se habían secado un poco y no hacía tanto frío
como la noche anterior.
Cándida iba
diciendo: <<Según y como sople el
viento, ya sabemos el tiempo que va hacer, si sopla el norte, que aquí llamamos
cierzo, frío; si el sur o ábrego, templado; si el regañón, que viene del oeste,
lluvias y si sopla del sur-este (el solano), calores secos y
sofocantes>>.
Alrededor se veía
todo lo que daba de sí la vista; no había árboles, ni montes, ni bosques que lo
entorpeciera. Cerca algún pastor apacentaba su rebaño, algo más lejos un
cerrito que sobresalía un poco por encima de aquella loma y como una gran
esmeralda los campos de labranza.
En el horizonte muy
lejano, había una cadena de montañas totalmente nevada y por cualquier parte
que mirase, podía ver una perfecta línea celeste, que semejaba un mar
lejanísimo e inalcanzable.
Llegada la hora de
la comida, Antonio fue a la casa de su novia y enseguida se sentaron a la mesa.
La familia era muy agradable y hablaron de varias cosas, pero sobre todo, de
las fatigas que habían pasado por no haber podido salvar a su hijo enfermo.
Antonio les contó
su visita por el pueblo: de día y con sol, era de lo más bonito, la iglesia y
la escuela estaban muy bien, y además, todo el mundo había sido muy amable. Le
había extrañado no ver agua por ningún sitio, pero Cándida ya le había contado
dónde estaban las fuentes y el río; y también el sistema que habían ideado,
para tener agua blanda en sus casas. Cuando acabase de comer, iría a ver el
valle y los pequeños manantiales. Luego llamaría por teléfono a un taxi para no
dar más molestias.
Soledad comentaba,
que todos estaban encantados de tenerlo allí, si quería podía pasar unos días
más con su familia y después marcharían los dos juntos. Él aceptó, y por la
tarde, los dos fueron a ver el valle con sus fuentes y riachuelos; además,
visitaron el cercano pueblo donde nació la madre de la chica, que se veía desde
aquella loma. Soledad contaba, que cuando era pequeña estuvo allí muchas veces;
con su tía mayor cogía cangrejos en el río y con la abuela cogía caracoles en
una finca de su propiedad.
Antonio llegó
radiante del paseo; hacía un día estupendo y decía que aquellos pueblecitos
agrícolas estaban llenos de encanto, su gente era muy campechana y todos
parecían muy majos.
A la noche antes de
cenar, Antonio fue con el padre de Sol a la taberna: ésta era una especie de
bazar donde se vendía un poco de cada cosa, igual se podía encontrar aceite,
arroz, o galletas, que lapiceros y cuadernos. También estaba instalado el
teléfono público y por supuesto hacía de bar, donde en aquel momento, varios
hombres jugaban a las cartas frente a un porrón de vino. Igualmente se vendían
pellejos de vino, que el tabernero llevaba a las espaldas, hasta las casas de
los clientes que lo solicitaban.
En todas las casas
había animales que les proporcionaban leche, huevos y carne. Y todos los
vecinos tenían varias fincas, en las que recogían trigo, patatas y verduras.
Además llegaban comerciantes desde otros pueblos, que vendían alimentos y
artículos necesarios para las personas, los animales y las casas.
Después de las
presentaciones y de pasar un rato en la taberna, Antonio y Carmelo (que así se
llamaba el padre de Soledad), fueron a su casa a cenar. Acabada la cena, el
hombre acompañó al novio de su hija hasta la casa de sus cuñados y después de
un rato de charla, se despidieron hasta otro día.
Cándida decía que
en aquel pueblo y en toda la zona, los nombres con sus apellidos eran un poco
raros y a veces hasta graciosos: empezó diciendo el de su marido y el suyo; él
se llamaba Albino Rosado y ella Cándida Tura. A ellos los llamaban los Rosado y todos tenían sus propios motes.
Antonio disfrutaba
con la charla de la mujer y le pidió que le contase como eran las cosas cuando
ella iba a la escuela. Cándida que tenía tiempo y muchas ganas de hablar dijo:
–De pequeña yo
andaba un poco malucha, hasta el punto y según me contó mi madre, que cuando
tenía dos años un día pensaban que me moría, ya me tenían amortajada y cuando
pedí agua a mi tía que estaba con mi madre se quedaron petrificadas.
Lo que más recuerdo
son las cosas de la escuela: al poco tiempo de ir a ella por primera vez, vino
una maestra nueva, estaba sustituyendo a otra y enseguida tuvo que marchar. La
víspera nos reunió a todos los niños a la salida de clase para despedirse y nos
fue besando uno a uno. A mí me dio mucha pena y fui a casa llorando, mi familia
me preguntó qué me pasaba, cuando les dije el por qué, se echaron a reír.
<<No te preocupes –dijeron–, ya vendrán muchas más>>. No sabía yo
hasta que punto iban a tener razón.
Era muy normal que
cada año tuviéramos una maestra nueva. No teníamos muchos libros pero la
señorita, solía traer algunos de su casa y de allí nos enseñaba un montón de
cosas. A mí lo que más me gustaba era leer, aún recuerdo el libro “El Quijote”
era de la escuela, estaba adaptado para niños y era muy divertido. –Y Cándida
seguía diciendo–. Había días que en la escuela lo pasábamos muy bien.
Te voy a contar una
anécdota que pasó un buen día:
La señora María y
su marido Pablo tienen un hijo que se llama Jesús y una niña disminuida
psíquica llamada Paulina, esta chica es muy simpática y habla con todo el
mundo.
De pequeña no solía
ir a la escuela, no sabía leer ni escribir pero su abuela le enseñaba a rezar,
le cantaba canciones y ella lo aprendía enseguida.
Algunas veces en
invierno entraba a la escuela con la señorita, ésta le ponía una silla a su
lado y mientras los demás hacíamos deberes, ella trataba de distraerle. Un día
la señorita, le enseñaba una estampa de la Virgen María y le preguntaba:
<<¿Quién es esta Señora?>>, la niña no lo sabía y daba la callada
por respuesta, después de preguntarle tres veces, la señorita decía: <<La
madre de… la madre de…>>, uno de los alumnos se levantó de su pupitre y
fue donde un compañero para preguntarle algo, la señorita lo llamó: ¡Pepito! y
la niña respondió rápida y muy contenta: <<¡La madre de Pepito!>>,
a los demás niños nos hizo mucha gracia y todos nos reímos. Después de decirle
que era la Virgen María
y la madre del Niño Jesús, la señorita le volvió a preguntar: <<¿Y sabes
cómo se llama el padre del Niño Jesús?>> y la niña contestó sin dudarlo:
<<¡Pablo!>>.
Ahora sí que todos
soltamos una carcajada, la señorita nos castigó sin salir al recreo y nos puso
dos cuentas bien largas de dividir. Yo después de hacer las cuentas escribí
esta poesía.
Y Cándida recitó el
poema de memoria.
¿ES NUESTRA AMIGA LA
LUNA?
¡Mamá, la luna nos sigue!,
¡mamá, nos sigue la luna!
Si me vuelvo para verla
saca la lengua y me burla.
¡Mamá, nos sigue la luna!,
¡mamá, la luna nos sigue!
Si yo la vuelvo a mirar
me guiña un ojo y sonríe.
Mamá, ¿qué quiere la luna
que no deja de mirarme?
Si me escondo, ella se esconde
y cuando salgo, ella sale.
Mamá, ¿es nuestra amiga la luna?,
pues cuando entramos en casa,
ella se queda parada
enfrente de mi ventana.
Cándida miró su
reloj de pulsera y vio que era un poco tarde, sacó de un armario un cuaderno,
que entregó al maestro y le dijo: <<es como un pequeño diario, que voy
escribiendo desde que era pequeña; yo digo que son mis “tonterías”, no tiene
nada importante pero si quieres te lo dejo, seguro que te ríes un poco>>.
Antonio fue a su cuarto y empezó a leer. El cuaderno comenzaba así:
“MEMORIAS DE CÁNDIDA”
DEDICADO A MI PUEBLO Y A SU GENTE EXTRAORDINARIA
¡VIVA LA
IGUALDAD!
En el pueblo de Mieldulce partido de
Osogoloso
tienen costumbres curiosas que llaman nuestra atención.
Con nombres originales y apellidos peculiares,
ellos en la gran comarca son dignos de admiración.
Dicen que hombres y mujeres todos nacimos iguales,
y por causas naturales, además somos mortales.
A todos llaman hermanos los buenos osogolosanos,
gentes buenas y prudentes, de su familia pendientes.
Hablando de la igualdad, aquí bien pudiera ser,
que los Miembros y las Miembras, Membrillos puedan tener,
Y es muy posible, que de Pastos y Pastas nazcan Pastillas,
y de Ceros y Ceras nazcan Cerillas.
Igualmente de Pasos y de Pasas, nacen Pasillos,
y de Bolos y Bolas nacen Bolillos.
Y seguramente los Cepos y las Cepas tienen Cepillos,
y los Picos y Picas tienen Piquillos.
Y de casta le viene al galgo,
aquí nacen Castillos, de Castas y de Castos.
En este pueblo especial, atípico e ingenioso,
nacen los niños felices, inteligentes y hermosos.
Mi pueblo se llama
“Mieldulce” y yo me llamo Cándida
Tura. Hoy estoy un poco triste, mi
pensamiento se va lejos y recuerdo mi infancia. Es invierno y en la calle hace
mucho frío, por las noches pasamos el rato y cenamos en la cocina baja, cerca
del fuego de leña que hay en el hogar.
Ahora ya tenemos
luz, hasta hace poco tiempo, sólo teníamos velas y un candil de aceite o de
petróleo, la gente andaba medio a oscuras y hacía como las gallinas, levantarse
con el sol y acostarse al anochecer.
De día a veces
estamos en la cuadra, hay un cuartito que tiene una ventana, entra el sol y con
el calor de los animales que están cerca estamos muy bien; pero mi padre dice,
que quiere hacer la gloria para que estemos mejor. Todavía no voy a la escuela,
no sé leer y miro los dibujos de un pequeño libro y un cuento que se llama “El cumpleaños de Corderito”, los dos me
gustan y a veces alguien me los lee.
Ya está hecha la
carretera; así será más fácil traer las mieses hasta la era. Aunque por los
caminos de tierra hay que ir con mucho cuidado, porque a veces el carro se
atasca y termina volcando, con el peligro de que alguien quede atrapado bajo su
carga.
Tengo un vago
recuerdo de cuando se hizo la carretera, veo a gente forastera que van y vienen
por el pueblo. Mi prima mayor estaba casada y por entonces tuvo un niño, a mi
me encanta aquel niño y le pido que me lo deje un poquito, yo encantada lo
tengo en mis brazos y en un momento el bebé me pone el vestido perdido de pis,
mi prima se ríe, coge al niño y yo me voy corriendo a mi casa.
Me gusta ir donde
mis tíos: mi tía es hermana de mi madre y se llevan estupendamente, algunos de
mis primos son algo mayores que yo y jugamos juntos.
Hoy es fiesta,
después de salir de misa las chicas hablan un rato en el portalillo de la
iglesia. Son pocos los momentos que tienen de distracción, solo los días de
fiesta aprovechan para descansar y divertirse un poco; porque aquí, la gente
trabaja mucho y las mujeres tienen que hacer de todo: cuidar de sus hijos y de
los animales, ir al campo, lavar la ropa en el río y todas las demás labores de
la casa.
Ya los albañiles,
están haciendo la gloria en nuestra casa, ahora pasaremos el tiempo aquí,
estaremos más calentitos y mi madre y hermanas podrán hacer sus labores de
costura más a gusto. Solo falta que mi padre compre una radio para oír música y
noticias.
También tengo otra
tía que está viuda, es la hermana mayor de mi madre, vive junto a nuestra casa
y a veces está con nosotros en la gloria. Ya tengo siete años, me enseña a
hacer punto de cruz y me gusta mucho, ella lo hace muy bien y me encantan los
colorines y los dibujos de sus libros. Tiene unos cuantos hijos, el más pequeño
no conoció a su padre ya que nació poco después de morir él. Estos chicos son
un poco conflictivos, discuten bastante y a la tía le dan muchos disgustos.
Ayer tuvieron “otra noche” de las suyas, fastidiaron el sueño de mi familia y
mi padre siempre tiene que poner paz entre ellos.
Hace unos días, un
señor ha traído una máquina de coser para mis hermanas, hace tiempo que
estuvieron aprendiendo a coser en otro pueblo y ahora hacen ellas la ropa para
casa. El hombre es mayor, bastante alto y traía la máquina sobre un mulo. Ya en
nuestra casa y después de quitarle la carga y el aparejo, el pobre animal se ha
liberado de una molestia mucho mayor. Al ponerle la albarda (o aparejo) para
venir aquí, el señor ha cogido (sin darse cuenta), una lata vacía de conservas
de medio kilo (las usan para poner la comida a los animales en su comedero o
pesebre) y ha pasado camuflada bajo la albarda.
El pobre mulo ha
aguantado unos cuantos kilómetros con la dichosa lata sobre su lomo bajo el
peso de la máquina. El hombre decía que es un mulo muy manso y no se ha quejado
demasiado. Ahora cuando vayan a su pueblo el señor irá montado sobre su
caballería. Esperemos que otra lata no le dé nunca más la “lata” (nunca mejor
dicho).
Hoy ha venido el
secretario, vive en otro pueblo y viene una vez a la semana; está en el
ayuntamiento (junto a mi casa) y como mi padre es el juez de paz, casi siempre
tiene que estar algún rato con él. Yo estoy sola al calorcito de la gloria y mi
madre anda atareada por la casa, de pronto la oigo que sale a la calle y da un
grito, ha mirado hacia donde está nuestro pajar y ve que sale bastante humo
desde allí. Inmediatamente llama a mi padre y él con el secretario bajan
corriendo del ayuntamiento. Mi padre corre hacia el pajar y enseguida se da
cuenta de que no es nuestro pajar el que está ardiendo, el humo llega hasta
allí desde otro pajar por la dirección del viento. Rápidamente tocan las
campanas a fuego y todo el pueblo corre para intentar apagarlo, pero como no
hay agua tienen que arriesgarse a subir al tejado y cortar todavía por lo sano.
No ha habido consecuencias graves, pero sus dueños se han quedado sin el pajar
y sin la paja para los animales.
Capítulo
3º
A mi madre le gusta
llevarme con ella a muchos sitios, todavía soy un poco pequeña para ir sola,
mis hermanas son mayores y ya no van con ella más que para hacer las tareas, yo
todavía no valgo para ninguna de las dos cosas, pero acompaño a mi madre muy
contenta.
Dentro de unos días
empezarán las fiestas en un pueblo que está un poco lejos de aquí, es más
grande y mejor que el nuestro, tiene una buena carretera y cerca de él pasa el
tren. Mis padres tienen allí una amiga, dueña de la taberna. La mujer tiene dos
hijas pero ya no viven con ella y algunos años por estas fechas, le pide ayuda
a mi madre para hacer las comidas. Así que cuando le llama, mi madre va
encantada.
Este año, mi madre
tiene que ir a ese pueblo para ayudar a la señora, y la víspera de la fiesta
las dos nos ponemos en camino. Hay que ir en tren y la estación está a 17 kilómetros de mi
pueblo, alguien tiene que acompañarnos hasta la estación, vamos con mi padre y
llevamos también nuestro burro.
Llegamos a la
estación, mi madre saca los billetes y cuando montamos en el tren mi padre se
va, debe hacer algunas compras y volver pronto a casa.
Es la primera vez
que veo un tren, me parece un cacharro enorme, aquella máquina echando humo y
haciendo un ruido ensordecedor, me asusta un poco y mi madre me da la mano.
Subimos y nos sentamos en unos bancos de madera al lado de otras personas. Hay
gente que viene de lejos y están comiendo, otros van mucho más lejos que
nosotras y traen cestas y capazos, algunos con gallinas y conejos vivos dentro.
De pronto aparece
un señor con una arquilla que va vendiendo golosinas. Saca de su bolsa unas
tablillas pintadas con unos pequeños naipes; la gente le paga por ellas algo de
dinero y sortea allí mismo un paquetito de almendras garrapiñadas y caramelos.
El sorteo se hace sacando una carta de la baraja y el señor de la arquilla me
manda a mí sacar la carta, le tocan a un señor que viene solo y lo reparte
entre los más cercanos, a nosotras nos da unas almendras y se pone a hablar con
mi madre.
Ella dice que
llegaremos enseguida, la estación está en un pueblo distinto del que vamos y
luego tendremos que andar un rato hasta el otro pueblo.
Casi de noche,
llegamos a la casa-taberna: la señora nos espera y es muy maja, nos sirve la
cena y ellas se ponen a hablar. Dicen que hace mucho que no se han visto, preguntan
cada una por sus familiares y todos están bien. Luego nos acostamos y al día
siguiente como son las fiestas, todo es música y alegría en aquel pueblo. La
gente va a misa, mi madre y la otra señora se quedan haciendo cosas por la
cocina, yo no conozco a nadie y me quedo con ellas pero solo hablan de sus
cosas, me aburro y me bajo al salón que hace de taberna y de tienda. Vende
algunas chuches y yo me fijo en una caja que tiene chicles (ninguna otra caja
me llama la atención), pero está un poco alta y no llego a cogerla, de pronto
veo cerca una banqueta y me subo a ella, desde allí sí llego a coger la caja y
sin pensarlo más, cojo un chicle. En mi pueblo no se suelen vender y yo tengo
curiosidad por ver como son y como saben. Al momento pienso que aquello no es
mío y que lo he robado pero… ¡como lo voy a dejar otra vez! Y, ¿si me pillan al
dejarlo?, no sabiendo muy bien que hacer y mirando a derecha e izquierda, como
si de verdad fuera una ladrona, me subo otra vez a la banqueta y dejo el chicle
en su sitio. ¡Menos mal que las dos mujeres siguen en la cocina! Nadie me ha
visto y arrepentida se me quitan todos los miedos y las ganas de chicle. ¡Ya no
tendré que confesarlo! No sé lo que me hubiera dicho el cura pero… ¿si se lo
dice a mi padre?, seguro que si le pido el chicle a la señora, me lo hubiera
dado de buena gana pero ya no me da envidia.
Subo a la cocina y
veo como guisan carne y otras cosas, cuando terminan de hacer las comidas,
salimos mi madre y yo a dar una vuelta. Hay mucha gente en la plaza y una
señora que vende chucherías; se me antoja un molinillo de papel de colorines,
que se mueve y da vueltas con el viento y mi madre me lo compra. Yo muy
contenta no me acuerdo de ninguna golosina, vemos a los jóvenes como bailan y
al ratito nos vamos otra vez a la taberna, que ahora empieza a llegar la gente,
yo me quedo calladita en un rincón y desde allí veo a las personas que entran y
salen, los chicos y chicas están muy guapos y pienso que cuando sea mayor algún
año volveré, esta vez a pasarlo bien.
Hoy mi madre y mi
hermana mayor quieren ir a Burgos, me dicen si quiero ir con ellas y yo aunque
tengo que madrugar estoy toda contenta, no he estado allí nunca y me hace mucha
ilusión conocerlo. Además, quieren comprar tela para hacerme un vestido y
esperan que yo lo elija. Tenemos que ir a coger el autobús a otro pueblo por un
camino de carros, a unos cinco kilómetros. Hace bueno y el camino estará bien,
madrugamos y nos ponemos nuestras mejores ropas (vamos a la capital). Yo llevo
un jersey blanco de perlé con dibujitos, una chaquetita igual y una falda de cuadros, todo hecho por mi madre y
hermanas, me peinan mi melenita rubia y estoy muy guapa.
Llegamos al pueblo
en el que para el autobús y mientras esperamos a que llegue, mi madre y mi
hermana hablan con gente del pueblo (mi abuelo materno era de muy cerca de allí
y hay gente conocida), al fin llega el autobús y nos dirigimos a nuestro
destino.
En Burgos mi madre
conoce a una señora y vamos a visitarla: la señora Carmen tiene una nieta algo
mayor que yo, y la niña al verme se queda muy sorprendida, <<jolín
–dice–, no pensaba yo, que en esos pueblos había niñas tan
guapas>>. Yo toda orgullosa y un poco dolida, le digo: ¡Pues qué creéis
en las capitales!, ¿pensáis, que todos somos tontos y desastrosos?, mi madre y
mi hermana me miran y dicen que ya es hora de irnos.
Cuando vamos a la calle,
mi familia se ríe por “mi salida de tono” y dicen que aquella niña merecía tal respuesta.
Seguidamente vamos
a ver la catedral que es una verdadera maravilla. Dice la historia que el 20 de
julio de 1221, el rey Fernando III el Santo puso la primera piedra. Nos hizo
mucha gracia ver al Papamoscas; es un muñeco autómata que está dentro de la
catedral junto a un gran reloj, en lo alto de la nave mayor. Con su roja casaca
y un papel de música en la mano, toca las horas del reloj en una pequeña
campanita, mientras abre y cierra la boca con cada campanada. Su amigo
Martinillo le ayuda, tocando los cuartos en otras dos campanitas. Al salir de
la catedral mi madre cantaba esta canción.
El Papamoscas de
Burgos, ha pretendido a la Flora,
y Martinillo le dice:
no es para usté tal señora.
Burgos
tiene unos edificios preciosos; muchas tiendas, un río estupendo, fuentes con
agua muy buena y el tren pasa por el centro de la ciudad. La estación de
autobuses y la plaza del mercado están muy cerca y en esta plaza se venden toda
clase de cosas para comer y, ¡hasta flores! ¡Todas preciosas!
Recorremos otras
calles, entramos en algunas tiendas y compramos alguna cosa. Después seguimos
andando y llegamos a una plaza cerca del río, allí hay una estatua muy grande
del Cid Campeador montado en su caballo Babieca. Yo solo lo había visto en la
enciclopedia y algunos libros, y aquí me parece enorme y precioso; lo mismo que
su historia. Luego entramos en una tienda que tiene dos pisos; para subir al
segundo hay una escalera de caracol toda de madera muy bonita y con muchos
espejos muy grandes, que nos reflejamos de cuerpo entero.
Ya hemos comprado
muchas cosas, entre ellas la tela para mi vestido, la he elegido yo y me gusta
mucho. Después con intención de marchar pronto, salimos a la calle: mi madre va
por una acera y yo voy por la otra con mi hermana; de pronto, a mí se me ocurre
que quiero pasar a la otra acera con mi madre y salgo corriendo a la carretera.
Los coches por aquellas fechas eran muy escasos, y, ¡gracias a Dios! ¡Solo
pasaba una bicicleta! Al pobre chaval que la llevaba, no le dio tiempo a frenar
y los dos caímos al suelo, mi hermana toda asustada pasa también corriendo (no
sin antes mirar a la carretera), el chaval todo enfadado se levanta y “echando
chispas” se marcha.
No ha pasado nada y
después de darme una reprimenda, comemos algo en un bar y vamos a la estación
de autobuses. Al cabo de unas horas llegamos a casa y empezamos nuestra vida de
siempre.
Al llegar a este
punto Cándida había dejado de escribir, Antonio dejó el cuaderno sobre la
mesilla y sonrió, se acostó y apagó la luz, se notaba que la infancia de
Cándida había sido feliz y ella la recordaba con cariño, pero aún le quedaba
mucho por relatar. Debían ser muchas las vivencias de aquella buena mujer y se
la veía contenta en su casa con su familia.
¿Pero, que le
depararía a él, el destino? ¿Qué pintaba en aquel pueblo y en aquella casa?, le
quería mucho a Sol y sin duda estaba muy enamorado. Pensando en ello se durmió
y tuvo una noche de pesadillas bastante agitada. Al día siguiente se levantó
temprano y fue a dar un paseo por el campo.
Aquellos verdes de
los trigos y cebadas le reconfortaban y le animaron un poco, aquí estaba en su
ambiente y en su pequeño mundo. Siempre le había gustado, ahora le recordaban
los terrenos de su padre y se debatía entre el campo y la ciudad.
No cabía duda que
en la ciudad se vivía más cómodamente, tenía un trabajo que le gustaba y estaba
destinado en un buen pueblo, hasta el nombre era bonito “Los Azahares”.
Estaba pensando
algo que a su familia no le iba a gustar nada. Pero… ¿qué pensaría Sol?, ¿qué
pensarían los familiares de ella, si recuperase sus antiguas tierras y se las
regalase?, el quería ayudarles y le parecía buena idea pero tenía que pensarlo
bien, podía ser peligroso si no les gustaba.
Animado por sus
pensamientos volvió a la casa de Sol. Cándida estaba allí preguntando por él,
se había ido sin desayunar y ya era la hora de comer. Antonio los tranquilizó a
todos y se pusieron a conversar.
Le dijo a Cándida
que ya sabía todas sus andanzas de niña, pero faltaba lo más importante y le
animó a seguir. <<Poco a poco, hila la vieja el copo>> –contestó
ella.
Pasaron los días
tranquilamente: el pueblo era pequeño, tenía ayuntamiento, pero no tenía
maestro, ni cura, ni médico; ni siquiera agua decente. Los niños iban a la
escuela de otro pueblo, en un autobús a 12 kilómetros. El río
y las fuentes estaban muy lejos y en las casas no tenían váter.
Tenía que ser
difícil acostumbrarse a todas aquellas carencias, pero en verano debía ser muy
fresquito, el paisaje era precioso y la gente parecía contenta en aquel
pueblecillo.
Aquella noche el
maestro, le tanteó un poco a Cándida sobre su idea de comprar las fincas, sin
decirle toda la verdad. Ella le dijo que no era buena idea comprar allí nada,
porque la gente se estaba marchando y dentro de nada quedarían cuatro gatos.
Pasó la noche intranquilo aquella idea le
quitaba el sueño, pero él quería ayudar a la familia de Sol y no se le ocurría
nada mejor. No obstante, primero se casarían y luego lo podía pensar, ya tenía
tiempo.
El día siguiente
Antonio y Sol madrugaron, se despidieron de todos y se fueron para el pueblo
“Los Azahares”. Todavía les quedaban algunos días de vacaciones y los dedicaron
a hacer los preparativos de la boda, eran muchas las cosas que había que hacer.
Fijaron la fecha de
la boda para un sábado de mayo, hicieron las invitaciones y los padres de Sol
fueron los encargados de hablar con el cura.
El buen hombre
tenía problemas para acudir en la fecha elegida para el enlace, pero entre las
invitaciones estaba la de un sacerdote, primo del padre de Soledad, que no tuvo
inconveniente.
Y el último sábado
de mayo, aquella iglesita del pequeño pueblo de Sol, recogía en su seno a una
de sus feligresas, que después de recibir las aguas bautismales y tomar su
primera comunión en ella; volvía, al cabo de algunos años, para recibir el
sacramento del matrimonio.
Además de los
familiares de Soledad, estaban todos los familiares de Antonio, y la monja Sor
Lucía; había sido una segunda madre para la chica y ésta no quiso que faltara.
Lo celebraron comiendo en un restaurante de una ciudad cercana y pasaron un
buen día. A la familia de Antonio le gustó su familia política y llegada la
noche los padres del chico se fueron muy contentos, llevándose en su coche a
los recién casados hasta el hotel donde pasarían su primera noche de bodas.
A Sor Lucía no le
quedaba más familia en el pueblo y muy de tarde en tarde le hacía una visita.
Ahora tenían hasta teléfono pero había muy poca gente. Desde que ella se fue,
muchas personas habían fallecido y otras tantas, se habían ido buscando otros
trabajos y más comodidades.
El tiempo pasó
rápido, las clases estaban en todo su apogeo, los maestros disfrutaban de su
vida en común y no tardaron en tener el primer niño. Todos los familiares se
juntaron en el bautizo y disfrutaron mucho. Pero los problemas no tardaron en
aparecer, la madre de Sol se puso muy enferma, los hermanos estaban trabajando
en otras ciudades y de nuevo, ella fue a cuidar a su familia.
Antonio desechó la
idea de comprar las fincas, compró un coche y los fines de semana los dedicaba
a visitar a su mujer e hijo. El niño crecía con los cuidados de todos, las tías
y primas de Sol estaban encantadas de poder cuidarlo y ella tenía más tiempo
para estar con su madre. Los días fueron pasando, la madre no mejoraba y al fin
se produjo su fallecimiento. Toda la familia asistió al triste final de
Juliana, que así se llamaba la madre de Soledad.
En la casa se
quedaba el padre, se apañaba bastante bien y se distraía con las pocas ovejas
que le quedaban. La chica tenía excedencia en su trabajo, pudo quedarse más
tiempo y el hombre se alegraba infinito de que su hija estuviera todavía allí.
Llegaron las
vacaciones y Antonio fue a pasarlas a Mieldulce con su mujer e hijo. Aquel
verano recibió noticias del Ministerio de Educación: el trabajo en “Los
Azahares” de momento había terminado y lo destinaban a otra provincia y otro
pueblo.
Daba la casualidad,
que era el mismo lugar al que iban los niños del pueblo de Soledad. No era mal
sitio pero, ¿que pasaría con el trabajo de su mujer?
Pasadas las
vacaciones Antonio tuvo que incorporarse a sus clases en el nuevo destino. El
niño crecía sano, todo estaba bien y por ahora vivirían en el pequeño pueblo de
su esposa; él ayudaría en la casa y podía ir a su trabajo en su coche o con los
niños en el autobús, ya se arreglarían el tiempo que fuera necesario. Así
estuvieron dos años, pero… ¿cuánto más tiempo sería? Estaban tranquilos y no
vivían mal, pero su niño necesitaba otras cosas que allí no tenían, ellos no estaban
acostumbrados a vivir así y Antonio le propuso a su mujer buscar una casa en el
pueblo donde tenía su trabajo.
A ella le pareció
bien pero, ¿qué iban a hacer con su padre?, no quería dejarlo solo. Decidieron
hablar con él para que les acompañase; el hombre dijo que no se preocupasen, se
arreglaba bien y ellos iban a estar cerca. Al final, fueron a ver la casa por
la cual se habían decidido y a los pocos días la compraron.
No pasó mucho
tiempo, Sol tuvo una niña y todas las semanas era visitada por sus familiares.
Pero en el pueblito ya no quedaban jóvenes, ni niños, ni autobús; en cambio,
tenían el coche y todos los fines de semana, la familia volvía para acompañar
al padre y visitar aquella casa que tantos recuerdos los traía.
Ahora con los dos
niños toda la familia estaba más animada. Llevaban un tiempo tranquilos y
felices, pero un día Carmelo no fue a recoger el ganado, todos se preocuparon y
fueron a buscarle a su casa. El hombre no podía moverse ni pedir ayuda, lo
llevaron al hospital y a los dos meses falleció.
Algún gracioso
escribió en una de las esquelas puesta en la pared de una calle: “Don Carmelo
Melo nos dejó, que nos espere sentado”. A la familia no les hizo ninguna
gracia, pero aquella “gracieta” anduvo de boca en boca durante algún tiempo.
Mientras, los
maestros habían hecho oposiciones, habían pedido nueva plaza y aquel verano
después de algunos años, los dos tuvieron buenas noticias. Para Antonio era la
mejor noticia que podía esperar: debía volver el próximo curso a dar sus clases
en “Los Azahares” y la plaza sería suya. A Soledad le comunicaban que había
cumplido el tiempo de excedencia y tendría que reincorporarse a su antiguo
trabajo. Las cosas habían salido bien, ahora de nuevo y con los niños en aquel
hermoso pueblo, tratarían de ser los más felices del mundo.
Cándida sigue
escribiendo: Hoy regresa al pueblo que le vio nacer y sin poder evitarlo,
vuelve a rememorar sus correrías, trabajos, penas y alegrías en aquel
inolvidable escenario. Llena de añoranzas se acaba confesando, poniendo fin a
sus viejas “memorias”.
De tanto pasear por
el valle, ya reconozco hasta las últimas briznas de hierba que acaban de nacer.
Estoy a gusto en mi terruño, entre mi gente, con mis chopos y sauces, viendo
crecer los trigos antaño llenos de amapolas. Sigo mi camino: en las lomas crece
el oloroso tomillo, que despierta en mí antiguos sentimientos. Un olmo ha
nacido junto a otros ya secos, muertos por una enfermedad que no les deja
llegar a viejos. El río y las fuentes antes llenos de vida, nos muestran su
orfandad y muerte, llenos de yerbajos que destruyeron su belleza.
Los caminos que me
llevan al pueblo están intransitables: llenos de guijarros, zarzas y polvo.
Desde aquí diviso las casas derruidas, muchas solo con las paredes de piedra
una sobre otra, como mudos testigos de un tiempo que fue mejor. La iglesia sin
tejado, la torre sin campanas. Con mi ánimo por los suelos después de ver tanta
desolación, bajo la cabeza y medito. Esto no puede ser verdad.
Hoy muchos de los
antiguos amigos nos reuniremos aquí, comeremos todos juntos y pasaremos un buen
día. Más tarde, a la hora de la despedida, a este nuestro querido rincón lo
cubrirá la noche con su negro manto. Después de nuestra partida, solo quedará
la ruina, la tristeza y sus viejos fantasmas. Pero a pesar de la amargura, la
soledad y el silencio, su cielo estrellado dejará una puerta abierta para la
esperanza.
Con todo el cariño
y llena de recuerdos, con alegría por reencontrarme con mí pasado y apenada por
toda la destrucción que se avecina, evocando mis años de infancia dedico a mi
pueblo esta última poesía.
Hoy volvemos a tu seno de visita
para buscar consuelo
a nuestras penas,
por todos los
amigos ya perdidos
que dejaron su huella entre tus piedras.
CÁNDIDA
CÁNDIDA
FIN
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