PANCORBO, CAMINO A MI TIERRA
LA MAESTRA
Cuando
la señorita Rita “aterrizó” en aquel pueblo de aldeanos… ¡Ella que se había
esforzado tanto! ¡Que se había hecho tantas ilusiones! Había terminado su
carrera de Magisterio y estaba muy orgullosa esperando que le dieran un
destino. Tanto ella como sus familiares sabían que de momento no podían hacerse
ilusiones, seguramente le darían una escuela en cualquier pueblo remoto, ¡vete
a saber en que provincia! Pero ella soñaba despierta y pensaba: <<Seguro
que tengo suerte y voy a algún pueblo cerca del mío y de mis padres>>.
Tuvo que esperar unos meses y al fin llegó la tan esperada carta; debía ir a un
pueblo en una provincia cercana a la suya.
Nunca habían oído
hablar de aquel pueblo y lo primero que hicieron fue mirar el mapa. En el mapa,
el pueblo casi no se veía pero más o menos se hicieron a la idea de cómo podía
ser y dónde se encontraba.
Un poco asustada
pero ilusionada, decidió ir a conocerlo antes de que tuviera que acudir por
obligación. Rita lo comentó con sus padres y animados por su hija decidieron
acompañarla. A la semana siguiente los tres montaban en el tren un poco
preocupados por lo que pudieran encontrarse.
Al bajar del tren
se encontraron en la estación con algunos taxistas que esperaban a los
viajeros. Preguntaron por el pueblo al que querían ir, y les dijeron que si no
tenían quién los llevase, tendrían que tomar un taxi, porque aquel pueblo
estaba lejos y no había autobuses ni nada de nada.
Decidieron ir con
el primer taxista y carretera adelante el buen señor les fue explicando algunos
pormenores de aquel aislado pueblo. Al cabo de una hora llegaron por la sinuosa
carretera y viendo la desolación del paraje se les cayó el alma a los pies. Era
la hora de la comida, no había un alma en la calle y decidieron dar un paseo
por aquellas calles y caminos de tierra llenos de polvo.
Vieron la taberna y
les hizo gracia el nombre ‘Cantina-Tina’, pero pasaron de largo; un poco más
lejos estaba la iglesia y se encaminaron hacia ella, en el camino encontraron a
un chiquillo que les enseñó donde estaba la escuela. Tanto la escuela como la iglesia
estaban cerradas y el niño no supo decirles quien tenía las llaves. Le
preguntaron dónde vivía el alcalde, el niño les contestó que era su padre y con
él fueron hacia su casa. El alcalde salía de ella en el momento que ellos
llegaban.
<<¡Ay señorita,
usted debe ser la maestra!>> –dijo el hombre al verlos. Se saludaron, los
visitantes preguntaron dónde vivía el cura y si podían visitar la iglesia y la
escuela; el buen hombre comentó que el cura no vivía en el pueblo. Atendía a
tres pueblecillos y venía a decir la misa un “domingo sí y otro no” a no ser
que fuera Semana Santa o Navidad. Él podía acompañarlos a visitar tanto la una
como la otra, ya que las llaves de la escuela las tenía él y las de la iglesia
las guardaba un vecino que vivía cerca de ella.
También preguntaron
por una fuente ya que no habían visto agua por ningún sitio, el alcalde decía
que la fuente en aquel pueblo estaba muy lejos y el agua no era buena. Les
invitó a entrar en su casa para hablar más tranquilamente, participar con su
familia de la comida y tomar algún refresco.
En la casa estaba
la mujer con un par de chiquillos pequeños, que miraban asombrados a aquella
gente desconocida, el hombre les invitó a sentarse y dijo que todavía no tenían
la casa preparada para la señorita.
<<No se preocupe, tenemos que irnos enseguida, el taxi
nos esta esperando>> –dijo el padre de la maestra. Agradecieron la
invitación y después de beber un vasito de agua salieron, esta vez con el
alcalde, que les llevó a la casa donde estaban las llaves de la iglesia, juntos
fueron a ver los edificios y todos se llevaron una grata sorpresa.
Se despidieron y la
maestra y sus padres entraron en la cantina. La cantinera era una joven muy
simpática y habladora, los nuevos clientes pidieron algo para comer y mientras
la chica los servía, les contó que su nombre era Agustina pero le llamaban
Tina, (de ahí el nombre de su establecimiento). También les contó que su
abuelo, su padre y su hermano mayor se llamaban Bartolo, y en el pueblo su
familia eran los Tolos.
Después de dejarla
hablar un rato, la maestra se presentó y la chica supo quien era aquella gente
forastera. Tina seguía diciendo: <<Años atrás mi padre tuvo aquí la
taberna; ahora tiene con mis hermanos pequeños un bar en la ciudad, que se
llama Bar-Tolo y mi hermano mayor tiene otro en la misma ciudad, que lo llaman
Bar-Tolín.
A lo mejor pongo yo
allí mi cantina algún día y –añadía–, también tengo unos tíos que se apellidan
Barbero y han montado un estupendo bar en la capital, que se llama Bar-Bero y
es que en este pueblo somos así de originales>>. Todos se echaron a reír
y después de comer, Tina les invitó a tomar un refresco.
Los forasteros se
despidieron de la cantinera y se fueron comentando su gracia, simpatía y
desparpajo. Volvieron al taxi que los llevaría de vuelta para coger el tren y
llegar de nuevo a su casa.
Así fue como la
maestra conoció aquel pueblo. Estaba lejos de su zona, el sitio no era lo que
ella esperaba y tendría que estar por lo menos un año (que no le apetecía
nada), pero como decía su madre “un año, en la cárcel se pasa”. La gente
parecía amable y tendría que hacer lo posible por adaptarse; dentro de un mes
tenía que volver y debería ir haciéndose a la idea. La más preocupada era la
madre, pero no quiso decirle nada a su hija para no inquietarle más.
Llegó el día en que
la maestra debía ir al pueblo al que era enviada por la Administración para
enseñar a aquellos niños. No tenía la menor idea de dónde se alojaría, ni como
era aquella gente en el trato diario, ni lo que sabrían, pero a ella le habían
enseñado para enseñar y tenía que cumplir con su obligación.
Y aquella mañana
después de despedirse de sus padres se fue a la estación, con la sonrisa en los
labios y la preocupación en el alma.
Había avisado por
carta y ahora cuando llegó ya le estaban esperando. El alcalde ya tenía
preparada la casa para ella y hasta allí la acompañó para presentarle a sus
dueños, era la casa de unos vecinos y debería compartirla con sus moradores.
Vivían en ella el matrimonio con cuatro chiquillas de diferentes edades, las
mayores ya no iban a la escuela, las pequeñas iban todos los días encantadas
con su ‘señorita’.
A la maestra le
gustó la casa, y el primer día ya se dio cuenta de que en aquel pueblo eran un
poco “especiales”. Desde muy de mañanita que tocaban a maitines, sonaban las
campanas para casi todo: a las diez para ir a la escuela, a las doce el Ángelus
y a la tarde-noche el llamado toque de oración. También sonaban para ir a misa,
al rosario, si alguien fallecía, o si había fuego.
Solo tenían relojes
unos pocos vecinos en sus casas, y los que no disponían de ellos, para saber la
hora solían mirar el sol y no se equivocaban mucho.
Rita echaba de
menos las comodidades de su casa, sobre todo la falta del agua y del baño, y le
costó un poco adaptarse a las circunstancias. También echaba en falta la radio
y sus noticias, eran muy poquitos los que la tenían. Los periódicos solo los
leía si alguien iba a la ciudad y mandaba que le trajeran alguno. Sin embargo,
a los del pueblo les gustaba la maestra: era una chica joven, guapa y muy
simpática.
A los pocos días de
empezar las clases de los niños, su patrona le comentó que podía dar clases a la
gente mayor cobrando un poquito. No se lo pensó dos veces y sobre todo en
invierno que la gente tenía menos trabajo, les daba clase de seis a ocho de la
tarde. Los lunes, miércoles y viernes, clase de matemáticas y de cultura
general a todos los que quisieran acudir; los martes enseñaba a las mujeres y
chicas a coser y a hacer su propia ropa; los jueves por la tarde tenía libre
pero si hacía buen tiempo iba con los niños a hacer excursiones por el campo;
los sábados daba clase todo el día solo a los niños y por la tarde a última
hora rezaban el rosario en la misma clase. Los domingos y días de fiesta por la
mañana, la señorita iba a misa en aquel pueblo o en el pueblo vecino, y por la
tarde rezaba el rosario con la mayoría de la gente del pueblo, en la iglesia.
En estos pueblos
pequeños, las únicas distracciones que tiene la gente los días de fiesta, son
los juegos de cartas y con el buen tiempo también los bolos y la pelota. Los
chicos y chicas jóvenes incluida la maestra (que está en el pueblo ese año), a
veces salen a pasear por la carretera y si hace frío o llueve se van a jugar a
las cartas a cualquier casa.
La señorita sabía
que en aquel pueblo todos tenían sus motes, pero no sabía que le iban a hacer
tanta gracia. Sus patronos se llamaban Fernando Mingo y Engracia de Dios. Las
niñas de la casa le habían dicho que su familia eran los mingo, como les decían
a ellos, o los domingos como llamaban a algunos de sus tíos. Otros vecinos eran
los patillas, o los ricos, los coleros, los boyas, los bandoleros, los degorra,
los sardina, pero había otros motes mucho más graciosos y también más feos. El
primer día que la señorita leyó la lista de clase para ir conociendo a todos
sus alumnos, tuvo que aguantarse la risa en más de una ocasión. ¿Qué pasaba,
aquellos que a ella le parecían motes eran los nombres con sus apellidos?, y
llevó la lista a casa para preguntar si aquellos nombres que allí estaban
escritos eran los verdaderos.
El señor mingo
solía contar lo que una vez le pasó con alguien forastero y ahora por enésima
vez se lo contaba a la maestra.
<<Ese día era
domingo, un señor venía a comprar grano para su ganado y se acercó por nuestra
casa, yo estaba con anginas y tenía frío. Después de salir de misa, mi mujer y
yo sacamos unas sillas al sol para pasar un ratito; el hombre me conocía y me
dijo con mucha guasa: <<¿Qué haces ahí mingo?>>. Yo sin pensarlo le
contesté guiñándole un ojo en plan de broma: pues mira chico, aquí con la minga
al sol. En ese momento una sonora carcajada estalló a mi espalda, era un chaval
que pasaba por nuestro lado, mi mujer hasta se puso colorada y al final todos
nos echamos a reír.
Así que los nombres que están en esa lista son enteros y verdaderos. Pero ahí
solo hay unos pocos porque se ha marchado mucha gente, yo tengo una lista con
muchos más, que antes también vivían aquí. Nuestros padres nos quisieron hacer
famosos porque entre el nombre y apellido juntos, la mayoría son bien raros,
curiosos, graciosos y a veces hasta feos. Y no les importaba que los nombres
fuesen iguales a los de otras personas de la familia, mientras quedaran
graciosos, ¡cosas de antes!>>. El dueño de la casa le entregó un papel
que guardaba en un cajón.
Allí había más de
100 nombres con sus apellidos. El señor Mingo los tenía escritos por orden
alfabético y la maestra se dispuso a leerlo con la sonrisa en los labios.
NOMBRES Y APELLIDOS -
SE LLAMABAN
Balta…sar-Dina /
Benil…de-Gorra / Clara-Boya / Engracia de Dios / Esperan…za-Patillas /
Ester-Colero / Fernan…do-Mingo /
Ser…vando-Lero / etcétera.
Acabada de leer la
lista, la señorita con una sonrisa la dejó encima de la mesa y la dueña de la
casa dijo: <<Ya ve usted señorita si en este pueblo eran raros poniendo
nombres a sus hijos. Y además, en la escuela, algunos maestros con mucha guasa,
la leían tal cual está escrita>>.
Lo que no le
gustaba a la maestra, era cuando le contaban la rivalidad que habían tenido en
otros tiempos entre los niños y los mozos de aquel lugar con el pueblo vecino.
Si los niños iban a coger cangrejos al río y se acercaban al otro pueblo, casi
siempre eran recibidos a pedradas, o bien era al revés y algunas veces alguien
daba en la diana, si no, los de cada pueblo cantaban una canción que se habían
inventado, insultando al otro, y la mayoría de las veces alguno tenía que salir
por patas.
Si los mozos de uno
u otro lugar pretendían a alguna moza no eran muy bien recibidos por los otros,
aunque al final todos terminaban en la taberna bebiendo juntos. Ahora esas
cosas no pasan, la gente de los dos pueblos siempre ha estado muy mezclada, ya
son cosas del pasado.
La maestra ya se
estaba acostumbrando tanto a los habitantes como a las carencias, había muchas
cosas que le hacían gracia y cuando escribía a sus familiares y amigos siempre
decía que aunque les echaba de menos, estaba muy bien. Su madre quiso verlo con
sus propios ojos y decidió darle una sorpresa.
El sábado anterior
a las vacaciones de verano, llegó en el tren a la ciudad más cercana de aquel
pueblecillo, dejó la maleta en un hotel y buscó un taxi. Cuando llegó al pueblo
donde estaba su hija, Rita se asustó pensando que había pasado algo malo, su
madre le tranquilizó y le contó lo que pensaba hacer: preguntaría si podía
quedarse con ella una semana, si no, la esperaría en el hotel hasta que la
semana siguiente tuvieran que marchar, <<de momento –dijo la madre–, he
quedado antes con el taxista, para que nos venga a buscar y esta noche iremos a
cenar y dormir al hotel, después ya veremos>>.
La maestra preguntó a su patrona, si podía
quedarse su madre allí durante aquellos días, la respuesta fue afirmativa y
después de la clase de la tarde, todos se despidieron hasta el lunes.
Aquel fin de semana
fue diferente y el lunes de mañanita cogieron sus cosas y se fueron hasta el
pueblo. La madre de Rita no sabía muy bien lo que tenía que hacer y fue con
ella a la escuela, ayudaba a los niños y se le pasó la mañana rápidamente. Así
fue pasando la semana y cuando llegó el día de marchar, el señor mingo se
ofreció a llevarles con su carrito y su caballo campo a través, hasta un pueblo
por el que pasaba el autobús y que estaba más cercano que el tren. Ellas
aceptaron y se fueron por un camino rural a unos cuatro o cinco kilómetros de
distancia. Llegaron sin novedad y al llegar el autobús se despidieron de su
patrón hasta el próximo curso, ya que Rita en ningún momento había recibido
noticias del Ministerio.
Lo cierto es, que
Rita y toda su familia esperaban el milagro de aquella carta que les comunicara
otro cambio y otro destino, pero no se produjo y decían: bueno, más vale lo
malo conocido que lo bueno por conocer y así, el curso siguiente tuvo que
regresar. Pocos días antes escribió una carta al alcalde confirmando su
llegada.
Fueron pasando unos
meses absolutamente tranquilos y la señorita ya muy bien adaptada parecía una
más de las vecinas, nacidas en aquel pueblo.
Un domingo después
de jugar una partida de cartas en la que ganaron las chicas, los chicos heridos
en su amor propio, un poco enfadados decían: <<Si seguimos jugando seguro
que perdéis>>.
Una chica
contestaba: <<Al final sois como los niños, si perdéis os enfadáis. Otro
día ya veremos, porque hoy es tarde>>. Y decía bromeando uno de los
chicos: <<Pues otro día en vez de jugar a las cartas (que casi siempre
perdéis) yo apuesto por hacer cantares de ronda y cantar, seguro que ganaremos
como a todo lo demás.
Las chicas se
echaron a reír y una de ellas dijo: <<A las cartas si que soléis ganar,
¡seguro que hacéis trampas!, pero a hacer cantares no podéis hacer
ninguna>>. <<Quita, quita –dijo otra–, igual copian de algún libro,
menudo listos son>>. <<No vale copiar de libros, pero vosotras
tenéis a la maestra que sabe más que nosotros>> –decía uno de los chicos.
La maestra sonrió y
dijo en broma: <<Podéis pedir ayuda al cura, así estaremos más
igualados>>. <<Pues tiene razón la señorita; pediremos ayuda al cura.
Vamos a apostar la merienda del día de carnaval y no vale echarse para atrás,
ya lo sabéis>> –decía el más joven de los chavales. Todos los chicos le
aplaudieron, las chicas se miraban unas a otras sin decir nada. Al final la
maestra dijo: <<Si quieren las chicas yo también pienso entrar en la
apuesta, pero la merienda será mejor hacerla otro día, porque el martes de
carnaval yo estoy de vacaciones>>.
<<Eso está
muy bien dicho, no habíamos caído en ello, y por nosotros no hay ninguna
pega>> –decía el más veterano de los chicos.
<<Pues por la
nuestra tampoco –dijo al final una de las chicas, después de recoger la opinión
de las demás–. Y podemos hacer una cosa: quedaremos para cantar de ronda dentro
de dos meses y que vengan todos los del pueblo a oírnos, ellos serán los jueces,
¿qué os parece?>>.
Quedaron en ello,
pero los chicos se preguntaban: <<¿Y si el cura no quiere ayudarnos, qué
vamos a hacer?, vaya tontería que hemos hecho. A las cartas hubiera sido más
fácil>>.
Todos los días de fiesta por la mañana después de la misa,
el cura se reunía con los chicos un rato en la iglesia y les enseñaba los
cantarcillos que se le habían ocurrido. Al principio eran todos sin ninguna
picardía y los chicos pensaron que si hacían alguno un poco verde, tampoco iba
a pasar nada.
También las chicas
quedaban por la tarde los días de fiesta en una casa. La maestra les mostraba
también sus cantarcillos y entre todas hacían alguno más, incluso los ensayaban.
Luego llegaban los chicos y jugaban todos juntos a las cartas. Pero de momento,
todos guardaban su pequeño secreto.
Chicas y chicos
decidieron hacer juntos algunas cancioncillas de picadillo, y la víspera del
desafío, en vez de jugar a las cartas se dedicaron a ensayar. Los chicos
cantaban una cosa y las chicas contestaban con otras parecidas. También
hicieron aparte unos versos para cantar al cura y a la maestra, incluso les
dejaron a ellos un par de cancioncillas como broche final.
Cuando llegó la
hora, un domingo todo el pueblo se fue de ronda, y así lo hicieron durante
varios días de fiesta. No hubo ganadores ni perdedores, todos hicieron la
merienda, pagaron a escote (que así no hay nada caro) y pasaron unos días de lo
más entretenido.
La idea les gustó y
se fueron animando: se apuntaban jóvenes, viejos, casados, solteros. Algunos días
de invierno se reunían en alguna casa y pasaban el tiempo libre cantando más
cancioncillas inventadas por ellos. Lo mismo les cantaban a los suegros, suegras,
novios, novias, o al cura y la maestra, pero como todos sabían que era broma,
al final todos acababan riendo.
Ya no les hacían
falta el cura ni la maestra, además, así tenían más libertad para hacer alguna
de las cancioncillas un poco picantes y verdes, sobre todo, algunas parejas
casadas y jóvenes.
Tanto las chicas
como los chicos tenían cuerda y cancioncillas para rato, decidieron juntarlas
en un cuaderno y tener cada uno un pequeño libro. Quizá el próximo año se podía
volver a repetir, pero seguro que la maestra ya se habría marchado y otra
ocuparía su lugar.
Un día la maestra
se puso enferma, tenía fiebre y todos se preocuparon, su patrona llamó al
médico que llegó enseguida. La enfermedad de la señorita no era grave, pero
tenía que guardar cama unos días. Rita no conocía al médico, éste era un chico
joven que vivía hacía tres meses en un pueblecito cercano. Ella solía ir allí
algunos domingos a oír misa cuando al cura no le tocaba decirla en el pueblo
que ella vivía. El médico sí se había fijado en ella, incluso la chica le
gustaba, tenía la intención de darse a conocer cualquier día, y “como la
ocasión la pintan calva” que mejor ocasión que ésta.
Así, a los dos días
volvió a visitarla, ya no tenía fiebre pero era conveniente que no saliera de
casa, era invierno y hacia un frío intenso, él volvería y además se ofrecía
para dar clase a los niños mientras ella se recuperaba. No hizo falta, Rita se repuso
y en una semana ya estaba ‘al pie del cañón’.
El médico
aprovechaba cualquier ocasión para verla, si no había misa el domingo en un
pueblo, le veía en el otro y si Rita no podía ir a misa, él iba a verla por la
tarde.
Fue pasando algún
tiempo, el médico fue a vivir a la cercana ciudad, compró un coche y seguía
yendo a los pueblos a ver a sus pacientes y a su chica.
La maestra comentó
al cabo de unos meses a su familia (por carta), su pasada enfermedad, su madre preocupada,
decidió otra vez volver a verla y pasar una semana con ella. Como no llevaba
mucho peso, pensó que podría ir por el pueblo al que fueron el año anterior, con
el caballo del señor mingo y su carrito, para tomar el autobús; el tiempo era
bueno y el camino estaría bien. Su hija pensó que era una temeridad pero nadie
la pudo acompañar y tuvo que ir sola a buscar a su madre. A la ida no tuvo
problemas, la madre llegó en el autobús y otra vez se pusieron en camino hacia
el pueblo donde vivía Rita. Después de un trecho encontraron el camino
bifurcado en dos caminos más estrechos y no sabiendo muy bien cual coger, eligieron
entre los dos, sin saber cual de ellos sería el correcto.
Ya llevaban un buen
rato andando, no veían ningún pueblo y no sabían donde estaban, decidieron
desandar el camino y volver donde le había dejado a la madre el autobús, pero
ya estaban perdidas y no encontraban la salida. Fue pasando el tiempo y estaba
anocheciendo, ya pensaban pasar por allí la noche y se dispusieron a buscar un
refugio.
Mientras, en el
pueblo los vecinos estaban preocupados porque no llegaban y decidieron salir a
buscarlas. Cada vecino llevaba faroles con luz, y montados sobre caballerías
aderezadas con cencerros y cascabeles.
Las encontraron ya
de noche, abrazadas y heladas al abrigo de una peña, la alegría fue inmensa y
la madre dijo que jamás volvería a hacer semejante proeza.
Ese año los padres de la maestra alquilaron
un piso en la cercana ciudad, un mes antes de las vacaciones y los fines de
semana su hija los pasaba con ellos. Acabado el curso la maestra se fue, al
médico le dieron otro destino y los vecinos de aquel pueblo no supieron nada
más de ellos.
Con el nuevo curso
otra maestra llegó y un nuevo médico ocupaba ya un lugar en el cual todos los
vecinos deseaban que pasara al menos una buena temporada.
A los cuatro años,
la antigua maestra, su novio el médico y los padres de la pareja, volvieron a
pasar un día de las fiestas. El médico y la señorita se habían casado y
esperaban un niño. Pasaron el día con los vecinos, recordando sus “hazañas” y
cantando con alegría algunos de los cantarcillos de aquel cuaderno especial hecho
por una apuesta entre chicos y chicas.
CHICOS
Cuando vengas a mi casa
pasa por el cuarto oscuro,
que tengo yo allí un tesoro
que ahora vale muchos duros.
Debajo de la camisa
tienes un par de melones,
yo tengo un zanahoria
debajo los pantalones.
Debajo de la noria
nos echamos la siesta,
y no nos vio la gente
porque estábamos de fiesta.
Debajo las escaleras,
en la fanega de trigo;
me lo “enseñastes” a mí
y se lo “distes” a mi amigo.
Dice tu madre que tiene
una reina de verdad;
serás la reina en tu casa,
pero en la mía jamás
Dicen que el hombre tropieza
en la misma piedra, dos veces;
si eso dicen de los hombres,
¡qué dirán de las mujeres!
Cuando vengas a mi casa
pasa por el cuarto oscuro,
que tengo yo allí un tesoro
que ahora vale muchos duros.
Debajo de la camisa
tienes un par de melones,
yo tengo un zanahoria
debajo los pantalones.
Debajo de la noria
nos echamos la siesta,
y no nos vio la gente
porque estábamos de fiesta.
Debajo las escaleras,
en la fanega de trigo;
me lo “enseñastes” a mí
y se lo “distes” a mi amigo.
Dice tu madre que tiene
una reina de verdad;
serás la reina en tu casa,
pero en la mía jamás
Dicen que el hombre tropieza
en la misma piedra, dos veces;
si eso dicen de los hombres,
¡qué dirán de las mujeres!
CHICAS
Le vas diciendo a la gente
que me has dado calabazas,
no te acerques a mi hoguera
que probarás las tenazas.
Pensaba que era mentira
lo que me dijo tu amigo,
que estás cuidando una polla
y la mantienes con trigo.
Pobrecitos pescadores
que van a pescar al mar,
tú pescas buenas merluzas
solo con bajar al bar.
Quiero comprarte un collar
igual que al perro el pastor,
p’a que me hagas compañía
un día sí y otro no
Se que no vas a rezar
cuando vas a oír la misa,
cuando me miras a mí
no cabes en la camisa.
Si la luna sale tarde
yo saldré al amanecer
que la noche es traicionera
y no me quiero perder.
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